Me fui de la granja a primera hora de la mañana, y aún me zumbaba la cabeza. Me alegró haber llevado el carro dormitorio, porque me permitió reflexionar cómodamente.
El viejo no me había dicho nada que yo no supiera, en lo referente a los hechos. Pero me había esclarecido en cuanto a las concatenaciones: como mirar un bordado complejo desde el reverso. Siempre había sabido que la vieja emperatriz era una zorra desalmada, pero ni siquiera había sospechado cuán desalmada, ni cuán zorra.
Para poner en el trono las posaderas furunculosas de su hijo de ojos azules, Livia había acechado a los Julios uno por uno y los había tumbado. Era grato enterarse, pero ya no tenía la menor relevancia, tal como decía mi padre. A fin de cuentas, Verruga era emperador, todo era dulzura y luz y sólo un tonto zarandea el sistema. Pero había un detalle que no era irrelevante. No había perdido el olor con los años, y no era de conocimiento público, y se relacionaba con la conspiración de Paulo. Si yo podía averiguar cuál era ese detalle, tendríamos la solución del enigma.
Aún estaba pensando cuando el cochero soltó un grito y el carruaje se detuvo. Abrí la puerta y me asomé.
Un vistazo fue suficiente. Estábamos en un brete. Un auténtico brete. Aún nos faltaba media milla para llegar a la vía Apia y el camino atravesaba un terreno pantanoso por un tramo de tablones. A cincuenta yardas lo habían bloqueado con una valla de estacas afiladas. No teníamos margen para virar, retroceder era imposible y a juzgar por el aspecto del terreno de ambos lados ni siquiera los caballos de los Amigos Entrañables habrían podido avanzar más de un corto trecho. Detrás de la valla se erguían una docena de cabrones de aspecto sanguinario que vestían armadura de cuero y empuñaban espadas cortas.
Volví al interior del carruaje. Al menos esta vez había ido preparado. Hay penas severas por armar a los esclavos, desde la época de Espartaco. Si hubiéramos estado en Roma, no habría corrido el riesgo, pero en las afueras era otra historia. En el compartimiento de bagajes, bajo el asiento, había seis espadones de caballería, que son armas temibles para cualquier rasero.
—¡Muchachos! —les grité a mis galos—. ¡Mirad lo que trajo papi!
Los ojos se les iluminaron como candelabros de cincuenta lámparas y aun antes de tocar las armas ya se atusaban los bigotes y apretaban los dientes. Era de esperarse. Si le entregas una espada a un galo, es como haber destapado el Tártaro. Aún nos superaban dos a uno en número (el cochero y mi esclavo personal no contaban) pero había motivos para ser optimista. O eso pensé cuando desenvainé mi propia espada y salté del carruaje para participar en la acción.
Un error. Lo supe en cuanto el primer contrincante se me abalanzó. La eficaz estocada parecía sacada del manual del ejército, y casi me ensartó. Moví la puerta del carruaje, pegándole en el hombro izquierdo y haciéndolo girar, luego alcé mi espada y la hundí bajo la axila, donde la coraza no le daba protección. Uno menos. Miré ansiosamente a los Amigos Entrañables. No hacía falta preocuparse. Trajinaban alegremente al estilo galo: ningún punto por sutileza, varios millones por entusiasmo. Tres cabrones más cayeron como pollos trinchados antes de que pudieras decir Vercingetórix.
Los restantes cambiaron de táctica, trabajando en equipo, y de nuevo era evidente el adiestramiento militar. Por el rabillo del ojo vi que Flavo, mi esclavo personal, recibía un mandoble que le transformó la garganta en una pulpa sanguinolenta. Luego dos de ellos me acometieron al mismo tiempo y sentí el filo del acero en las costillas. Todavía no me llegó el dolor. Sin pensarlo, bajé la pesada empuñadura de la espada con fuerza, dándole a uno en la muñeca. El hueso crujió, y él chilló. Antes de que pudiera recobrarse, le hundí en la entrepierna la daga que empuñaba con la mano izquierda.
Retrocedí cuando algo que parecía una vara voló sobre mi hombro y se clavó en el maderamen del vehículo. El segundo atacante, dispuesto a ensartarme con la espada, también lo vio. Miró detrás de mí con ojos desorbitados, viró y echó a correr. Una segunda jabalina lo atravesó como una liebre.
Me arriesgué a echar un vistazo.
Yo tampoco podía creerlo.
—¡Oye, Tito, buen tiro!
—¡En el blanco!
—¡Ti-to! ¡Ti-to! ¡Ti…!
—¡Miradme! ¡Eh, muchachos, miradme!
Embistieron contra la barricada como una manada de lobeznos inquietos, impecables en su bonita armadura nueva. Ninguno tenía más de diecinueve años ni menos de quince, salvo el menudo y canoso decurión que iba en retaguardia, que estaba rojo como una remolacha de tanto ladrar órdenes que nadie escuchaba.
—¡No os separéis, cabrones! ¡Tú, Marco Sedilio, sube esa maldita punta! ¡Quinto, con el maldito canto no, imbécil! Te lo he dicho mil veces…
Sé que no era el momento ni el lugar, pero no pude contenerme. Quizá fuese histeria. Me senté de espaldas contra las ruedas del carruaje y me reí hasta las lágrimas mientras esos chicos despedazaban a nuestros atacantes. No les dio mayor trabajo. Los pocos que quedaban en pie después de la andanada de jabalinas quizá no supieran qué día era ni para dónde quedaba el cielo, y mucho menos qué les había pegado. Sólo vi a los chicos en problemas una vez, cuando un grandote de hombros osunos arrinconó a uno contra la barricada. El decurión se interpuso antes de que pudieras decir «cuchillo», y despachó al cabrón con el quite, la finta y la estocada más elegantes que había visto fuera de una demostración.
Al finalizar, limpió la espada en unos matojos, la guardó en una gastada vaina y se me acercó.
—¿Te encuentras bien, señor? —preguntó.
—Sí, eso creo. —Miré en torno para ver cómo andaba mi equipo. Aparte de Flavo, todos habíamos sobrevivido. Uno de los galos tenía un tajo en el hombro, otro sangraba por una herida de la cabeza y un tercero cojeaba, pero todos estaban en pie y no vi trozos desparramados por el lugar. Ningún trozo galo, al menos. Lisias el cochero se había quedado en el pescante, sin intervenir en la refriega. Me recordé que debía privar a ese inepto de sus privilegios cuando llegáramos a casa—. Gracias, amigo.
El decurión escupió púdicamente.
—De nada, señor. Por suerte, los muchachos y yo pasábamos por aquí.
—¿Son reclutas?
Su cara de bota se partió en una sonrisa, mostrando dientes que parecían lápidas.
—En efecto, señor. Los entrené yo mismo. Nos dirigíamos a Puteoli. El joven Tito oyó la bulla desde el camino.
Por el rabillo del ojo vi que algo se movía y me giré blandiendo la espada. Uno de los cuerpos de la linde del grupo se había levantado y corría por el camino, apretándose el flanco de su coraza ensangrentada.
—¡Marco! —gruñó el decurión.
—¡No, esperad! —grité, pero demasiado tarde. La jabalina ya se había clavado en la nuca del fugitivo y lo tumbó como un conejo ensartado.
—¡Hurra!
—¡Estupendo, Marco!
El alumno estrella, obviamente. El decurión no se había movido.
—Excúsame, señor —dijo cortésmente, y se volvió hacia los jóvenes que lo festejaban—: ¿Cuántas veces debo decirlo, malditos maricas? Antes de descansar, revisad los malditos cadáveres. ¿Quién lo había abatido?
—Lo lamento, decurión.
—Sin lamentos, joven Quinto. Con lamentarlo no remedias nada. Constará en el informe, muchacho. —Se volvió hacia mí—. Perdona, señor. ¿Puedes decirme qué pasó?
Me encogí de hombros.
—Nos atacaron. Es todo lo que puedo decirte. —No revelaría mucho, si podía. Aunque ese hombre me hubiera salvado el pellejo.
El decurión echó una mirada experta a la barricada.
—Por lo visto te esperaban, señor. Una pandilla numerosa, y bien armada. No ocurre con frecuencia tan cerca de una carretera importante. ¿Estás seguro de que no te buscaban a ti?
—¿Por qué me buscarían a mí?
—Tú lo sabrás mejor que yo, señor. —Una respuesta cauta, en tono cauto. El hombre no tenía un pelo de tonto. Y no insistió sobre el asunto. Yo había visto desde el principio que había reparado en la calidad del carruaje y en la ancha franja purpúrea de mi túnica. Y no demostraba el menor interés en las espadas de mis muchachos. Lo cual significaba que se había fijado en ellas.
—No se me ocurre ningún motivo, decurión.
Se frotó la nariz con un dedo que parecía arrancado de un tocón de olivo. No me creía, obviamente. Pero una cosa es la incredulidad, y otra llamar mentiroso a un aristócrata a la cara.
—Entonces es un misterio —dijo—. Quizá deberíamos haber pillado a ese último tipo y patearle los genitales hasta que hablara.
Estupendo, pensé. Dime algo que ya no sepa.
—Quizá no sea demasiado tarde. —Giró sobre los talones—. ¡Oíd, cabrones! ¿Queda alguno con vida?
—Sólo fiambres, decurión —respondió jovialmente el chico que había arrojado la jabalina.
—¿Estás seguro esta vez, Marco?
—Sí, decurión.
—¡Mierda! —Se volvió hacia mí—. No importa, señor. No tiene remedio. ¿Puedes darme tu nombre? Lo necesito para el informe.
Sabía que no me convenía mentir. Era fácil corroborar los nombres.
—Corvino —dije—. Valerio Mesala Corvino.
Ensanchó los ojos.
—¿Algún parentesco con el cónsul? ¿Valerio Mesala Mesalino?
—Sí, es mi padre.
La cara del decurión se iluminó. Se cuadró en un impecable saludo militar.
—Sexto Pomponio. Fui soldado en la tercera centuria, Vigésima Valeria. Serví al mando de tu padre en Ilírico.
Vaya, sensacional. Justo lo que necesitaba, una reunión de veteranos. Pero el hombre me había hecho un gran favor. Lo menos que le debía era la cortesía de un poco de cháchara.
—¿Estuviste en la rebelión?
—Así es. Casi perdimos la puta provincia. Con perdón de la expresión, señor.
—¿Qué tal era mi padre? ¿Cómo general?
De veras quería saberlo. Si creías lo que mi padre decía sobre su desempeño en la revuelta iliria con Verruga, era César y Alejandro en uno. Me interesaba saber qué pensaban los soldados comunes. Pomponio endureció el rostro como cemento.
—Era aceptable, señor —dijo cautamente.
—¿Pero nada especial?
—No es aplicable, señor. El gobernador no era soldado. Con todo respeto. No era culpa suya si era un chupat… un administrador, señor.
Sonreí. ¡Maravilloso! Había calado bien a mi padre.
—Entiendo, Pomponio. Lo de chupatintas describe perfectamente a mi padre.
No respondió con una sonrisa. El decurión me miró como una matrona anticuada cuyo loro la mandase a la mierda.
—Como decía, señor. El gobernador era aceptable. Para tratarse de… un administrador.
—¿Y Tiberio?
Pomponio se relajó visiblemente.
—Tiberio —dijo simplemente— era el mejor general con quien serví, señor. Sin excepciones.
Un gran elogio, viniendo de ese hombrecillo. Era probable que Pomponio estuviera masticando un yelmo cuando le salió el primer cliente.
—Oí decir que no gozaba de mucha popularidad entre la tropa —observé.
—Era severo, señor. Quizá demasiado severo. Pero con el general uno sabía a qué atenerse. Aunque refunfuñáramos en los años previos al estallido de las fronteras, nunca se dijo nada personal contra Tiberio. Ahora será primer ciudadano, pero el general lleva las águilas en la sangre. Es un militar hecho y derecho, un auténtico profesional. No se pillan peces cogiéndolos por la cola, hay que andarse con cuidado. Mira al viejo Varo…
—¡Oye, decurión! ¡Mira esto! —Era el listillo de Marco, el rey de la jabalina. Estaba agazapado frente al tipo que yo había matado junto al carruaje.
Nos acercamos. El muerto estaba boca arriba, el brazo derecha extendido al lado, con la mano arqueada.
—Mirad la muñeca. —El chico señaló. En el lado interior del antebrazo había un carnero azul.
—Mierda —murmuró Pomponio.
Yo sólo había visto esas cosas en los galos. Son muy aficionados a eso, aun en las zonas más civilizadas. Punzan la piel con agujas que forman un dibujo, y luego se frotan tintura en las heridas. No sale aunque lo raspes. Mis cuatro muchachos estaban cubiertos de esos garabatos.
—¿Significa algo para ti, decurión? —Traté de mantener la voz calma.
—Claro. Es una insignia de legionario. La Quinta de Alaudae.
Cuadraba a la perfección. Era de esperar que las tropas de las Alondras, que era una legión de la Galia, fueran aficionadas a los tatuajes. Así que el sujeto era del ejército, tal como parecía.
—¿Sabes dónde está acuartelada la Quinta?
Era como preguntarle a un panadero si había oído hablar de la harina. El decurión me marchitó con la mirada.
—Claro que sí, señor. En Vetera.
Vetera, Germania.
El tipo había estado en una legión del Rin.
Me balanceé sobre los talones y reflexioné.