La calle de los Lavanderos estaba cerca de Corneta, al lado de la calle de las Curtidurías y a poca distancia de los corrales de los matarifes y el mercado de carnes. En síntesis, una zona insalubre. Había brisa, pero no ayudaba mucho. El lugar desde donde soplaba olía peor.
Ya nos habíamos dividido. Escílax y Dafnis habían seguido adelante mientras yo pasaba por la herrería para recoger a Agrón. Era una cuestión táctica. En Roma, aparte de los aristócratas con sus séquitos, en un extremo de la escala, y las pandillas de vándalos, en el otro, sólo los turistas egipcios andan en grupos de tres o más. Y cualquier turista que sea tan lelo como para ir de excursión por la Suburra está pidiendo a gritos salir desvalijado, siempre que lo dejen salir.
Los otros dos ya estaban en su puesto cuando llegamos, remoloneando a la sombra de una adelfa polvorienta frente a uno de los altos inquilinatos: «esclavos» que mataban el tiempo mientras limpiaban el manto del amo en una de las tiendas cercanas. Mientras pasábamos, Escílax alzó una mano como si ahuyentara una mosca.
—¿Qué hay de esa jarra de vino? —preguntó Agrón.
Yo había llegado a un compromiso con Escílax; no muy halagüeño, pero tenía que conceder que era sensato. Yo podía seguirlos y llevar a Agrón, pero debíamos mantenernos al margen hasta que nos necesitaran. Dafnis había sugerido una taberna de enfrente, calle abajo, porque (cito literalmente) «si este cabrón no pasa inadvertido allí, no podrá hacerlo en ningún lado».
Dafnis empezaba a saturarme.
La taberna estaba desierta. No entendí por qué hasta que el sirio gordo que atendía nos trajo el vino. Tenía el aspecto, el olor y el sabor del líquido que se derrama en el suelo de una bodega, una viscosidad turbia y repulsiva que yo no habría servido a mis esclavos. Mientras bebía, miraba el inquilinato de enfrente. Habíamos escogido una mesa cerca de la puerta pero levemente apartada, así que veíamos la calle pero estábamos a la sombra del dintel. Pasaba poca gente y dudaba que pudiéramos perdernos muchos detalles. Al margen de la calidad del vino, no podríamos haber hallado un punto de observación mejor.
—Háblame de tu vida, Agrón —dije—. ¿Viniste directamente a Roma después de Germania?
Se sirvió una copa de esa orina de rata de la jarra.
—Sí. Yo estaba en la Decimoctava. Después de la matanza, desbandaron lo que quedaba de ella. No tenía águila, ¿entiendes? —El águila de una legión es sagrada. Total y absolutamente. Si pierdes el águila, la legión está muerta para siempre. Muerta y deshonrada—. Claro que pude haber pedido un traslado, pero ya estaba harto del ejército. Y los supervivientes no gozaban de popularidad.
—¿A qué te refieres?
—Nunca has sido soldado. Una derrota tan aplastante dice algo sobre ti si sobrevives —comentó agriamente—. Los mejores mueren, los peores sobreviven.
—Patrañas.
—Patrañas, sí, pero es lo que todos creen. No sólo los imbéciles de las tabernas. Se prohibió que los supervivientes entraran en Roma. Los oficiales, al menos. En cuanto al resto, lo pasamos bastante mal.
Había oído hablar de eso. Ese exilio colectivo demostraba hasta qué punto el desastre había afectado a Augusto. El viejo lo había tomado como una ofensa personal.
—¿Hubo muchos supervivientes?
—Bastantes. Algunos eran mensajeros, desde luego. Pero otros, como yo, sólo tuvieron suerte. Si así puedes llamarlo. Lo cierto es que vine a Roma y el ama persuadió a Asprenas de ponerme la herrería.
—Generoso por su parte.
Agrón se encogió de hombros.
—Él obtiene su tajada, como todos los patrones. Y no le costó nada. Se la dejó un amigo que falleció. De todos modos, he tenido ese local desde entonces. Eso es todo. Si quieres más, amigo, cuéntalo tú mismo.
Miré la placita donde estaban sentados Escílax y Dafnis. Dafnis nos daba la cara, de espaldas contra el árbol, los ojos entornados.
—¿Y ahora eres cliente de Asprenas? —Yo andaba a tientas. Aún no sabía bien con quién simpatizaba el grandote, y si Asprenas era nuestro hombre tendría que averiguarlo pronto.
—El general era mi auténtico patrón, pero sí, protejo los intereses de la familia. Hago diligencias de cuando en cuando. —Sonrió—. Intimido a los jóvenes listos.
—Y también les salvas la vida. —Nunca se lo había agradecido de veras. Quizá fuera el momento indicado.
—Eso no tuvo nada que ver contigo, Corvino. Te lo dije.
—¿Sabes quiénes eran esos tipos? ¿O quién los envió?
—No. No era cosa mía. —Frunció el ceño—. ¿Alguna vez te preguntaste por qué Tiberio recurriría a esos inservibles?
—¿A qué te refieres?
—¿Dónde tienes la sesera, Corvino? El hombre es emperador. Si quiere detenerte, ¿por qué no estás vomitando las tripas en el Tuliano?
Me recliné. Era una pregunta bastante sencilla, tan sencilla que me conmocionó. El Tuliano era la vieja prisión que estaba frente al foro, reservada para huéspedes del estado que aguardaban que las autoridades se decidieran a reducirles la talla por una cabeza. Y también para cualquier ciudadano particular que irritara al emperador, aunque esta función no era de conocimiento público.
—Quizá no se atrevió —dije.
—Ya, el hijo de papá tiene influencia. Bien, olvídate del Tuliano. Verruga pudo valerse de muchos otros métodos. Si yo fuera el mandamás, me habría deshecho de ti hace tiempo. En cambio, Verruga envía a los matones locales y las sobras de las legiones para hacer su trabajo sucio con discreción. Y yo te pregunto por qué.
—Más fácil. Más rápido. —Eran sólo excusas, y yo lo sabía.
—Pamplinas. Te he dicho que hay métodos más limpios. Recursos oficiales. ¿Por qué no usarlos?
El hombre tenía razón. Ésta era una tramoya de máximo nivel, de nivel imperial. Tenía que serlo, para que todo concordara. Aunque Asprenas estuviera implicado, sólo podía ser un intermediario, un agente de Tiberio y Livia. Había muchos modos en que habrían podido pararme el carro oficialmente, con un mínimo de riesgo y de alharaca; pero no habían recurrido a ellos. Y eso podía significar…
Tenía que reflexionar sobre esto.
Quizá yo estuviera equivocado. Quizá no fuera un encubrimiento oficial. Últimamente Verruga y su madre no se llevaban muy bien. Yo lo sabía. Si Livia actuaba a espaldas de Verruga, eso explicaría por qué no había podido usar recursos oficiales para silenciarme…
Pero eso tampoco tenía sentido. Tiberio necesitaba el encubrimiento tanto como Livia. Quizá más. Después de todo, tenía que saber cómo su madre lo había puesto en el trono. Tenía que estar enterado de los asesinatos y los exilios. Y por supuesto tenía que estar enterado de…
De…
Me quedé tieso.
¡Magno y todopoderoso Júpiter!
Agrón me clavaba los ojos.
—¿Corvino?
—Aguarda. —Si yo estaba en lo cierto, estaba salvado, tenía la solución—. ¡Aguarda, déjame pensar! Déjame pensar, por favor.
¿Qué había dicho Pomponio sobre Tiberio?
Ahora será primer ciudadano, pero es un militar hecho y derecho, un auténtico profesional.
Un auténtico profesional. Un soldado. El mayor cumplido que Pomponio podía dedicar. ¡Por Júpiter, todo encajaba! ¡Claro que encajaba! Verruga era militar. Y sin embargo había aceptado (tenía que haber aceptado) un plan que mandaría a pique una provincia entera y la seguridad de la frontera del Rin…
¡Tres águilas perdidas! Tres águilas sagradas…
Verruga nunca habría hecho eso, ni para ganar una docena de imperios. Nunca en un millón de años. Y eso significaba…
—No lo sabe —susurré—. ¡Por Júpiter, el emperador no lo sabe!
—Corvino, ¿qué diantres…? —Agrón me aferró el brazo—. ¡Contrólate!
El tabernero nos miraba y fregaba distraídamente una copa con un trapo. Desvié la vista hacia la calle. Traté de dominar la voz, pero temblaba de emoción.
—¡Escucha! ¡Verruga no participó en la trampa de Varo! El resto, sí… Los asesinatos, quizá la conspiración de Paulo. No lo sé ni me importa. ¡Pero no sabía nada sobre Germania!
—Por Júpiter, Corvino, ¿quieres callarte? Todos…
—¡No, escucha! —Tenía que decirlo o reventaría—. ¡Ni siquiera sabe que hubo una trampa! El plan de Germania era de Livia, pero salió mal. ¡Y ahora la emperatriz está orinando ácido porque teme que su hijo lo averigüe, pues si lo averigua clavará el pellejo de esa zorra en las puertas del palacio! ¡Era ella quien trataba de detenerme! ¡No Tiberio y Livia! ¡Livia!
Y fue entonces cuando sucedió.
Como decía, estábamos sentados a la sombra junto a la puerta de la taberna, a un paso de la acera. Mientras yo decía el nombre de la emperatriz, un sujeto cualquiera que pasaba con andar cansino se detuvo como si le hubiera clavado un garfio en el cuello. Volvió la cabeza…
Nos miró un instante con ojos desorbitados, aflojando la mandíbula. Luego se giró y echó a correr como una liebre por donde había venido, en dirección contraria al inquilinato. Vi que Escílax y Dafnis se levantaban de un brinco, pero estaban a un buen trecho y no podrían alcanzarlo a menos que les crecieran alas en los pies.
—¡Mierda! —Yo también me levanté. Sabía que habíamos metido la pata y que era culpa mía. Ese hombre sabría qué aspecto tendría yo, sin duda. Escílax había tenido razón. Yo no tendría que haber ido—. Agrón, por…
No pude decir más. El fornido ilirio aún estaba sentado en la silla, los ojos desencajados y la cara pálida. De pronto se levantó, pasó a mi lado y corrió por la calle en pos del fugitivo. Lo seguí, pues no podía hacer otra cosa, aunque sabía que no podía igualar su velocidad ni su habilidad para esquivar peatones. Llegué a tiempo para ver que el fugitivo echaba una mirada frenética por encima del hombro y se escabullía por un callejón lateral.
Alguien —una mujer— gritó cuando Agrón se disponía a doblar la esquina. Se paró en seco como si hubiera descubierto que no había ningún callejón, sólo una pared de ladrillo; y de golpe se hizo silencio.
Entendí por qué cuando lo alcancé, con Escílax y Dafnis detrás de mí. Cuando lo vieron, ellos también se detuvieron. Dafnis echó un vistazo y vomitó en la acera.
El fugitivo estaba muerto. Muy muerto. En la boca del callejón se hallaba el puesto de un afilador de guadañas. El afilador debía de haber alzado una guadaña en el momento menos oportuno y la hoja alzada se había incrustado en la garganta del fugitivo. Pensé en Davo, aunque esta vez había más sangre. Mucha más sangre. De pronto se había aglomerado una multitud, como siempre ocurre después de un accidente. A través de la vibración de mis oídos oí que el afilador decía una y otra vez, como en una especie de salmodia:
—No pude hacer nada. No pude hacer nada.
Una joven estaba acurrucada en la esquina, entre la pared del callejón y el puesto, soltando gruñidos como un cerdo con asma. Su capa estaba empapada de rojo, como si alguien le hubiera derramado una jarra de vino. La vibración de mi cabeza se transformó en un zumbido caliente, y los ruidos de la calle se desvanecieron…
Me aferraron el brazo. Escílax me sacó del callejón.
—Vamos, muchacho —dijo—. No tenemos nada que ver con esto.
—Sí, pero no podemos…
—¿Quieres dar explicaciones a los magistrados?
Con eso me convenció. Lo seguí dando tumbos calle arriba. Los otros vinieron detrás. También estaban bastante conmocionados. Esperas decapitaciones en el circo, y allí no te conmocionan, pero en una esquina es diferente.
—Necesito un trago —dijo Escílax—. ¿Queda vino en esa jarra, Corvino?
—¿Qué jarra?
—¡Vamos, muchacho! ¡Donde estás tú siempre hay una jarra!
—Sí, claro. —Aún no lograba poner mi cerebro en marcha—. Esa jarra. Sírvete.
Regresamos en tropel a la taberna. Ya no tenía sentido fingir que no estábamos juntos, pues el tipo que queríamos vigilar yacía partido en dos en un callejón.
El sirio gordo nos echó una mirada suspicaz cuando entramos. Comprensible, dadas las circunstancias; pero la gente de la Suburra aprende desde pequeña a no inmiscuirse donde no debe si quiere seguir respirando, y cuando Escílax le sostuvo la mirada, pronto perdió el interés. Pedí otra ronda de ese brebaje y pagué con una moneda de plata. El sirio no me ofreció la vuelta, y yo no causé problemas. Después de lo que habíamos visto, estaba dispuesto a pagar un precio exorbitante por esa inmundicia.
—Vaya afeitado, ¿eh? —Dafnis estaba recobrando la compostura, y también su malicia natural.
—Noté que perdiste el desayuno bastante rápido, amigo —dijo ácidamente Agrón. Dafnis cerró el pico y puso mala cara. El sirio, aleteando con el vino, le echó una rápida ojeada desde sus gruesas cejas perfumadas y nos dejó en paz. La gente de la Suburra también es experta en evaluar situaciones.
—¿Qué sucedió? —Escílax dejó su copa vacía. Calculé que había empinado una generosa medida.
—Ese tipo identificó a Corvino —gruñó Dafnis—. Yo lo estaba observando. Echó un vistazo aquí dentro y echó a correr.
Escílax se volvió hacia mí. Tenía un aire amenazador.
—¿Es cierto, muchacho?
Abrí la boca para responder, pero Agrón se me adelantó.
—No. No reconoció a Corvino. Me reconoció a mí.
—¿Qué?
—Yo también le reconocí, y por eso huyó. Estaba muerto antes de que lo tocara la guadaña. Murió hace diez años.