XIX

No cenamos. En cambio hicimos el amor. Ella gritó cuando la penetré, y quedé tan sorprendido que me eché hacia atrás; pero ella me estrechó y terminamos. Sólo cuando nuestros corazones se aplacaron y hablamos durante la pausa comprendí que había sido un grito de dolor y que Perila había sido virgen.

—Nunca dejé que me tocara —susurró, humedeciéndome el hombro con sus lágrimas—. Ni siquiera la primera noche. Y menos sabiendo lo que yo sabía, para qué me quería. —Le besé los ojos, sin decir nada, y mis labios probaron sal—. Como ves, Marco, al cabo no obtuvo nada, sólo odio.

—¿Por qué no se divorció de ti?

—Orgullo, tal vez. Quizá esperanza. Codicia, sin duda. Si mi madre moría o era declarada demente, yo heredaría la propiedad, y él era mi esposo. Tenía ciertos derechos.

Algo me cosquilleó en el fondo de la mente. Traté de aprehenderlo pero se me escabulló.

—¿No puedes divorciarte?

—Podría. Ahora. —Sentí su sonrisa contra la piel, el contacto de sus labios—. ¿Quieres que lo haga?

Tragué saliva.

—Sí.

—De acuerdo. Entonces lo haré. Antes no había motivos, y él es amigo del emperador.

—No del emperador. Es amigo de Germánico, no de Tiberio.

—Germánico es hijo del emperador.

—Adoptivo, no natural. Hay una diferencia. —El cosquilleo mental había vuelto. Había algo… Yo estaba cerca, muy cerca. Como si mirase un tramo arruinado de suelo de mosaicos y tuviera todas las piezas faltantes en las manos. Sólo se trataba de ver dónde encajaba cada una.

—¿Marco?

—¿Si?

—¿En qué estás pensando?

—Nada. Nada importante.

Se movió debajo de mí. Todavía estábamos entrelazados. Sentí que me endurecía mientras ella volvía a guiarme hacia la húmeda calidez de su entrepierna. Esta vez lo hicimos más despacio, como si cada uno adaptara su ritmo al del otro. Sus dientecillos afilados me mordieron el hombro una vez, y luego movió la cabeza de un lado a otro mientras lanzaba pequeños maullidos como un gatito ciego. Esta vez ella se corrió primero, en un espasmo súbito y convulsivo, tensando el cuerpo, estrujándome la espalda con los brazos y las caderas con los muslos.

Cuando me corrí yo, nos quedamos quietos. Luego rodé a un lado y acomodé su cabeza en el hueco de mi hombro. Su cabello olía a miel cuando sepulté la cara en él.

—Aprendes rápidamente, para ser una principiante —dije.

—Mejoraré con la práctica.

La besé.

—Bien.

Ella sonrió y se acurrucó. Me quedé quieto largo rato, mirando los paneles taraceados que había encima de la cama.

—¿Harías algo por mí, Marco? —dijo al fin.

—Sí.

—¿Sin peros ni condiciones?

—Sin peros ni condiciones. Aunque si quieres una repetición, tendrás que aguardar.

Esta vez no sonrió.

—De acuerdo, ¿de qué se trata? ¿Una primera edición de Homero? ¿El mejor collar de Cleopatra? ¿Un forúnculo de Verruga incrustado en cristal de roca? Pídelo y lo tendrás.

—Haz las paces con tu padre.

Eso sí que no me lo esperaba. Me apoyé en un codo y la miré fijamente. Ella estaba muy seria.

—No digo que tenga que agradarte —dijo—. Y menos que seas como él. No podrías aunque quisieras. Pero acepta que también él es una persona, con tanto derecho a sus opiniones como tú. Sois personas distintas, pero eso no significa que debáis ser enemigos.

Recordé la conversación que había entablado con mi padre días antes. Personas distintas…

—No es tan fácil, Perila.

—¿Por qué no? ¿Qué es lo difícil?

—Es… lo que él le hizo a mi madre.

Ella esperó, sin preguntas ni comentarios. Me costaba respirar. Nunca le había dicho esto a nadie y las palabras no me salían con facilidad.

—Sucedió hace tres años. Mi madre estaba encinta; un embarazo tardío. Nadie lo esperaba, y nadie pensaba que llegaría a dar a luz. Hacía tiempo que mis padres hablaban de separarse, antes de que mi madre se enterase; pero el embarazo no cambió las cosas. Papá quería un divorcio, y lo consiguió.

—¿Por qué?

—Era un matrimonio político, desde luego. No como el tuyo, no por dinero. Nuestra clase no se casa por dinero, no se considera decoroso. —La palabra sabía agria en mi lengua—. Ahora bien, los contactos familiares son otra cosa. Eso es respetable. Entonces mi madre tenía catorce años y su padre era sobrino de Agripa. El matrimonio permitió que mi padre estrechara relaciones con las nuevas familias dominantes, o eso creía él, ya que Agripa era la mano derecha de Augusto. Pero luego todo salió mal. Un año después de la boda Agripa murió, Augusto obligó a Tiberio a divorciarse de la hija del viejo y papá comprendió que su matrimonio era un callejón sin salida. Luego, tras veintisiete años (¡veintisiete años, Perila!), cuando Tiberio llegó al trono, dio por liquidado el asunto, se divorció y tomó una nueva esposa. Una con mayor peso político. Fin del matrimonio, fin de la historia.

Perila se había incorporado. Su cabello se derramaba sobre sus pechos como oro líquido.

—¿Qué pasó con el niño? —preguntó.

—Nació muerto un mes después. El único hermano que tuve. Y el único que tendré, sospecho.

—¿Y tu madre?

—Sobrevivió, pero estuvo a punto de morir en el parto. Volvió a casarse el año pasado. Un senador llamado Prisco. Es buena persona. Su primera esposa murió de apoplejía.

—¿Ella es feliz?

—Sí, creo que sí. No la veo con frecuencia, pero creo que es feliz.

—Entonces al cabo fue para mejor, ¿verdad? A pesar del embrollo.

No respondí, y ella me besó suavemente y me apoyó la cabeza en el pecho.

—¿Hay tanta diferencia entre tus padres y nosotros, Marco? —murmuró—. Recuerda que yo también tengo esposo. Tampoco nos llevamos bien. ¿Por qué el divorcio está mal para tu madre pero bien para mí? ¿O crees que el adulterio es más «decoroso»?

—Eras virgen. En rigor, no tienes esposo. Y mucho menos hijos.

Ella irguió la cabeza.

—¡No juegues con las palabras, Corvino! ¡Sabes a qué me refiero!

—No juego con las palabras. Rufo no sólo te desagrada, sino que lo odias, y siempre lo has odiado. Tú misma lo dijiste.

—¿Entonces tu papel es más respetable?

La pregunta me dolió como una picadura de abeja. Nos encaminábamos hacia nuestra primera riña. Yo lo sabía, pero no podía hacer nada al respecto porque a pesar de mi furia veía que ella tenía razón. Sentí la tentación de irme de la cama, vestirme y abandonar su vida para siempre. Sólo por un momento. Sabía que nunca haría semejante cosa, al margen de lo que ella dijera, al margen de mi furia. No soy tan ególatra, y tampoco tan cabrón. Además, Perila formaba parte de mí. No podía abandonarla, así como no podía cortarme el brazo.

Aspiré profundamente y retuve el aliento.

—Lo lamento. Vale, quizá no haya tanta diferencia.

—¿Entonces tratarás de entender a tu padre? ¿De reconciliarte con él? ¡Por favor, Marco!

Guardé silencio largo rato. Pensé en mi padre, en su pomposo modo de hablar, su hipocresía política y la frialdad con que se había deshecho de mi madre. Luego evoqué años anteriores, cuando estábamos mucho más cerca. Pequeñeces. Cómo me había enseñado a nadar cuando yo tenía seis años. El verano en nuestra villa de las colinas Albanas. Su intento de allanar mi carrera, aunque apenas nos hablábamos. Sí, en parte lo había hecho por el nombre de la familia, pero lo cierto era que se había esmerado, según su criterio. Como decía Perila, si mi madre estaba feliz con la situación, ¿qué importancia tenía? ¿Y acaso yo no era tan hipócrita como mi padre? No políticamente, sino en lo concerniente a Perila.

Quizá no fuéramos tan distintos. No, al menos, en las cosas importantes.

—Vale —dije—. Vale. Lo intentaré. No será fácil pero lo intentaré.

Ella me besó la mejilla y se acurrucó contra mí; y cuando volvimos a hacer el amor, me sentía extrañamente sereno.