Mi padre no me miró. En cambio, cogió una aceituna del plato y extrajo cuidadosamente el hueso con la punta de un cuchillo. Entendí muy bien lo que ocurría. Asprenas pertenecía al círculo áulico: buena familia, buenas conexiones. Esos fulanos eran inmunes a toda crítica externa, y aquí yo entraba en la categoría de «externo». Marco Valerio Mesala Mesalino iba a hacer lo impensable: violar el código tácito que exigía que el círculo protegiera a los suyos.
—Los rumores comenzaron cuando él regresó de Germania —dijo—. No se relacionaban con su conducta durante la campaña. En ese sentido era un héroe. Había hecho todo lo que dicen, había movilizado a sus legiones a tiempo para impedir que los germanos cruzaran el río y desbarataran la frontera. Nadie lo acusó jamás de no ser valiente, ni ingenioso, ni buen soldado. —Liberó el hueso. Mi padre dejó la aceituna desventrada, cogió otra y repitió ese lento y meticuloso proceso—. Los rumores se iniciaron cuando Asprenas empezó a mostrar ciertos documentos, reclamando dinero y propiedades que según él le habían legado algunos colegas que habían perecido en la matanza. Nada muy grande, individualmente. En conjunto, representaban una suma bastante interesante.
Recordé la herrería de Agrón: a Asprenas no le había costado nada porque la había heredado de un amigo muerto.
—¿Y esos documentos eran falsos?
—Eso se sugirió. —Mi padre era el abogado perfecto—. Se sugirió con gran énfasis, en algunos casos. Pero lo cierto es que ningún pariente sabía nada sobre los legados antes de que Asprenas presentara su solicitud.
Naturalmente. Era increíble que ese cabrón pensara que se saldría con la suya. Quizá había apostado (con buen tino, a juzgar por el resultado) a que su reputación militar lo protegería.
—Desde luego, no se presentaron denuncias formales —continuó mi padre—. Si los documentos eran falsos, eran casi perfectos, y en consecuencia, aunque hubo algunos reparos informales, no llegaron a nada concreto.
—¿Pero los rumores persistieron?
—Los rumores persistieron. Y persisten.
—Y los únicos que saben la verdad yacen insepultos en la otra margen del Rin.
—En efecto.
—¿De cuánto dinero hablamos?
—En conjunto, las solicitudes habrán totalizado dos o tres millones. —Solté un silbido. Semejante fraude era de primera categoría. Conocía a varios jóvenes libertinos que venderían a su abuela a un chulo de la zona portuaria por la mitad de esa suma. Mi padre dejó el cuchillo en la mesa—. No digo que se debía haber iniciado un proceso. Pero las conexiones con esa carta que incrimina a Varo son, por así decirlo, significativas.
—Dicho de otro modo, todos saben que Asprenas es un malandrín y un falsificador pero nadie puede probarlo. O nadie quiere probarlo.
Mi padre no respondió, lo cual ya era una respuesta.
—Quizá sea un malandrín —dijo Perila—. Pero ¿es un traidor?
—Sí, tiene que serlo.
—Por favor, Marco. ¡Tendrás que ser más convincente!
—Sobre todo si quieres presentar este asunto al emperador —añadió mi padre—. Asprenas es hombre de Tiberio. Más aún, es útil: una figura consolidada, un administrador competente, un éxito militar. Tiberio no querría perderlo y por cierto no lo condenaría sin pruebas fehacientes. Tiberio escuchará tu plan, Marco, te lo garantizo; pero pedirá algo más que tu opinión y un revoltijo de teorías infundadas. Necesitará una causa legal bien formulada. ¿La tienes? —Titubeé, y él insistió—: ¿Qué dices, hijo?
Apechuga o cierra el pico, decía su voz. Contemporicé.
—Papá, una vez hablamos de retener información. Cuando te pregunté por Julia, ¿recuerdas?
—Desde luego. Te dije que la responsabilidad significaba saber cuándo no pasar información que causaría más mal que bien.
—De acuerdo. Bien, hoy te alegraré el día, pues me disculparé por tercera vez. Tenías razón. No puedo presentar esto ante Verruga, a menos que sea imprescindible. El remedio sería peor que la enfermedad.
—Marco, si sabes que Asprenas fue responsable del desastre de Germania, es tu deber decírselo al emperador.
—Ése es el problema. El responsable no fue sólo Asprenas. Había otra persona implicada. Una persona más importante.
—Si hablas de Varo, no creo que Tiberio, después de este tiempo…
—No hablo de Varo. Hablo de la emperatriz. Hablo de Livia.
Con eso se calló, tal como yo esperaba; pero si creía que lo conmocionaría, me olvidaba de que Valerio Mesalino era ante todo un político. Se reclinó y me miró impasiblemente.
—Eso cambiaría las cosas —dijo.
—Sí, eso pensé.
—Aunque el emperador y la emperatriz discrepan en muchas cosas hoy día, dudo que a Tiberio le agrade que le digan que su madre es una traidora. —Se permitió una sonrisa glacial—. No, al menos, en lo concerniente a ciertas inesperadas imputaciones de traición. Además, esa información causaría graves complicaciones. Complicaciones políticas. Siempre que pueda probarse.
—Tengo buenos argumentos, sí —dije—. Pruebas circunstanciales, lo concedo, aunque esa carta ayudaría. En los archivos tiene que haber ejemplos de la letra de Varo que nos permitan cotejarla. Pero no quiero crear un gran escándalo por puro gusto.
—Bien, Marco. Muy bien. A pesar de todo, tienes pasta de político, hijo mío. —Sonreí. No pude evitarlo—. ¿Qué quieres entonces? ¿Con qué te conformarías?
—¿En qué sentido?
—Los políticos hacen tratos. Es nuestra función en la vida. ¿Cuál sería el precio de tu silencio?
—Quiero que traigan las cenizas de Ovidio de vuelta a Roma, papá. Ése era mi único propósito. No más, pero no menos.
Mi padre calló largo rato, tamborileando sobre la mesa con los dedos.
—Muy bien —dijo al fin—. Y supongo que quieres que yo actúe como tu representante. Ante la emperatriz.
Traté de hablar con la mayor calma posible.
—No. Quiero que conciertes un encuentro privado. Sin esclavos ni secretarios. Sólo nosotros dos, Livia y yo.
Mi padre se quedó tieso.
—¡No!
—¡Marco, si tienes razón ella te matará! —Perila ensanchó los ojos—. Y si no tienes razón, también te matará. ¡No merece la pena!
—Claro que sí. Mira, he pensado en esto. Y una conversación directa con Livia es el único modo que veo de zanjar la cuestión para siempre.
—¿Por qué no encarar a Asprenas, obligarlo a decir la verdad?
—No serviría de nada, Perila. No tengo pruebas concretas, ¿recuerdas? Él negaría todo y acudiría a Livia. ¿Y cuánto crees que duraría yo después de eso?
—Pero…
—Aguarda. No había terminado. Digamos que tengo un seguro.
—¿Qué clase de seguro?
—Digamos que consigno todo por escrito. Lo que sé. Mis conjeturas. Nombres y fechas cuando puedo darlos. Se lo dejo a alguien de mi confianza. Si algo me sucede, Verruga lo recibe.
—¿Y si Tiberio ya lo sabe? —insertó mi padre en voz baja.
Gracias, papá. Esperaba que nadie pensara en eso, salvo yo.
—No lo sabe —dije.
—¿Apostarías tu vida a esa certeza?
Tragué saliva. Apechuga o cierra el pico.
—Sí, la apostaría. Verruga tendrá muchos defectos, pero tiene principios. Tiene principios, y es militar.
—Muy bien, hijo. —La voz de mi padre se tornó extrañamente fría y formal—. Si estás absolutamente seguro de que esto es lo que quieres, concertaré una cita con la emperatriz, cuanto antes.
—¡Marco!
—No te preocupes, Perila. Sé lo que hago. —Sí, como una pulga haciendo arrumacos a un elefante—. Hay algo más, papá.
—¿Sí?
—El documento. Si puedes aguardarme una hora, podrás llevarlo contigo.
Arrugó el entrecejo.
—Lo siento, Marco. No lo entiendo.
—Mi póliza de seguro. Quiero entregársela a alguien de confianza. Alguien que me garantice que Verruga la recibirá si es necesario. Lo lamento, papá, pero te he elegido a ti. Siempre que estés de acuerdo, naturalmente.
Nos miramos largo rato. Al fin carraspeó.
—Desde luego, hijo. Ve a escribirlo mientras hablo con Perila.
Fui al estudio y los dejé conversando.
Mi padre no había ido muy lejos con el precioso documento en el pliegue del manto cuando llegaron las dos últimas pruebas que yo necesitaba; la primera por parte de Agrón, vía Batilo, la segunda por parte de Calías. Quintilia había empezado a perder la vista doce años antes, y desde entonces un secretario le leía las cartas. Los porteadores que habían secuestrado a Perila, dijo Calías, habían pertenecido a un tal Curcio Macro. Macro los había vendido baratos después de comprarle a Asprenas un conjunto de nubios a precio de ganga. Y Macro, me informó Batilo, era primo lejano de la esposa de Asprenas…
Dos aciertos consecutivos, y ya eran demasiados para ser coincidencia. Habíamos hallado a nuestro cuarto conspirador. Ahora mi único problema era pinchar a ese cabrón donde le doliera al tiempo que salvaba mi propio pellejo.