XXXI

Los tres me clavaron los ojos. Luego empezaron las preguntas.

Alcé la mano.

—Por favor, ¿puedo beber antes una copa de vino?

Tenía la garganta seca. Respetar la cortesía era una cosa, pero después de lo que había pasado habría matado por un trago. Además, esto era una celebración. Aunque el rompecabezas no estaba completo, al fin veía dónde encajaban las piezas faltantes.

—Desde luego. —Quintilia se esforzaba para mantener su impasible dignidad—. Claro que sí. Agrón, busca a un esclavo y pídele que traiga una jarra de la reserva para huéspedes. —Se volvió hacia mí mientras el grandote salía—. Ahora soy yo quien debe disculparse, joven. Mi falta de hospitalidad fue imperdonable. Pedí a los sirvientes que se mantuvieran alejados hasta que hubiéramos terminado nuestra conversación, pero al menos debí ofrecerte vino.

—Olvida el vino. —Asprenas me taladraba con los ojos—. ¿A qué te referías, Corvino, al mencionar a la emperatriz?

—He encarado mal las cosas —expliqué—. Era un error natural, desde luego. Como se infiltraron en la conspiración de Paulo y Augusto fue quien tomó las decisiones, pensé que él sabría desde el principio lo que ocurría. Tal vez no fue así. Tal vez fue Livia quien frustró el plan y Augusto no se enteró de nada hasta que ella se lo contó. —¡Por los dioses! ¿Dónde estaba ese vino?

Asprenas aún me miraba como si yo hubiera hecho una sugerencia indecente.

—¿Por qué la emperatriz no le mencionaría a Augusto una conspiración contra el estado, Corvino?

Pero Agrón al fin llegaba con el esclavo que servía el vino. Cogí la copa de un manotazo y la vacié, luego la volví a llenar con la jarra. Agrón señaló la puerta con un cabeceo y el esclavo se esfumó.

Me volví hacia Asprenas.

—Pero no era una conspiración contra el estado —dije—. De eso se trata. Los conspiradores no querían organizar una rebelión, sino frenar a Livia y Tiberio. Eran los Julios contra los Claudios. ¿Quién tenía el mayor interés personal en frustrar el plan? ¿Tanto interés, en realidad, como para ponerlo en marcha, para luego poder descalabrarlo?

Noté que había sorprendido a Asprenas.

—¿Estás diciendo que Livia alentó la conspiración de Paulo? ¿La emperatriz?

—¿Por qué no? Ella les dio la soga y miró mientras los pobres diablos se ahorcaban.

—¿Entonces cómo funcionó?

Bebí otro sorbo de vino. Era bueno. Mis ideas empezaban a aclararse.

—Ante todo, debía tener el respaldo del emperador, ¿de acuerdo? Paulo y Julia debían pensar que Augusto los apoyaba en secreto.

—Supongo que eso tendría sentido.

Gran deducción, Carigordo. Enhorabuena.

—Así que tenemos tres conspiradores. Paulo, Julia y Silano. Silano es un agente doble, pero los demás no lo saben. También hay un cuarto participante que para Julia y Paulo representa al emperador.

—Este cuarto conspirador, presuntamente, era mi tío.

—Sí. —Miré de reojo a Quintilia. Estaba petrificada—. Sí. La tarea de Varo, al menos, era cumplir con ciertos requisitos. Él les garantizaba una salvaguarda, era su póliza de seguro. ¿Está claro?

Asprenas asintió. Quintilia fruncía el ceño. Pensé que ya la había desorientado. La anciana había tenido un día ajetreado.

—Ahora viene el punto de inflexión —dije—. Augusto no sabe nada sobre la conspiración. Varo no le es leal. Tampoco Silano. Ambos trabajan para Livia. Desde luego…

—Lamento interrumpir, joven —dijo Quintilia—, pero eso es imposible.

Me paré en seco como si me hubiera chocado contra una pared de ladrillo.

—¿Ah, sí? ¿Y se puede saber por qué?

No era un modo cortés de preguntarlo, pero no había esperado ninguna oposición de su parte, y me había descolocado.

—Porque Publio se llevaba muy mal con la emperatriz. Nunca se habría aliado con ella por ningún motivo. Y Livia, por su parte, nunca habría confiado en él para actuar flagrantemente contra Augusto, aunque él se lo hubiera ofrecido. No sé para quién trabajaba mi hermano, pero no era Livia. O, si prefieres, si la emperatriz manipulaba las cosas, su agente no habría sido Publio.

—¿Estás segura de eso?

—Claro que estoy segura. Cuando dijiste que Publio trabajaba para el emperador, y luego para sí mismo, no vi motivos para no creerte. Pero presumir que trabajaba para Livia es otra cuestión.

—¿Sin importar las circunstancias?

—Sin importar las circunstancias —replicó con la contundencia de un portazo.

Mierda.

—¿Entonces qué hago con mi cuarto conspirador?

—No es mi hermano. Me temo, Corvino, que tendrás que buscar en otra parte.

Cogí la jarra y llené la copa para cubrir el súbito silencio. Necesitaba pensar. Quintilia había sido tajante, pero ella era una persona tajante. Eso no significaba que tuviera razón. No estaba dispuesto a soltar a Varo, de ninguna manera. Encajaba a la perfección, y la verdad concreta de la carta me respaldaba. Sabía que Livia habría podido ejercer presión si quería valerse de esa persona. El chantaje, quizá. Varo parecía un candidato natural para el chantaje.

Noté que Carigordo me hablaba.

—¿Cómo cuadra la matanza con todo esto, Corvino?

Casi sentí alivio. En ese aspecto, pisaba un terreno más firme en lo concerniente a Varo. Él había orquestado todo el asunto, aunque hubiera salido mal. Y dado el contacto con Julia, sus motivaciones eran bastante obvias.

—Vale —dije—. Por el momento olvida a los Julios y míralo desde el punto de vista de Livia. Desde el principio quiere vestir a su niño con la púrpura. Quiere que resalte, que la gente repare en él. El único problema es que Tiberio no es un dechado de seducción. Tiene forúnculos, halitosis, caspa, todos los problemas personales que se te ocurran, y para colmo sus modales harían que un rinoceronte pareciera sociable. Y Augusto lo detesta.

—Estás hablando del emperador, Corvino. —Carigordo no parecía muy contento—. Un poco más de respeto, por favor.

—¡No seas engolado, Lucio! —exclamó Quintilia—. Corvino tiene toda la razón. Quizá Tiberio tenga excelentes cualidades, pero es un patán y siempre lo ha sido. Adelante, joven.

¡Por Júpiter! La anciana nunca dejaba de sorprenderme. Asprenas se puso tieso como si ella le hubiera pinchado el culo con una aguja y cerró la boca tan pronto que pude oír el chasquido de los dientes.

—Vale —dije—. Ahora bien, Verruga no aparenta gran cosa, pero es un general de primera. El único problema es que nadie repara en él ni siquiera cuando obtiene victorias. Y recientemente no ha brillado mucho en el aspecto militar. Más aún, sufrirá una buena bronca por su conducción de la campaña iliria cuando vuelva a casa. ¿De acuerdo?

Asprenas inclinó la cabeza rígidamente, pero noté que lo tenía enganchado. También a Agrón.

—Así que la emperatriz tiene un problema. Debe manipular el asunto para que su bebé huela a rosas. Pero tiene que hacerlo por su cuenta, no como representante del padrastro. La diplomacia queda descartada. Verruga no tiene carisma. Pero un gran éxito militar es otra historia, y es una especialidad de Tiberio. El problema es que ya los ha obtenido y nunca lo llevaron a ninguna parte. Para alterar esta situación, el plan exige dos requisitos.

—¿Cuáles? —preguntó Carigordo sin mover los labios.

—Primero. —Bajé un dedo—. Verruga se lleva los laureles, no sólo una palmada en la espalda como delegado de Augusto. Segundo, en relación con esto… —Bajé el segundo dedo—. Debe tratarse de una campaña que arregle un desbarajuste que haya sido responsabilidad personal de Augusto. —Hice una pausa. Se podría haber cortado el silencio con un cuchillo—. Germania era perfecta. Si Livia podía impulsar un desastre y una recuperación, todo le saldría a pedir de boca. La política de fronteras era la predilección de Augusto. Y Varo era la elección personal del emperador para la gestión de Germania.

—Y si se demostraba que era incompetente —dijo Quintilia—, Augusto también sería culpable. Sumamente ingenioso.

—Y funcionó muy bien. —Al fin Asprenas había abierto la boca—. La masacre lo desquició. Pensó en suicidarse, ¿lo sabías? —Negué con la cabeza. No, no lo sabía, pero no me asombraba—. No es de conocimiento público, por razones obvias, pero es un hecho. Y desde luego tienes razón en cuanto al desenlace. Cuando la crisis terminó y Tiberio regresó a Roma, obtuvo el cogobierno. Me disculpo, Corvino. Y coincido con mi tía. Tu teoría es tan plausible como ingeniosa.

Quintilia se aclaró la garganta.

—Tiene un solo defecto, joven —comentó—. Debo repetir lo que dije antes, aunque los hechos contradigan mi opinión. Suponiendo que sabía lo que hacía, mi hermano nunca habría participado en un plan como el que describes.

La miramos fijamente, y ella nos sostuvo la mirada sin inmutarse. Me pregunté si Perila se parecería a ella dentro de cincuenta años.

—Lo que dije sobre la conspiración de Paulo también es aplicable aquí —continuó con firmeza—. Doblemente. Publio sería codicioso, pudo haber traicionado su confianza, pero no podía llegar a semejante grado de traición. Y menos si estaba implicada la emperatriz.

Era aconsejable cierto tacto.

—Mi señora Quintilia —dije, apoyándole la mano en el brazo—, comprendo que habrás sentido un profundo afecto por tu hermano, pero…

Me apartó el brazo.

—Publio era un cerdo codicioso y autocomplaciente con una opinión burdamente elevada de sí mismo. Nunca lo aguanté. No obstante, tenía ciertos límites. Y uno de esos límites habría sido una traición como la que describes.

¡Por Júpiter!

—Quizá lo presionaron. Quizá lo extorsionaron. Fueran cuales fuesen sus razones…

Ella alzó la mano, y me callé.

—Valerio Corvino —dijo—, eres un joven muy inteligente y muy capaz. También, por lo que veo, tienes todos los datos a tu favor. Eso no está en discusión. Sin embargo, yo conocí a Publio toda la vida, y tú no. Te repito que no podría haber participado a sabiendas en semejante plan, así como no habría renunciado a sus galas de patricio para unirse a la plebe. —Se levantó—. Y creo que ahora será mejor que te vayas.

Había pena y orgullo en su voz, además de certidumbre. Dejé la copa de vino en la mesa.

—Lo lamento, Quintilia —dije con sinceridad—. Me gustaría creerte. Pero como ves, es imposible.

Se irguió un poco más. Era tan alta que sus ojos claros casi estaban a la altura de los míos.

—¿Y acaso piensas, Corvino, que yo no lo sé? —replicó lentamente.

Estaba todo dicho. Les di las gracias y me fui.