XXIX

Pensé en el sueño mientras Batilo corría a la casa de Quintilia. En general era bastante obvio. La mujer desnuda era Julia, el hombre de la máscara mortuoria era Paulo. Ni siquiera Augusto era una sorpresa. Habría esperado que el cuarto hombre fuera Varo, pero a fin de cuentas era sólo el agente del emperador. Lo único que no entendía era la decapitación. Eso era extraño.

Quizá debiera ver a un augur.

Batilo regresó con la noticia de que Quintilia me vería de inmediato. Eso sonaba prometedor. Llamé a los muchachos con un silbido y nos dirigimos al Celio. Esta vez fui en litera. Estaba bastante hecho polvo después de mi noche inquieta, y quería pensar cómo encararía el asunto. No entras en la casa de una matrona romana para acusar a su difunto hermano de cinco tipos de traición y esperas que te inviten a cenar.

Claro que Quintilia no se haría ilusiones. Los políticos necesitan chivos expiatorios, y Varo había cargado con la culpa del fiasco germano. Aun así, una cosa era la incompetencia y otra la traición. Tendría que andarme con cuidado al hablar con Quintilia.

Nos detuvimos frente a la puerta con gran pompa. Me acomodé la túnica recién lavada (Quintilia pertenecía a la vieja escuela y no apreciaría a un visitante con manchas de salsa en el pecho) y le indiqué a uno de los porteadores que llamara. Le di mi nombre al portero y fui conducido al atrio.

La anciana había resuelto brindarme una recepción formal. Estaba sentada junto a la piscina ornamental, vestida con un manto de caída impecable y una compleja peluca. Detrás de ella, un fulano en su madurez tardía le apoyaba la mano en el hombro. Su hijo, quizá. Sin duda un pariente cercano, pues tenían en común las gruesas mejillas. Ninguno de los dos sonreía, y frente a ellos había una silla vacía.

Mierda. Al cuerno con mi conversación sutil. De pronto me sentí como un acusado de asesinato que entra en un tribunal donde el juez se muere por poner a prueba una nueva clase de hacha.

—Valerio Corvino.

Ningún saludo. Ni siquiera «Encantada de conocerte». Sólo el nombre, pronunciado con una voz que congelaría el trasero de una gamuza alpina. Pensé que Quintilia podía darle lecciones a Perila.

—Así es, mi señora. He venido…

—Sé por qué has venido. Siéntate. Éste es mi sobrino, Lucio Asprenas.

Carigordo asintió. No le habrías separado los labios con una palanca.

Me instalé en la silla. La anciana se inclinó para clavarme los ojos como si fuera a susurrar un secreto, pero cuando habló no se dirigió a mí. Y tampoco susurró.

—¿Estás ahí, Agrón?

—Sí, mi señora.

—Pues ven a reunirte con nosotros.

Di media vuelta. Allí estaba el Gran Fritz, en toda su talla y fealdad, de pie detrás de mi silla. Debía de haberme seguido, y yo no había oído nada. Ese tipo podría haberle dado lecciones a una pantera, y usando botas claveteadas.

—Tranquilo, Corvino —dijo—. Nadie te lastimará si te portas bien.

—Suficiente, Agrón. —Quintilia se volvió hacia mí. Sus ojos eran extrañamente claros y vacíos—. Perdónalo, joven. Aquí estás a salvo, te lo aseguro.

Sí, claro. A salvo como una chuleta de cordero en la guarida de un lobo. Me maldije por haber dejado fuera a los Amigos Entrañables; pero ¿quién habría pensado que los necesitaría con una viejecita respetable como Quintilia? Las apariencias engañan.

—Conque tengo razón —dije—. Varo era nuestro cuarto conspirador.

Carigordo Asprenas me lanzó una mirada que habría agriado la leche. No vi la reacción de Agrón, pero por el siseo de su aliento contenido era evidente que no estaba ahogando una carcajada.

—Me temo que no te entiendo —dijo fríamente Quintilia. Miraba a un punto que estaba a un palmo de mi oreja izquierda.

Adopté una posición más relajada en la silla. Casi me repantigué. Cuando estás entre la espada y la pared, demuestra aplomo.

—Por favor, Quintilia —dije—. Sabes a qué me refiero. Tu hermano era el agente de Augusto en la conspiración de Paulo. Pero lo venció la codicia y traicionó al emperador.

—¡Cuida esa bocaza, Corvino! —susurró Agrón.

La expresión de la anciana era una mezcla de disgusto con desconcierto.

—Debo pedirte que te expliques, jovencito.

¡Por Júpiter! ¡Había pulido a la perfección su papel de viuda respetable!

—Vale. —Erguí los hombros—. Si quieres jugar así, está bien. Augusto persuadió a tu hermano de ofrecer refugio a Julia la mayor y a Póstumo cuando abandonaran el exilio. Era una estratagema porque el emperador quería arrancarle los colmillos a la facción de los Julios. Sólo que Varo decidió actuar por su cuenta. Se sumó de veras a la conspiración y se pasó a la oposición. —Ninguna reacción. Decidí ser más ofensivo—. ¿Qué le prometieron Paulo y Julia por desbaratar la frontera norte y poner en jaque al emperador? ¿Dinero? ¿Una tajada de poder? ¿O quizá otro lucrativo puesto de gobernador en oriente?

Quintilia se volvió hacia su sobrino.

—Lucio, ¿quieres responderle al joven, o prefieres que lo haga yo?

Su expresión no había cambiado. Carigordo, por su parte, me miraba como si yo hubiera vomitado en la piscina ornamental.

—Adelante, Corvino —dijo—. Preséntanos las pruebas. —Algo en su voz me sugería que él no creía que yo las tuviera, pero ambos me escucharon sin gestos ni comentarios mientras les exponía mis argumentos.

Había esperado rotundas negativas, exclamaciones airadas, quizá un par de veladas amenazas. Sólo me respondió el silencio.

Luego Quintilia se levantó. Aunque estaba encorvada, era más alta de lo que yo pensaba, y por la firmeza de la boca calculé que aun en su vejez era una mujer de carácter. Mi certidumbre se tambaleó. Me habría sentido mejor si hubieran negado todo y hubieran ordenado al portero que me echara a la calle.

—Excúsanos un momento, Valerio Corvino. —Aferró el brazo de Asprenas—. Mi sobrino y yo debemos hablar de algo. Agrón, agasaja al invitado, por favor.

Empecé a levantarme, pero la manaza del ilirio me obligó a sentarme.

—Ya oíste al ama —me dijo—. Tranquilo, ¿eh?

Quintilia, apoyándose en el brazo de Carigordo, desapareció en los aposentos del fondo de la casa. Agrón ocupó la silla de la anciana, la acercó y se sentó frente a mí.

—Me das asco, Corvino —dijo—. Debí haberte matado cuando tuve la oportunidad. O dejar que esos matones te liquidaran.

Buen comienzo. Ese hombre tenía ideas excéntricas sobre el agasajo.

—¿Por qué no lo hiciste?

—Te lo dije en aquel momento. No me gustan las peleas desiguales. Y al ama no le habría complacido.

—Eras el protegido de Varo, ¿verdad? —Mientras disfrutábamos de ese momento de calidez, no venía mal enterarme de ciertos antecedentes—. ¿Dónde os conocisteis? ¿En Germania?

—Así es. —Él sonrió sin humor—. Aproveché la oportunidad de ingresar en las legiones cuando Tiberio reclutaba gente en Sirmio. —Conque Escílax también había tenido razón en eso. Sólo esperaba vivir el tiempo suficiente para decírselo—. Cuando terminó la revuelta, me enviaron a Renania. Yo era ordenanza del general.

Esto era algo que no me esperaba.

—¿Estuviste en la marcha final?

—Claro. No te sorprendas tanto. Algunos sobrevivimos. No demasiados.

—Creí que los germanos no tomaban prisioneros.

—No los tomaban. En todo caso, esos prisioneros no duraban demasiado. Yo sobreviví porque me oculté y luego luché para regresar al Rin. A veces es una ventaja ser experto en matar. Y lo soy, Corvino, créeme. Un experto consumado.

Pasé por alto ese comentario.

—Quieres decir que eres un desertor.

—No —dijo en voz baja—. Cuando decidí que ya no valía la pena seguir peleando, no había ningún ejército del que pudiera desertar. Y nunca vuelvas a llamarme así, amigo.

—No, claro. —¡Por Júpiter! ¿Por qué no mantenía la bocaza cerrada?—. ¿Viste lo que pasó? ¿Al final?

Me escudriñó antes de responder; y cuando me dio la respuesta, fue lenta y cavilosa.

—Claro que lo vi. Y te diré algo gratuitamente, Corvino. Es importante y quiero que lo recuerdes. El general habrá tenido sus defectos, habrá cometido errores, pero pagó por ellos. Luchó hasta el final y murió bien. ¿Me entiendes?

—Sí. —Me sudaban las palmas. Ese hombre de voz suave me mataba del susto, y no me avergüenza confesarlo—. Sí, entiendo. ¿Quieres contarme lo que pasó?

Se encogió de hombros y desvió la mirada.

—¿Por qué no? Pero no esperes ni una palabra contra el general. Como he dicho, Varo ya saldó sus deudas. Quizá le ahorre cierto dolor al ama después. Si es que tienes un después.

Ese tipo era la mar de divertido. El problema era que parecía hablar en serio. Mi garganta estaba seca y no había una copa de vino a la vista.

—Bien. —Agrón se reclinó—. Regresábamos del Weser a Vetera. El general recibió informes de que los queruscos se estaban armando. Decidió seguirlos y viramos al este, rumbo al Teutoburgo…

—¿Así como así? ¿Os internasteis en territorio hostil a esas alturas del año para verificar si había disturbios?

Agrón frunció el ceño.

—Mira, Corvino. Ya te he dicho que no hablaré mal del general. Te cuento esto porque me lo pediste y ayuda a matar el tiempo, ¿vale? No te pases de listo.

—¡Vale, vale! —Alcé las manos—. Olvídate de que hablé. —¡Por Júpiter! ¡Y yo pensaba que Perila era quisquillosa!

—Entonces guárdate los comentarios, muchacho. —No respondí—. El tiempo empeoró; viento, lluvia y demás. La visibilidad era cero, la carretera era un lodazal con árboles caídos a cada tramo. Estábamos en pleno interior del bosque cuando nos atacaron. No era un ataque a gran escala, eso lo habríamos afrontado con facilidad. Grupos pequeños, incluso individuos, honderos y lanceros. Escogiendo a los rezagados. Diezmándonos poco a poco. Si intentabas cazarlos, se perdían en la arboleda, los seguías y no regresabas. El primer día fue pésimo, pero ya estábamos metidos en ello. Al final preparamos un campamento como corresponde, y el general ordenó que incendiáramos algunos carros para que no nos retrasaran. Al día siguiente las cosas empeoraron, y supimos que no saldríamos bien parados. —Hizo una pausa; movió los ojos—. El tercer día fue el último.

—¿Qué sucedió?

No miraba hacia mí, sino a través de mí, y me puso la carne de gallina. Al principio no respondió, y cuando habló no me dio una respuesta.

—¿Alguna vez estuviste allá, muchacho? ¿En los bosques germanos?

—No.

—No hay luz, los árboles te encierran. Fuera del sendero, están tan agolpados que parece una jaula de techo negro. No puedes respirar, no hay viento ni sonido. Ni siquiera oyes tus pisadas. Es como si todo estuviera muerto, y tú estuvieras muerto con lo demás. —Sus ojos se clavaron en los míos—. ¿Crees en los espíritus?

Negué con la cabeza, pero tuve el buen tino de no reírme. El hombre hablaba en serio. Totalmente en serio.

—Yo tampoco creía. Pero ese lugar estaba encantado por algún condenado demonio que nos acompañaba a cada paso. Nos comía el corazón y luego nos mataba uno por uno.

Tragué saliva. Aún me clavaba los ojos, y eran afilados como cuchillos.

—Al tercer día no quedábamos muchos. Ya no era un ejército, sin duda. Nos habían dividido, separándonos en fragmentos que no eran mayores que una compañía. Entonces Vela, el lugarteniente, decidió fugarse solo con la caballería, separarse y galopar hacia el Rin. Hacía días que el pobre diablo era un manojo de nervios, y había empeorado. El bosque afecta así a algunas personas. «Adelante», le dijo el general, «y diles que lo lamento». Pero Vela no llegó muy lejos. Había germanos por todas partes. Sin caballería, los demás no teníamos la menor posibilidad. Al final los germanos nos atacaron con todo, rompieron nuestra formación y los muchachos cayeron como cerdos en un matadero. Nos liquidaron. Eso es todo, Corvino. Fin.

Estaba temblando. El grandullón estaba temblando, y fijaba los ojos en algo que yo no veía. Mierda. Con razón el pobre diablo creía en demonios. Después de escucharlo, hasta yo empezaba a creer.

—¿Qué le pasó a Varo?

—Se mató. Él y la mayoría de la plana mayor. Así evitaron que los pillaran con vida. Los germanos les cortaron la cabeza y las usaron para jugar a la pelota. Luego incineraron el resto. O casi lo incineraron.

—¿Viste eso?

—Sí. Como te dije, me escondí. Encontré un agujero donde se había caído un árbol, me metí dentro y me cubrí con malezas. No podía hacer otra cosa. El ejército estaba liquidado y los germanos reunían a los prisioneros. Clavaban a los pobres diablos a los árboles para que sus dioses los mirasen. Cuando cesaron los alaridos y los germanos se fueron, me escabullí y me dirigí al sur, hacia el Rin. Tardé un mes en regresar. —Aspiró profundamente—. ¿Ves por qué no me gustan las peleas desiguales, Corvino? ¿Y por qué no quiero que los niños mimados como tú revuelvan las cosas por puro gusto?

—Pero si todo fue culpa de Varo…

Extendió el brazo y cogió el cuello de mi túnica, empujándome contra el respaldo de la silla y apretándome la laringe hasta cortarme la respiración.

—¿Crees que es una novedad para mí? —murmuró—. ¿Crees que era una novedad para Varo? ¡Tres águilas perdidas, Corvino! ¿Sabes lo que significa perder un águila para un general? ¿Para cualquier soldado? Deja en paz al general, muchacho. Él pagó con creces, y ya no tiene ninguna deuda. Y mucho menos con cabrones como tú.

—¡Agrón! —La voz de Asprenas vibró a través de la habitación. Los dedos que me apretaban el gaznate se aflojaron sin prisa y caí hacia delante con un jadeo. Agrón se levantó y se enjugó la mano en la túnica. No me miró.

Carigordo, con Quintilia del brazo, parecía bastante alicaído. Júpiter sabrá de qué habían hablado, pero obviamente él había perdido la discusión y sospecho que le habría gustado que el grandote me arrancara la cabeza. Quintilia, por su parte, estaba igual que antes. Sólo un terremoto podía hacerle perder la compostura. Quizá ni siquiera eso.

—Lamento haberte hecho esperar —dijo—, pero mi sobrino y yo debíamos hablar de ciertas cosas y tomar ciertas decisiones. Me alegra decirte que hemos decidido decirte la verdad. Toda la verdad. —Me pregunté si esas palabras iban dirigidas a Carigordo. Parecía que el hombre hubiera tragado una botella de vinagre—. Lucio, ayúdame a sentarme, por favor.

Se sentó despacio pero con gran dignidad, como una reina disponiéndose a conceder audiencia. Agrón y Asprenas se plantaron a ambos lados, como esos tipos que custodian a los magistrados con las varas y el hacha.

—Tienes toda la razón, joven —dijo Quintilia—. Mi hermano era un traidor.