Más tarde mi padre envió los detalles de la cita. La emperatriz me vería a la mañana siguiente, una hora antes del mediodía.
Muchos habían muerto de vejez esperando citas imperiales. Quizá yo sólo tenía suerte, o quizá la cancelaran a última hora. O quizá Livia tuviera tanto interés en verme a mí como yo en verla a ella.
El breve trecho que caminé hasta el palacio fue uno de los más largos que había recorrido. Al menos Perila estaba a salvo. La había enviado a Bayas, a quedarse con un amigo que era dueño de una embarcación de buen calado y me debía un favor. En el peor de los casos, se largaría de Italia a todo trapo. Marsella no es el centro del universo, pero el marisco es bueno, y el clima sería mucho más saludable que el de Roma hasta que Livia nos hiciera el favor de morirse.
Los dos pretorianos de la puerta me echaron una ojeada suspicaz, y me pregunté si serían los mismos sujetos que casi me habían echado la última vez que había visitado esta parte del Palatino; pero quizá fuera mi imaginación. Todos estos gorilas tienen la misma pinta. Grandotes y amenazadores. Pasé entre ellos y le di mi nombre al secretario de la recepción. Él examinó su lista, alzó la mirada. Sus ojos eran burocráticamente impasibles.
—Todo parece estar en orden. Su excelencia te verá de inmediato. —Chasqueó los dedos y una cosa grande y peluda se materializó de golpe—. Hermes, conduce a este caballero hasta los aposentos de su excelencia la emperatriz.
Sin una palabra, el simio mensajero se internó contoneándose en el laberinto, dejando que yo lo siguiera como pudiese. Esa maraña de pasillos habría matado de envidia a Dédalo. Si la entrevista salía mal y yo tenía que poner pies en polvorosa, podía darme por muerto. Después de caminar un buen rato, entramos en un corredor corto y en una sala de espera más suntuosa que las que habíamos dejado atrás. Un hombrecillo con una túnica color limón muy elegante se pulía las uñas ante un escritorio, junto a dos imponentes puertas con paneles.
El simio mensajero habló. Fue como si un perro de pronto citara a Platón.
—Marco Valerio Mesala Corvino para ver a su excelencia, la emperatriz Livia.
El hombrecillo de la túnica se levantó. Me cogió con cierta brusquedad del brazo y me impulsó hacia las puertas con paneles. Un golpe discreto, un empellón no tan discreto en mi espalda, y estuve dentro. Las puertas se cerraron y quedé a solas con la emperatriz.
Livia estaba sentada ante un gran escritorio. Era la primera vez que la veía de cerca, y daba la impresión (no exagero, y tampoco era producto de mi nerviosismo) de no ser del todo real, de no estar del todo viva. Su rostro era una compleja máscara cosmética como la que usan los actores, o las plañideras contratadas en una procesión fúnebre, y sus ojos estaban… muertos. No se me ocurre otra palabra. Ni vacíos, ni opacos, ni inertes.
Muertos.
—Pediste verme, Marco Valerio Corvino.
Su voz también estaba muerta.
Tragué saliva.
—Sí, excelencia.
Quizá hubiera cometido un error. Quizá fuera el último que había cometido. De pronto mi póliza de seguro parecía bastante frágil. Frágil y pueril.
—¿Y el motivo?
¡Por Júpiter! Yo estaba al borde del pánico. ¿Cómo acusas a la madre del emperador reinante y la esposa de su predecesor deificado de traición al estado?
Creo que traicionaste a Varo, excelencia. Creo que causaste la muerte de quince mil hombres y la pérdida de tres águilas y casi perdiste Germania tan sólo para dar a tu hijo la oportunidad de vestir la púrpura…
Ella esperaba. Carraspeé.
—He descubierto algunas… irregularidades, excelencia. En relación con la conducta de Lucio Nonio Asprenas.
Había esperado que ese nombre arrancara un destello a los ojos muertos. No fue así. Empecé a sudar.
—¿Irregularidades?
—Sí, excelencia. —Hice una pausa enfática—. Irregularidades rayanas en la traición.
Ella se limitó a mirarme. Quizá me hubiera equivocado, a pesar de todo, pensé. No había nada en esos ojos, ni culpa ni inquietud. Nada. Una mosca me cruzó la cara y se posó en el escritorio frente a ella. Por Júpiter, si estaba equivocado, no era el mejor momento para averiguarlo.
—La traición es asunto del emperador —dijo—. Tu cita era conmigo.
—Creo que Asprenas trabajaba para su excelencia.
¿Yo dije eso? La máscara se endureció. El silencio se estiró como una cuerda de lira tensada al máximo. Al fin ella habló.
—Hace un tiempo viniste al palacio para inquirir sobre el poeta Ovidio. ¿Existe alguna relación entre eso y esta impertinencia?
Supe que me ponía a prueba. Esto era crucial. Tenía que convencerla de que sabía todo. Aunque no fuera así.
—Sí, excelencia. Existe.
—Pues quizá tengas la bondad de explicármela. —Un movimiento del dedo me indicó la silla de los visitantes: vieja, egipcia y bastante frágil, quizá parte del botín que Augusto había traído de Alejandría después de que Cleopatra tuvo su encontronazo con el áspid. Me senté con cautela. La silla crujió—. Bien, joven. ¿Qué son esas «irregularidades rayanas en la traición» por las que responsabilizas a Nonio Asprenas? ¿Y por qué él trabajaría para mí?
Sus ojos eran pinchos de hierro.
—Asprenas formaba parte de la conspiración de Paulo, excelencia. Representaba, o alegaba representar, a su tío Varo, a quien tu difunto esposo…
—El divino Augusto.
—Perdón, excelencia. —Mierda, empezaban a sudarme las manos. Me las enjugué en el manto—. A quien el divino Augusto había otorgado el mando de Germania.
—¿Estás diciendo que Varo era cómplice de Paulo y Julia?
—No, excelencia. No precisamente cómplice. —Hice una pausa—. En primer lugar, no había causas para ninguna complicidad.
—No te entiendo, joven.
Sentí que el sudor me perlaba la frente, pero no me lo enjugué. Ella sabía que yo estaba nervioso. Claro que lo sabía. Así como yo sabía que tenía que conservar la dignidad porque era la única defensa que tenía.
—La conspiración era falsa, excelencia. Estaba destinada a destruir a Julia, tal como ya estaba destruido el resto del linaje de tu esposo.
La máscara no se movió, pero los ojos titilaron.
—¿Destruido por quién?
¡Por Júpiter! ¡Esto era como hacer malabarismos con navajas!
—No cosa que me incumba, excelencia.
—Muy bien. —¿La sombra de una sonrisa le cruzaba los finos labios?—. Continúa, Corvino.
—¿Puedo hablar con franqueza, excelencia?
—Tenía la impresión de que ya hablabas con franqueza.
Me moví nerviosamente y la silla volvió a crujir. De pronto olí a alcanfor, un olor viejo, el olor de la edad. ¿Livia o la silla? Vejez, viejos huesos, viejos crímenes.
—El problema era que Augusto no creería otra acusación de adulterio —dije—. Su hija, la madre de Julia, había sido exiliada por la misma razón, y no resultaba convincente. Aunque estuvieran respaldadas por la confesión de Junio Silano, las pruebas habrían sido endebles. Se necesitaba algo más contundente. Algo que Augusto tomara en serio, aunque nunca lo diera a conocer al público.
—¿Y qué era eso?
—La prueba de que Julia era una traidora.
Livia no dijo nada. La mosca vaciló, se frotó las patas delanteras y comenzó a arrastrarse por la vasta extensión de escritorio que mediaba entre nosotros.
—El problema, excelencia —continué—, era que Paulo y Julia estaban alerta. Sabían que estaban en la mira. Y no se limitarían a esperar de brazos cruzados. Tarde o temprano habrían acudido a Augusto para convencerlo, siempre que él ya no lo supiera, de que la muerte de sus sucesores no era sólo mala suerte y que ellos podían ofrecer una alternativa viable, al margen de tu hijo.
Ahora sudaba a mares.
—¿Y cuál era esa alternativa?
—Póstumo. El hermano de Julia. El nieto de tu esposo.
Frunció los labios.
—Póstumo era un degenerado, Corvino, un inmoral. Augusto lo sabía. Mi esposo jamás lo habría aceptado como sucesor.
—Sí, excelencia. Pero quizá sea posible que últimamente el emperador hubiera empezado a sospechar que lo habían informado mal sobre el carácter de su nieto.
—¿Quién lo había informado mal?
De nuevo el desafío. De nuevo lo pasé por alto.
—Julia y Paulo no eran traidores. No en el sentido cabal de la palabra. Aunque hubieran querido conspirar contra Augusto, sabían que sólo les harían el juego a sus enemigos. Pero la conspiración fue bastante real. Sucedió. ¿Por qué?
—Cuéntamelo tú. Esto es fascinante.
—Hubo una conspiración, excelencia, sólo que contaba con el beneplácito del emperador. Al menos, eso creían Paulo y Julia. Se trataba de favorecer a un sucesor legítimo.
Livia se inclinó hacia delante. La mosca, quizá viendo el movimiento como una amenaza, se detuvo y flexionó las alas.
—¿Has dicho «legítimo»?
¡Necio!
—Lo lamento, excelencia. Quizá debí decir «un sucesor del linaje de los Julios».
—Entiendo. —Volvió a reclinarse—. Pasaremos eso por alto. Pero tu interpretación de la conspiración de Paulo es un poco enrevesada, joven. Con todo respeto.
—No lo creo, excelencia. Tengo pruebas.
—Pues descríbelas, por favor.
—Paulo y Julia fueron abordados por Asprenas, que era el sobrino de Quintilio Varo, y Varo era hombre de Augusto. Asprenas les dice que representa al emperador. Augusto designará a Varo comandante en Germania. Luego permitirá que Póstumo «escape» de la isla y se refugie entre las legiones del Rin. Paulo y Julia harán lo mismo. Dada la situación militar, Augusto se dejará presionar por los simpatizantes de los Julios para reconciliarse con su nieto, y con el tiempo nombrarlo sucesor.
La mosca tembló nerviosamente en el súbito silencio.
—Ésa es sólo una teoría, Corvino. Dijiste que tenías pruebas.
—Puedo probarlo —mentí.
—Estás loco.
Negué con la cabeza.
—No, excelencia, no lo creo.
—Paulo y Julia nunca habrían creído a Asprenas, a menos que él diera una señal inequívoca de que representaba a mi esposo.
—Pero él tenía una señal.
—¿A saber?
—El anillo de sello del emperador.
—El sello de la Esfinge nunca abandonó la mano de Augusto.
—No el original, excelencia, sino el anillo que tú misma le diste. La réplica que usabas para sellar documentos en ausencia de tu esposo.
El silencio fue total. Livia lo rompió al fin.
—Podría hacerte matar, Corvino —murmuró—. Podría llamar a mis guardias y no saldrías vivo de esta habitación. Lo sabes, ¿verdad?
—Desde luego. —Fingí más convicción de la que tenía—. Pero no lo harás, excelencia.
—¿Por qué no?
—Porque no vine aquí sin preparativos. Si muero, tu hijo se enterará de la verdad de la matanza de Varo. Y si eso sucede, excelencia, yo no apostaría ni la ventosidad de un mosquito por tus posibilidades de terminar este mes con vida.
La mano bajó. La sorprendida mosca echó volar demasiado tarde y dejó una mancha de sangre en el escritorio. Livia se arqueó hacia mí. Por un instante pensé que iba a atacarme, pero se dominó y volvió a reclinarse en la silla.
—Muy bien, Corvino —dijo. Con toda calma, como si nada hubiera pasado—. Continúa.
—Gracias. —Volví a enjugarme el sudor de las palmas—. Asprenas no llevaba puesto el anillo cuando llegaba a la casa de Paulo. Lo sé por el portero. Pero una vez que estaba a solas con los conspiradores, volvía a ponérselo para recordar a Paulo y Julia a quién representaba. Mejor dicho, a quién fingía representar. En realidad, Augusto no supo nada sobre la conspiración hasta que se lo dijeron, y para entonces la prueba era condenatoria porque era genuina. Paulo fue ejecutado y Julia fue exiliada por adulterio.
—Si lo que dices es correcto, pudieron exonerarse explicando la verdad al emperador.
—¿Les dieron esa oportunidad? Y si así hubiera sido, ¿Augusto les habría creído?
Livia apretó los labios y no dijo nada.
—Todo era demasiado probable. Y los hechos eran innegables.
—¿Pero por qué la acusación de adulterio, si como dices mi esposo no creía en ella?
—¿Acusar públicamente de traición a la nieta del emperador? Justamente tú, excelencia, debes saber cuán perjudicial sería eso para el estado.
—Sin duda. —De nuevo los labios tensos se curvaron en lo que era casi una sonrisa—. Acepto tu argumentación, Corvino. Como teoría, al menos.
—Gracias, excelencia. En todo caso, Augusto fue benigno. Sabiendo que la acusación era falsa, dejó que el «adúltero» Silano se escabullera sin consecuencias graves. Además, fue Silano quien denunció la conspiración. Merecía una recompensa.
—Junio Silano fue exiliado, joven. Y su carrera política fue liquidada. No es un castigo menor para alguien de su posición.
—No es verdad, excelencia. Silano se fue de Italia por propia voluntad y nunca se interesó en la política. El castigo no era tal, y el emperador lo sabía.
—Eso dices tú. Pero afirmas que fue recompensado.
Empezaba a temblarme la pierna izquierda. Lentamente, sin apartar los ojos, la estiré y me froté el muslo.
—He visto la finca de Silano, excelencia. Las villas suburbanas de ese tamaño no son baratas.
—Junio Silano pertenece a una familia muy rancia y acaudalada.
—Es verdad. Quizá por eso, pocos meses después, el emperador entregó a su bisnieta en matrimonio al primo de Silano. ¿O fue mera coincidencia?
Livia no dijo nada. Me clavó los ojos sin pestañear.
—Y así llegamos, excelencia, a lo que pasó con el cuarto conspirador, Nonio Asprenas.
Llamadlo imaginación, pero juro que hasta la habitación contuvo el aliento cuando pronuncié ese nombre. Los ojos de Livia eran oscuros pozos de odio, clavados en los míos.
—Nada le pasó a Asprenas —dijo.
—Exacto, excelencia. ¿Te gustaría decirme por qué?
El silencio se prolongó.
—No, Corvino —dijo al fin—. No me gustaría.