XXI

Dejamos la litera en la linde oeste del Palatino, cruzamos la vía Toscana y nos sumergimos en el laberinto de mercados e inquilinatos del este del Velabro. Para mi alivio, nadie prestaba la menor atención a Perila. Al menos, no más que a mí. Los Amigos Entrañables se mantenían cerca y no intentaban pasar inadvertidos, lo cual era buena idea: más de un personaje sospechoso clavó los ojos en mi túnica patricia y se salvó a duras penas de que un hombro de granito lo triturase contra una pared.

Al menos los muchachos se divertían. Tendría que sacarlos a pasear con más frecuencia, pensé.

Yo no conocía demasiado el Velabro, no tanto como la Suburra, aparte de la zona de la plaza de Hacienda. Como dije, es la zona de comercio mayorista, y como es el principal vínculo de la ciudad con Ostia, la mayor parte del tráfico entre el foro y el río pasa por allí. La ley prohíbe a los senadores practicar el comercio, así que no se ven muchas togas por esos lares. Claro que la prohibición no es difícil de sortear. Sólo hace falta organizar empresas fantasma a través de un par de libertos y embolsar las ganancias. Sin embargo, un senador no se ensucia las manos con el comercio, pues es otra de esas cosas que no se consideran decorosas. Los aristócratas nos ganamos el dinero respetablemente de otras maneras. Por ejemplo, alquilamos habitaciones a precios exorbitantes en inquilinatos precarios. Siempre hay clientes que buscan cuatro paredes y un suelo donde dormir. Y cuando los inquilinatos se desmoronan o se incendian con gente dentro, siempre se pueden edificar algunos más y reemplazar a los inquilinos muertos por otros nuevos.

Los bienes raíces son un mercado de oferta que nunca pierde su rentabilidad. ¿Para qué ensuciarse las manos cuando no es necesario?

Gracias a los muchachos llegamos a las zonas edificadas del este y el centro del Velabro sin grandes tropiezos y nos desplazamos hacia la zona de los muelles, al lado del río; calles de graneros y almacenes donde los mayoristas depositan las remesas de grano, aceite de oliva y salsa de pescado que llegan en barcazas desde Ostia. Cualquier otro día el gentío habría zumbado en ese distrito como moscas en un trozo de carne agusanada, pero siendo el Festival de Primavera todo estaba cerrado y las calles estaban desiertas. Aun así, despedían un aroma agradable y rancio que era una mezcla de vino con queso y aceite, con el tenue olor almizclado del grano seco.

—¿Cuánto falta? —preguntó Perila.

—Ya estamos cerca. —Había averiguado dónde quedaba el almacén de Paquio gracias a Batilo (¿quién si no?)—. Está a poca distancia del puente Sublicio.

—Ah, bien. Siempre que hablemos realmente del Sublicio, y no de otro que no conozco cinco millas río arriba.

La irritación era comprensible, e hice las concesiones del caso. Habíamos recorrido un largo trecho esa mañana.

—Te estás cansando, ¿verdad?

—Un poco.

Señalé.

—Allá está el río.

—Nunca lo habría adivinado, Marco. ¿Siempre huele a rosas?

¡Por Júpiter, qué quisquillosa estaba! Aun así, concedo que los aromas que nos llegaban eran bastante maduros. El lodo del Tíber debe de ser una de las sustancias más tóxicas conocidas por el hombre.

—Bien, agradece que estamos corriente arriba respecto de la Cloaca. Allí el agua es tan espesa que puedes caminar hasta la otra margen sin puente. Siempre que no mires hacia abajo para ver lo que estás pisando.

Ella tembló.

—Basta, Corvino.

—¿Crees que exagero?

—No me importa. No quiero saberlo, es todo.

Seguimos caminando hasta llegar a un cruce, y viramos a la derecha por una calle de almacenes que bordeaban la orilla.

—Allá está —dije. No veía ningún nombre pintado, pero Batilo me había indicado qué buscar: un edificio levemente separado del resto con una carreta destartalada pudriéndose contra la pared del lateral—. ¿Ves a alguien?

—No.

—Yo tampoco. —El lugar parecía tan desierto como los edificios vecinos—. Espera aquí con los muchachos y echaré un vistazo.

—Ni hablar. Iremos juntos.

—Reglas básicas, recuerda.

—Pero Corvino…

—No te preocupes. Si Davo está allí, vendré a buscarte.

—Entonces cuídate.

—Sí, claro. —Sonreí.

—¡Marco, hablo en serio!

—Lo sé. Tendré cuidado.

Saqué la daga de la vaina de mi muñeca izquierda. Había adquirido una nueva después de mi encontronazo con los sicarios, y caminé hacia las puertas. Aún tenía rígido el hombro izquierdo, pero el masaje de Escílax había obrado milagros y pensé que podría apañármelas bastante bien si algo salía mal. Pero ¿qué podía salir mal?

Me paré en la entrada del almacén. La puerta doble no estaba atrancada, lo cual era extraño: como dije, todos los lugares por donde habíamos pasado estaban cerrados por la fiesta. Pero yo no sabía por qué Davo había escogido ese sitio. Quizá trabajara allí. Quizá iba y venía cuando le venía en gana y nos había dejado la puerta abierta. De todos modos, empuñé la daga con cuidado y entré cautelosamente.

—¿Davo? —grité.

Ninguna respuesta. Estaba oscuro después de la luz del día. Me quedé quieto y esperé a que mis ojos se adaptaran. Luego miré en torno.

Paquio se dedicaba a almacenar grano, como sus vecinos. En cada pared del cobertizo había una hilera de cajas para cereal. Las tapas estaban abiertas y vi que la mayoría estaban llenas de grano seco. En el fondo había un molino enorme con sacos de harina (supuse) apilados contra la pared, listos para ser distribuidos cuando el almacén abriera al día siguiente.

Volví a llamar a Davo, y tampoco recibí respuesta. Quizá se ocultaba hasta cerciorarse de que era seguro salir. Pero en ese sitio no había lugar donde ocultarse.

—Oye, está todo bien. Soy un amigo. Valerio Corvino. Me manda Harpala.

Algo correteó a mi izquierda y me volví, daga en ristre, pero sólo era una rata. Caminé por el centro del almacén hacia el molino.

Habían levantado la tapa de la última caja y había una pila de grano sobre el suelo de piedra. Descansando al lado de la pila, la suela hacia mí, había una sandalia. O quizá no sólo una sandalia. Me acerqué para mirar, con el vello de la nuca erizado, porque ya sabía lo que encontraría.

Tenía razón, pero aun así moví el grano para asegurarme.

El modo en que había muerto fue evidente en cuanto le di la vuelta y vi el tajo bajo la barbilla cubierta de barba gris. Le habían cortado la garganta de oreja a oreja con un cuchillo muy afilado. Me fijé en el grano que tenía debajo. Estaba seco, y no había rastros de sangre. Mientras yo revisaba, sus ojos me miraban, impávidos y acusadores.

Podía olvidarme de conseguir el nombre del cuarto conspirador. Si el esclavo de Julia había sabido quién era, ya no me lo informaría. Ese camino estaba muerto. Literalmente.

—Mierda —susurré.

Oí pasos a mis espaldas, y me giré.

—Corvino, si esperas que me quede fuera mientras tú… —empezó Perila.

Luego vio los restos de Davo, y fue demasiado tarde para dar explicaciones.