XXX

La miré boquiabierto, pero noté que Agrón no pestañeaba, y mucho menos Carigordo Asprenas. Obviamente lo que Varo había hecho no era ninguna novedad para ellos.

Quintilia aún estaba totalmente serena. Esa anciana tenía agallas; agallas y aplomo.

—Debo aclarar desde el principio —dijo— que Lucio se opone a que te cuente esto y que lo hago bajo mi entera responsabilidad. Eres libre de utilizar la información como te plazca. —Agrón se movió y maldijo entre dientes, pero ella no le prestó atención—. Sin embargo, debo pedirte que reflexiones antes de llevar a cabo cualquier acto que traiga más vergüenza a esta familia.

No había súplica en su voz. Nada, sólo esas palabras. Asentí con un cabeceo, y me sentí como cinco especies diferentes de rata.

La anciana aferró con firmeza el brazo de la silla. Noté que tensaba y aflojaba los dedos espasmódicamente. Aunque procuraba dar una impresión de calma, esto no le resultaba fácil. Como dije, Quintilia tenía agallas.

—Yo no sabía nada sobre el acuerdo de Publio con Emilio Paulo —dijo—. Y menos con el divino Augusto. Sin embargo, la situación que has descrito parece sumamente probable y concuerda con lo que sé. Publio era un traidor, ciertamente. Pero siempre creí que su traición nacía de la codicia, no de la ambición política. Parece que yo me equivocaba. O bien que el amor por el dinero no era su única motivación.

—Tía Quintilia, creo que deberías recapacitar sobre esto. —Asprenas le apoyó una mano en el hombro, pero ella meneó la cabeza.

—Es mejor que Valerio Corvino lo sepa todo —dijo—. Tráele la carta, Lucio. Por favor.

Carigordo no estaba feliz, era evidente. Me miró como una cosa muy muerta y muy podrida que su perro hubiera desenterrado, y salió de la habitación. Quintilia se volvió hacia mí.

—Mi hermano siempre fue codicioso, aun de niño —dijo—. Quería la mayor tajada de pastel, la golosina más pegajosa del plato. Cuando creció, fue el dinero. Tendrían que haberlo enjuiciado después de Siria, pero estaba casado con la sobrina nieta de Augusto. Y como mi difunto esposo era el sobrino del emperador… —Titubeó—. Bien, sé que estas cosas no deberían ocurrir, pero ocurren.

—¿Quieres decir que el emperador intervino?

—Con discreción. Augusto se cuidaba de no mostrar favoritismos abiertamente. Pero todos conocían el parentesco, así que… Digamos que había cierta renuencia a enjuiciarlo. Además, Publio se llevaba muy bien con el emperador, y era un administrador muy competente.

—Salvo en Germania.

Agrón gruñó algo que no entendí, pero la anciana no le presto atención.

—Salvo en Germania, como bien dices. Pero desde luego, había un motivo para eso, como sabrás.

—Paulo lo había sobornado para que hiciera la vista gorda.

—¿De veras? Dos motivos, entonces.

Quedé intrigado. Había piezas que no encajaban.

—Señora, me has desorientado. Si ésa no era la motivación que tenías en mente, ¿qué otra había?

—Es muy sencillo. —Los ojos turbios de la anciana me sostuvieron la mirada—. Es posible que Publio se haya aliado con la facción de los Julios, por lo que sé. Pero en Germania, como gobernador de Augusto, sin duda recibía dinero de Arminio.

Me recliné. Éste era un giro en que no había pensado; pera dado el carácter del personaje, tenía sentido, mucho sentido. Tener al gobernador romano en su nómina habría sido una gran ventaja para los germanos, y Arminio habría dado una fortuna por ese privilegio. Entre tanto, Varo podía informar a los conspiradores de que él cumplía su parte del trato, al desestabilizar Germania para beneficio de Julia y Póstumo. Como plan, era maravilloso. Máximas ganancias, mínimo riesgo. Con dos clientes que pagaban, sin que uno conociera la existencia del otro, una mina de oro que lo haría rico de por vida. Y si las cosas salían mal, a lo sumo lo acusarían de una gestión deficiente.

Pero al cabo las cosas habían salido peor que mal. La conspiración había fracasado y Arminio no sólo no había respetado su parte del trato, sino que había ido mucho más lejos.

—¿Sabes esto con certeza, Quintilia? —pregunté—. ¿Que Varo y Arminio tenían un trato?

—Claro que sí. Numonio Vela me suministró la prueba. Él murió con Publio, por supuesto, pero me la había enviado antes de que el ejército se fuera del Weser. Vela era un buen amigo de la familia, y de mi hermano. Siempre le agradeceré que me haya escogido como receptora de la información a mí, y no al emperador.

Desde luego. Vela podría haber muerto con Varo, pero Agrón me había dicho que había dejado al viejo en la estacada cuando las cosas se pusieron feas. Con esos amigos, ¿quién necesita enemigos? Me pregunté si Quintilia lo sabría; probablemente sí. La anciana no pasaba nada por alto.

Asprenas regresó con una gastada tablilla de mensajes. Se la dio a su tía sin una palabra. Pensé que ella la abriría, pero no lo hizo. En cambio, me la entregó.

—Antes de que preguntes, jovencito —dijo—, no hay posibilidad de falsificación. Es de puño y letra de mi hermano.

Desaté los frágiles cordones y abrí la tablilla. Las superficies de cera estaban en buen estado, aunque la escritura era apretada: el hombre tenía mucho que decir y poco espacio. Tal como ella había señalado, era una carta, y a primera vista no noté nada extraño, salvo que faltaba la primera línea habitual, con el nombre del remitente y del destinatario. Era un típico mensaje administrativo, del general a la plana mayor: una lista de tropas y el orden de marcha, junto con detalles sobre la ruta que cogerían, incluido el importantísimo desvío…

Me detuve.

¡Incluido el importantísimo desvío!

¡Mierda! Quintilia había dicho que Vela le había enviado la tablilla antes de que el ejército abandonara el Weser. Y en ese punto Varo no sabía nada sobre los disturbios del sur. Lo cual significaba…

Febrilmente, eché una ojeada al resto. Al pie de la segunda página mis ojos frenaron bruscamente. Aunque había leído la última frase dos veces, no podía creer lo que decía:

Sugiero que el ataque se realice en este punto, pues restringirá los movimientos de mi caballería y me brindará una excusa razonable para la retirada.

¡Varo lo sabía! ¡Lo había sabido todo el tiempo!

—Entenderás las implicaciones, desde luego —murmuró Quintilia.

—Varo estaba aliado con Arminio. —Aún no lo había asimilado—. Él mismo organizó la matanza.

—Correcto. Hacía tiempo que Vela sospechaba de Publio. No sé cómo obtuvo esta carta. Pero sé que es genuina.

—¡Pero esto es descabellado! —Alcé la tablilla—. ¿Me estás diciendo que Varo planeó su propia muerte?

—No —intervino Asprenas—. Claro que no. Notarás que mi tío menciona una retirada. Se planeaba una emboscada, ciertamente. Pero no la matanza.

Pensé en ello. Sí, tenía sentido. Sobre todo si el hombre pensaba que tenía un trato.

—¿Varo y Arminio habían acordado un bochorno militar? ¿Una derrota limitada?

—Así es —dijo Asprenas—. Arminio se llevaba los laureles y mi tío brindaba al emperador una excusa para un cambio de política. Era demasiado arriesgado tratar de expandir el imperio más allá del Rin. El territorio era difícil de administrar, los nativos eran pertinaces, y no disponían de fuerzas para una ocupación prolongada. En esas circunstancias, no costaría mucho persuadir a Augusto de conformarse con lo que tenía, sobre todo si sabía que Arminio simpatizaba secretamente con él.

—¿Crees que el emperador lo sabía, entonces? ¿Que Varo seguía sus instrucciones?

—No. —Asprenas meneó la cabeza—. Me gustaría decir que sí, Corvino, pero no era así. Éste era un convenio personal entre Arminio y mi tío. Quizá Augusto lo hubiera aprobado si lo hubiera sabido, pero no lo sabía.

—¿Entonces Varo había aceptado permitir que Arminio obtuviera un poco de gloria? Pero Arminio llevó la idea un poco más lejos. —¡Por Júpiter! Todo encajaba—. Aceptó el convenio pero traicionó a Varo en el último momento. Lo que debía ser una acción militar limitada se transformó en un ataque a gran escala y se perdieron tres legiones.

—Correcto.

—Pero el viejo debía sospechar algo. Corría un riesgo descomunal al confiar en que Arminio contuviera sus puñetazos, y no era ningún tonto.

Asprenas se encogió de hombros.

—Yo no soy mi tío —dijo—. No sé cuáles eran sus razones. Conocía bien a Arminio. Quizá tuviera cierta debilidad por él, y se confió demasiado. Recuerda que ese hombre no era un nativo común. Estaba educado y adiestrado en Roma. Sabía exponer argumentos convincentes con palabras convincentes. Ante todo, no sabemos qué se le prometió a mi tío a cambio.

—Así que todo fue un error. Varo creyó que tenía un pacto de caballeros con Arminio, mientras que Arminio planeaba asegurarse de que Roma se retirase de la Germania de allende el Rin.

—En efecto. —Asprenas estiró el brazo y cogió la tablilla—. Y en la práctica así ocurrió. La pérdida de tres legiones alteró el equilibrio. Dudo que aún ahora tengamos fuerzas para una expansión a gran escala más allá del Rin, si quisiéramos intentarlo. Tal vez nunca lo hagamos. —Hizo una pausa—. Así que ya tienes todo, Corvino. La sucia verdad. Estamos en tus manos. ¿Qué piensas hacer con nosotros?

Había esperado que nadie me hiciera esa pregunta, porque no tenía una respuesta. Quintilia también me observaba, al igual que Agrón. Noté que la anciana ansiaba que yo tomara cierta decisión pero que, a diferencia de su sobrino, era demasiado orgullosa para pedirlo. Habían hablado sin tapujos. Lo menos que podía hacer era ser sincero con ellos.

—No lo sé, francamente no lo sé —respondí sin rodeos—. Pero creedme que no usaré la información a menos que sea necesario.

La tensión se disipó. Hasta Agrón dejó de fruncir el ceño.

—Es todo lo que podemos pedir dentro de lo razonable, joven. Quintilia sonrió por primera vez.

—Hay una sola cosa que todavía me intriga —dije.

—¿Qué es?

—No tiene nada que ver con lo que sucedió en Germania. Al menos, no directamente. Sólo me gustaría saber por qué Augusto no condenó a tu hermano con los demás conspiradores.

—Lo siento, no te entiendo.

—Si Varo estaba implicado en la conspiración de Paulo, genuinamente implicado, ¿cómo se salió con la suya? Al principio contaría con la protección de Augusto, sí, pero el emperador habría retirado esa protección al descubrir que actuaba por su cuenta. Si el cuarto conspirador era tu hermano, ¿qué fue lo que lo protegió?

—Quizá no lo identificaron —dijo Asprenas.

Sacudí la cabeza.

—No, imposible. Y menos cuando Silano hacía de soplón. Y los contactos de Varo no lo habrían ayudado esta vez, porque hasta Julia fue desterrada. A menos que tuviera algún dato sobre Silano que le obligara a cerrar el pico…

—Lo lamento, Corvino. —Quintilia se levantó—. Me temo que no podemos ayudarte más. Como te dije, no sabíamos nada sobre la participación de mi hermano en la conspiración de Paulo. Sin duda hay una explicación, pero me temo que tendrás que buscarla en otra parte.

Eso era todo, pues. Aun así, debía agradecer lo que había conseguido. Al levantarme, disponiéndome a murmurar las frases de cortesía, reparé en una tablilla de niño tirada junto a la piscina ornamental. La recogí. En la superficie estaba garabateado el re trato de un viejo.

—¿Tienes nietos, Quintilia?

—Bisnietos. —Echó una ojeada a la tablilla—. Eso debe ser de Hateria. Por lo que dicen, es una pequeña artista.

—Es muy bueno —comenté, mintiendo descaradamente. Era un mamarracho. Había algo mal en la parte inferior de la cara, los ojos estaban muy bajos y la frente era un desbarajuste.

—Mi secretario griego le enseñó el truco. Muy ingenioso, en verdad. Dale la vuelta y verás a que me refiero.

Invertí el tosco dibujo. Los trazos parecieron modificarse, y una cara se convirtió en otra. El viejo sonriente se metamorfoseó en una anciana ceñuda. Una cabeza, dos caras. Recordé la imagen de Augusto en mi sueño, y algo se alteró.

El mundo quedó patas arriba.

—No es un hombre —susurré.

—¿Cómo dices?

—El dibujo. —Le alcancé la tablilla—. Creí que era un hombre, pero no lo es. Es una mujer.

—Claro que sí. Pero sólo cuando lo miras de cierto modo. De eso se trata.

Me eché a reír, y una vez que empecé no pude contenerme.

—¡Corvino! ¡Por el amor de Júpiter! ¿Qué mosca te ha picado? —Asprenas me aferró.

—No era Augusto —logré articular—. ¡Nunca fue Augusto! ¡Joder, era Livia!

Asprenas se quedó de una pieza.

—¿Qué?

Recobré la compostura, pero tuve que sentarme. Temblaba tanto que me habría caído si no hubiera tenido la silla.

¡Comprendía! ¡Al fin comprendía! ¿Por qué no había escuchado a Perila cuando ella sugirió que yo interpretaba mal la conspiración de Paulo, que iba dirigida contra Livia? O quizá sí había escuchado, y por eso había tenido el sueño.

Quintilia estaba erguida, olvidando su encorvamiento.

—Joven —dijo—, ésa fue la más vergonzosa exhibición de malos modales y lenguaje grosero que he tenido la desgracia de presenciar. Por favor, abandona mi casa de inmediato.

—No. —Sacudí la cabeza—. No. Lo lamento, mi señora. Lo lamento profundamente. Me disculpo por mis malos modales, de veras. Pero aún no puedo irme.

—Si el ama dice que te vayas, Corvino, pues te vas. —Agrón seguía plantado detrás de la silla de Quintilia—. Si prefieres salir con los pies por adelante, es tu decisión.

—No, Agrón, espera. —Quintilia se volvió hacia mí—. No entiendo. ¿Por qué de golpe estás tan ansioso por quedarte?

—Porque no he terminado —dije—. Porque acabo de comprender cómo encajan todas las piezas.