Semejante comentario te pone la carne de gallina. Dafnis hizo una señal contra la mala suerte, y hasta Escílax contuvo el aliento.
—¿De qué diantres hablas? —preguntó.
Agrón se llevó la copa a los labios y la vació. Fijaba los ojos en el vacío.
—Se llamaba Ceonio —dijo—. Era uno de los comandantes de campo de Varo. Y murió en el Teutoburgo junto con los demás.
Se podría haber oído la caída de un alfiler.
—Tonterías —dijo Escílax al fin—. No era ningún fantasma. Era un hombre de carne y hueso. Y de sangre, por lo visto.
Agrón no se inmutó.
—Quizá. Pero yo vi con mis propios ojos cómo lo capturaban. Y los germanos no tomaban prisioneros.
—¿Y dónde estabas tú? —se burló Dafnis—. ¿Escondido?
Agrón se volvió lentamente hacia él.
—Así es, amigo. Estaba escondido. ¿Quieres hacer algún comentario?
—¡Basta, Dafnis! —gruñó Escílax—. ¿Quién era el tal Ceonio?
—Como te decía, uno de los comandantes. Un sabandija que habría vendido a la abuela por un cobre. Si los germanos no lo hubieran matado, con el tiempo lo habrían matado sus propios hombres. Yo mismo lo habría hecho.
Iba a servirme más vino, pero desistí. Una terapia drástica es una cosa, pero no quería arruinarme el paladar.
—¿Dices que estuvo en la matanza?
—Sí. Fue uno de los oficiales que sugirió la rendición.
—Explícate.
Agrón se encogió de hombros.
—¿Qué quieres que explique? Un grupo de oficiales fue a la tienda del general el segundo día para exigirle que pidiera condiciones a los germanos. Ceonio era el portavoz.
Eso concordaba con la teoría que yo había elaborado para Vela. Asprenas no había participado en la marcha, pero necesitaría un agente para hacer ciertas sugerencias en ciertos momentos. Varo podría haber sobrevivido físicamente si se rendía ante Arminio. Políticamente, tanto él como Augusto serían cadáveres. Ése era el propósito del plan.
—¿Y qué sucedió?
—El general lo mandó al cuerno. Lo intentó de nuevo al día siguiente, pero era demasiado tarde. Arminio nos tenía donde quería y todo había terminado, salvo el griterío. Él soltó la espada y se rindió cuando los germanos quebraron nuestra línea.
—¿Simplemente se rindió?
—Simplemente se rindió.
—Un canalla coherente, al menos —gruñó Escílax.
—Si viste que se rendía —intervine—, ¿cómo estabas tan convencido de que había muerto?
—Te lo he dicho. Los germanos no tomaban prisioneros. Si cogían a alguien con vida, adornaban el tronco de un árbol con sus tripas.
—Pudo haber escapado.
Agrón meneó la cabeza.
—Improbable. Ceonio no escapó, no del modo que sugieres. Los germanos lo soltaron. Y, que yo sepa, existía un solo motivo para eso.
—Porque había un convenio —murmuré—. Porque él estaba de parte de ellos.
Escílax arqueó la boca.
—Ya tienes a tu cuarto hombre, Corvino. Enhorabuena.
Aún no estaba preparado para acusar a Asprenas, y menos en presencia de Agrón. Pero me sentía bastante mal. Necesitaba pruebas desesperadamente y durante cinco minutos las había tenido. Tenía a Carigordo, o quien fuera, en mis garras. Podríamos haber obligado a Ceonio a hablar, pero el papanatas se hizo matar…
—No —dije—. El cuarto hombre no era Ceonio. Pero os apuesto una pieza de oro contra un emplasto usado a que trabajaba para él y además le pagaban muy bien. A fin de cuentas, ¿por qué encerrarte en un inquilinato de la Suburra a menos…? —Callé al reparar en mi monumental estupidez.
¡Perila!
El lugar apestaba a repollo hervido, pañales sucios y pobreza. Subí la escalera de dos en dos peldaños. Como todas las escaleras de los inquilinatos, estaba sucia de orina y cosas peores, y las paredes estaban marcadas con cuchillazos y grafitos desaforados y desesperados.
Había cuatro puertas en el segundo piso.
—¿Cuál? —grité. Dafnis estaba medio tramo detrás de mí, y resoplaba como un fuelle. Cuando subió el último escalón, le aferré el cuello de la túnica—. ¡Dafnis! ¿Cuál es la maldita puerta?
Se zafó de un puñetazo. Quizá quería golpearme, pero Escílax y Agrón lo seguían de cerca y lo pensó mejor. En cambio, se limitó a señalar.
La puerta estaba trabada. Me arrojé contra ella y casi me disloco el hombro. Agrón alzó la bota claveteada y pateó con fuerza el tablón sobre el panel inferior donde estaba la cerradura. La puerta se abrió con estrépito y entramos como una tromba.
Nada. El cuarto estaba vacío salvo por un catre contra la pared, una destartalada mesa de hierro, un taburete de madera barato y una incongruente estantería. No vi ningún prisionero amarrado. No vi a Perila.
No vi a Perila…
—No te preocupes, Corvino —dijo Escílax, frunciendo el ceño—. Quizá podamos hallar…
Agrón alzó la mano.
—¡Escuchad!
Oímos un golpeteo regular: toc, toc, toc. El ruido venía de detrás de la estantería. Me lancé hacia ella, encajé los dedos en el intersticio, entre la estantería y la pared, forcejeé.
Se movió fácilmente. Un bulto alto y erguido, envuelto en una sábana y con la parte superior tapada con trapos, cayó del armario en que estaba apoyado. Dafnis, que estaba detrás de mí, lo atajó antes de que se cayera y se hiciera daño.
Con sumo cuidado, aflojé los trapos, revelando una cara roja y muy indignada.
—¡Vaya, te tomaste tu tiempo, Corvino! —protestó Perila.
La llevé a casa. No diré nada más sobre ese día porque no es relevante y no concierne a nadie salvo a nosotros.
La llevé a casa.