XVII

Mi padre me esperaba en el atrio cuando regresé a la mañana siguiente. Era una locura. No nos habíamos hablado en meses y ahora no podía quitármelo de encima. Era como uno de esos resfriados de invierno que no te puedes curar. Pensé en preguntarle si Tiberio había regresado a Roma en alguna ocasión mientras él era gobernador de Ilírico, pero preferí no hacerlo. Habría calado adónde iba la pregunta y se habría negado a contestar, o habría mentido. Además, la sola idea de hacer tamaña insinuación sobre Verruga, y que Verruga lo supiera, me hacía sudar en frío.

—Hola, papá. ¿Qué te trae por aquí esta vez? ¿Se te acabó la crema de depilar?

Pensé que eso le haría perder los estribos, pero no fue así. Obviamente había decidido conservar la compostura conmigo.

—Ayer estuve hablando con Cornelio Dolabela, Marco —me dijo.

—¿Ah sí? —Me puse en guardia. Dolabela era pariente de Léntulo, y Léntulo, como recordaréis, era el que me había dicho lo de Julia. No había pensado que ese viejo demonio soltaría la lengua, pero evidentemente así era, y con la persona más improbable que podía imaginar. Dolabela era uno de los amigotes más íntimos de mi padre. Yo lo había visto un par de veces en reuniones sociales, aunque con una sola me habría bastado. ¿Habéis visto las palomas que se pasean por el templo de Cástor picoteando migajas y defecando en los bonitos y flamantes escalones de mármol de Verruga? Bien, añadid una túnica y bizquera y tendréis a Dolabela.

—Tenía noticias que podrían interesarte —dijo mi padre—. Su hermano Décimo necesita un reemplazo para su funcionario de finanzas en Chipre.

Conque Léntulo no me había delatado, a pesar de todo. Volví a respirar.

—Caracoles, papá. Y pensar que aún no había pasado el año. Perdió el que le habían dado, ¿verdad? Vaya torpeza.

Mi padre no sonrió. Yo no esperaba que sonriera.

—No fue culpa de Décimo, Marco. El joven Rufino se ahogó en un accidente marítimo frente a Pafos.

—Mierda, lo lamento. —Había conocido bastante bien a Rufino. No era exactamente un amigo, pero tenía mejores cualidades que algunos de los personajes que habitaban el mundo de papá—. Lo siento de veras.

—También Décimo. —Nunca sé si lo de mi padre es sarcasmo, humor seco o mera sangre fría—. Lo cierto es que tu nombre se mencionó para reemplazarlo.

Lo miré boquiabierto.

—No hablas en serio.

Se sentó y se envolvió en los pliegues del manto como si esperase que un artista servil entrara empujando un carrito con un trozo de mármol del tamaño de un busto.

—¿Por qué no, hijo? Es hora de que te intereses en tu futuro.

Quizá fuera telepatía. Ojalá no hubiera mencionado el tema cuando hablaba con Perila. Ahora parecía que toda Roma se empeñaba en que Corvino sentara cabeza. Cuanto antes elimináramos ese malentendido, mejor.

—Aún no he prestado servicio en una legión, papá. —Los jóvenes de buena familia suelen pasar un año en el ejército como oficiales de la plana mayor. Hasta ahora me las había ingeniado para evadirlo. La idea de estar varado en los quintos infiernos durante doce meses con una pandilla de joviales camaradas cuya idea de la diversión era cazar jabalíes por la mañana no me enloquecía de entusiasmo. Al cabo de un mes, me haría masacrar por los lugareños de puro aburrimiento.

—Sospecho que se podría hacer una excepción —dijo mi padre—. Podrías postergar tu servicio militar por un año. Existen muchos precedentes.

Esto era serio. Me senté.

—Dices que se mencionó mi nombre. ¿Quién lo mencionó?

Su rostro adoptó una expresión blanda y cauta.

—Ya conoces el sistema, Marco. Estas decisiones dependen de comités, no de individuos.

—¡A otro perro con ese hueso! —Ahora que me había repuesto de la sorpresa, comenzaba a pensar en las implicaciones, y apestaban como un barril de ostras viejas—. Sí, conozco el sistema. Claro que sí. Tú organizaste esto, ¿verdad? Con tu compinche Dolabela.

—¡Claro que no!

La negación no era convincente.

—De acuerdo. Dime quién fue.

La boca de mi padre se cerró como una trampa. No supe qué era peor: que estuviera mintiendo o que estuviera diciendo la verdad.

Me levanté y caminé hacia la columnata del jardín. Procuré no perder los estribos. A fin de cuentas, si mi padre había arreglado ese nombramiento, lo había hecho por lo que él consideraba bondad, y quizá hubiera usado un valioso favor para conseguirlo. De lo contrario, existía la posibilidad de que aún me revelara quién había sido. Y me interesaba conocer ese nombre.

—Un puesto de finanzas en Chipre me mantendría fuera de circulación por un conveniente periodo de dos años, ¿verdad, papá?, murmuré.

—No sé si conveniente, Marco, pero dos años representa el periodo de gestión normal, sí.

—Y no podría surgir en un momento más oportuno. —Yo le daba la espalda—. Si alguien comete la impertinencia de andar haciendo preguntas embarazosas…

—¡Por todos los cielos! —La irritación de su voz era inequívocamente genuina—. Ese disparate no tiene nada que ver con nada. Te están ofreciendo el más espléndido inicio de una carrera política que un joven puede pedir, y sólo piensas en…

—¡Exacto! —Me giré hacia él—. Sólo pienso que me despachan a alguna parte donde no pueda causar daño con la esperanza de que el «disparate», como tú le llamas, muera de muerte natural. O quizá muera yo, como el pobre diablo de Rufino.

—Marco, no seas melodramático.

Pero no me dejaría detener tan fácilmente.

—Mira, papá, no dará resultado. ¿Está claro? ¡Ni lo sueñes! Me quedaré en Roma, y es definitivo.

—Entonces eres un tonto. —Contundente como una bofetada. Mi padre se levantó y recogió los pliegues de su manto senatorial sobre el brazo izquierdo, como si entrara en el tribunal. Tendría que haber visto venir ese discurso. Había recibido otros similares toda mi vida—. No te pediré que lo decidas de inmediato, Marco. No sería justo, ya que te lo he revelado de improviso. Pero quiero que reflexiones sobre esto. No tiene nada que ver con esa estupidez tuya… Ya conoces mi opinión sobre ello y no la repetiré, pero es una estupidez, ni más ni menos. Lo cierto es que te ofrecen un puesto por el que cualquier joven de tu edad daría los dientes. Si lo rechazas sin motivo, los demás no se olvidarán. Y cuando te dignes asumir tus responsabilidades, descubrirás que no están dispuestos a molestarse por ti. —Quitó un pelo de la ancha orla purpúrea del manto—. Luego veré a Dolabela y le diré que aún no he podido hablar contigo. Mañana comienza el Festival de Primavera, así que todo estará cerrado varios días. Eso te dará tiempo de sobra para dedicar a este ofrecimiento algo más que un pensamiento fugaz. Quizá tengas la gentileza de comunicarme tu decisión definitiva cuando haya terminado la fiesta.

Por la tensión de los músculos de la boca y la sequedad con que había dicho las últimas frases, supe que estaba furioso. Sinceramente furioso. Mi padre era un político de políticos, y no podía entender ni perdonar que alguien rechazara una carrera política.

—Mira, papá —dije mientras lo seguía a la puerta—. Lo siento, sé que tienes buenas intenciones. Sé que habrás hecho un gran esfuerzo para mantenerme en buenos términos con las autoridades. —Estaba seguro de que esto era cierto. Cuanto menos, le preocupaba el buen nombre de la familia—. Pero no me gusta que me manipulen, y no me gusta…

Se detuvo y se giró para encararme. Si antes estaba irritado, ahora estaba colérico.

—¡No te gusta! —rugió—. Es lo que dices siempre, Marco. Si dejaras de pensar en ti mismo, para variar, en vez de ser tan quisquilloso con tus preferencias, serías una persona mejor y más agradable y un miembro más útil de la sociedad. Ahora tengo trabajo que hacer y esta mañana ya te he dedicado más tiempo del que merece tu egolatría. Dime lo que decidas sobre Chipre al final del festival. Siempre que puedas perder unos instantes de tu valioso tiempo para tomar una decisión tan insignificante, desde luego.

Y antes de que pudiera responderle, había salido como una tromba, arrancando la puerta de las manos del esclavo para cerrarla con estrépito.

Cuando él se fue, me puse a reflexionar. Papá tenía razón en cuanto a lo de Chipre, desde luego. Siempre tenía razón en lo concerniente a las cuestiones prácticas de política. Si yo rechazaba ese puesto, mi nombre quedaría señalado con una marca negra que tardaría mucho tiempo en lavarse. La provincia senatorial de Chipre y Creta no era de las más prestigiosas, y desde luego que no tenía el peso social de un gigante imperial como Egipto; no obstante, el puesto de oficial de finanzas allí superaba todo lo que yo podía esperar a mi edad, y desdeñar el ofrecimiento sería como patearle los dientes al Senado. No podías hacer eso y aspirar a una vida política. Si tenía alguna esperanza de una carrera futura en la política (¿y qué otra carrera había para alguien como yo?), tendría que aceptar. Si era un soborno —y sin duda lo era—, no podía quejarme de que me hubieran subestimado.

Después estaba lo que mi padre había dicho sobre mi egolatría. Eso también era cierto. Yo tenía la franqueza de admitirlo ante mí mismo. Y me había dolido mucho más de lo que podía herirme cualquier otro comentario de mi padre. Quizá no pudiera hacer mucho para cambiar mi forma de ser. En el fondo, todos los caballeros romanos de la aristocracia somos cabrones egoístas y ególatras. Siempre lo hemos sido, y siempre lo seremos. Es nuestra debilidad y nuestra fuerza, es lo que engrandeció y corrompió a Roma. Aunque juguemos a la democracia, es sólo un medio cuestionable con miras a un fin egoísta. Se nos inculca el egoísmo desde la cuna: la necesidad de moldear el mundo a nuestro gusto, de adaptarlo a nuestros requerimientos.

El problema es que el mundo ha cambiado y hemos tenido que cambiar con él, nos plazca o no. Hace cien años no había problema. Éramos el estado, y el servicio al estado nos resultaba natural porque nos servíamos a nosotros mismos. Ahora el estado, o lo que importa de él, nos ha sido arrebatado. Somos como caballos purasangre obligados a trabajar en la noria, dando vueltas en el mismo círculo incesante. Sí, ya sé. ¿Para qué sirve un purasangre, salvo para correr contra otros purasangres e impresionar a los patanes? El grano es una necesidad, y no se muele solo. Así que el estado moderno nos obliga a ser útiles. Sólo que espera que nos portemos como mulas o bueyes, y que no nos moleste el yugo. Eso me resulta difícil de tragar.

Claro que era ególatra. Era egoísta. Era terco. Era todo lo que mi padre pensaba que era. Pero estas cualidades estaban injertadas en mis huesos y también tenían su aspecto positivo. Determinación, ante todo. Nunca había dejado un asunto pendiente en mi vida, y no pensaba empezar ahora. Aunque saliera lastimado.

Ése era el problema. Esta vez no era sólo yo. También estaba Perila. Si yo rechazaba el puesto de Chipre, sería una declaración de guerra. Compromiso total. Y sabiendo a qué me enfrentaba, ¿tenía derecho a poner en peligro a Perila también?

Tenía que pensar en ello.

Y todavía estaba pensando, con muy pocos resultados, cuando Batilo me trajo un mensaje de Perila. Constaba de dos partes: en la primera me preguntaba si estaba libre para cenar la velada siguiente (vaya si lo estaba, habría cancelado una lección de dados del mismísimo Hermes por eso), y la segunda me decía que Harpala había concertado una reunión con Davo, el exesclavo de Julia. Me esperaría en el almacén de Paquio, en el Velabro, al mediodía del último día del festival.

Había leído el mensaje e iba a despedir a Batilo cuando me acordé de algo.

—Batilo, tú estuviste en Ilírico con mi padre, ¿verdad?

—Sí, amo. Yo era el criado del general. —Batilo está orgulloso de lo que él llama su experiencia militar—. Yo y Nicanor, que todavía está con él.

—¿Recuerdas si Tiberio regresó a Roma en alguna ocasión, durante esa etapa?

Ni siquiera se detuvo a pensar, lo cual, en Batilo, hace que cualquier declaración suya sea digna del oráculo de Delfos.

—No, amo. No hasta el invierno anterior a la última campaña, cuando dejó a Emilio Lépido a cargo.

En esa época Ovidio ya había partido para Tomi, o ya había llegado allá. Demasiado tarde, en cualquier caso.

—¿Estás seguro? ¿Estás cien por ciento soberanamente seguro, tanto como para jurarlo por la tumba de tu abuela? —Mejor no dejar margen para la duda.

—Sí, amo.

—Mierda.

—En efecto, amo —dijo Batilo sin inmutarse—. ¿Eso es todo, amo?

En fin, como decía, no me molestaba olvidarme de esa teoría. Pero había sido muy tentadora mientras duró.

—Sí. No… Tráeme una jarra de setino. Grande, del mejor que tengamos. Prefiero perecer feliz. Y después, quiero que le lleves un recado a mi padre.

Me había decidido. Ovidio era mi problema y no podía olvidarlo sin más. Perila lo entendería: ella también era una aristócrata hecha y derecha, a su dulce manera. Y yo sabía que si escogía Chipre nunca tendría las agallas para verla de nuevo.

Cuando Batilo me trajo el vino, dediqué la primera copa a Belona, la diosa guerrera. Tengo debilidad por esa zorra sanguinaria. Es romana hasta la médula, una marginal sin sacerdotes ni festivales propios, y no hay mejor deidad a quien acudir cuando declaras una guerra a muerte.

Seré un cabrón egoísta y ególatra, pero soy animoso. No me doy por vencido. Y no abandono a mis amigos.

Varo a sí mismo

Los exploradores que Vela despachó por orden mía regresaron esta mañana, junto con un desertor querusco capturado, más que dispuesto a presentarnos «pruebas» de las intenciones de Arminio. Sin embargo, la reunión de la plana mayor que siguió a su regreso distó de ser sencilla. Aunque desde nuestra conversación yo había previsto —temido— cierta resistencia por parte de Vela, su oposición rayaba en el motín, un detalle que me causa desazón.

Éramos cuatro alrededor de la mesa: Vela, Egio, Ceonio y yo, dos de los cuales (Ceonio y yo, por si lo habéis olvidado) conocían la verdad del asunto.

Yo esperaba que el número no hubiera subido a tres.

—Bien, caballeros —comencé—. Tenemos la confirmación. Los queruscos se están armando. ¿Cuál será nuestra reacción?

—No es una confirmación, general —murmuró Vela—. No podemos considerar confirmación la palabra de un solo desertor.

—Es suficiente para mí —gruñó Ceonio.

—Y para mí. —Ése, infaliblemente, era el aguerrido Egio.

—¿Qué quieres que haga, Vela? —Extendí las manos en un gesto de impotente resignación—. ¿No prestar atención a Arminio? ¿Pasar de largo desviando los ojos como una tímida virgen y dejar que reúna fuerzas durante un invierno entero?

—Una tontería —aprobó Ceonio. También Egio, quien sin duda ya estaba pensando en las intrépidas proezas que realizaría—. Aplástalo, general —añadió, en la medida en que se lo permitía el apretón de sus mandíbulas viriles—. Aplástalo ahora, y cuando lo hayas aplastado, aplástalo de nuevo. Es lo único que entienden estos bárbaros.

Vela miraba a uno y a otro. Había terquedad en su cara de gachas.

—Con todo respeto, general —me dijo (pero no había respeto en su voz)—, nos advirtieron de que esto podía ocurrir antes de salir del Weser. Segestes…

—Que se pudra Segestes —dijo Ceonio—. Lo que nos diga ese germano traicionero no vale un pedo húmedo.

¡Epa! La grosería era deliberada: Ceonio es astuto y sabe cómo encauzar una discusión hacia un terreno más seguro. Vela, que para ser soldado profesional es increíblemente remilgado, se sonrojó de inmediato.

—Segestes —tartamudeó— es un amigo de Roma. No tiene tiempo para las conspiraciones de su yerno. Si Segestes consideraba importante advertirnos de que Arminio planeaba una traición, entonces…

—Al cuerno con Segestes. —Ceonio miró de soslayo a Egio—. Estos germanos son todos iguales, Vela. Ya lo sabes. Tal vez nos dijo eso para que tomáramos esa decisión timorata que tanto parece agradarte.

El aguerrido Egio saltó como un pez cazando un insecto.

—Estoy de acuerdo. Contamos con fuerzas cinco veces superiores a las que Arminio podría reunir contra nosotros, y cien veces mejor entrenadas y disciplinadas. Si pasas esto por alto, general, seremos el hazmerreír del ejército desde aquí hasta la frontera oriental. Y con toda justicia.

—No obstante —dije, mirando a Vela—, significaría una marcha por territorio desconocido. Y la temporada de campañas está a punto de concluir.

—¿Acaso somos críos que tienen miedo de la oscuridad y la humedad? —Egio el orador ama las frases certeras—. ¿Druso César habría vacilado? ¿O el general Tiberio?

—Tiberio vacilaría, claro que sí. —Vela no cejaba—. Tiberio es un soldado. Y no hay que ser un crío para tener miedo del Teutoburgo, y menos en invierno.

Contemporicé, de nuevo con Roma en mente. Debo dar por sentado que Vela no sabe nada, y seguir construyendo mi futura defensa con la esperanza de que mi credibilidad ya no esté destruida.

—Vela tiene cierta razón, caballeros —declaré—. Debemos sopesar con prudencia nuestras responsabilidades. Pensemos. La temporada de campaña ha concluido. Estamos llevando a nuestros hombres a cuarteles de invierno. Si queremos investigar este asunto, significaría una marcha extenuante en una época desfavorable, a través de un territorio dificultoso y potencialmente hostil. Debemos preguntarnos si una decisión tan drástica y peligrosa se justifica.

—¡Sí! —exclamó Egio.

—¡No! —exclamó Vela.

Ambas respuestas fueron inmediatas y tajantes. Me volví hacia Ceonio enarcando las cejas, que era la señal que mi despreciable aliado y yo habíamos convenido para este discurso preparado.

—¿Qué diría el emperador, general —dijo lentamente—, qué diría Roma, de un comandante que antepuso su comodidad y la de sus tropas a la seguridad e integridad de las fronteras del imperio?

Asentí, y también Egio.

—Una buena síntesis —dije gravemente—. Caballeros, no tenemos opción. La amenaza existe y, a pesar del indudable peligro, tenemos el deber —enfaticé la palabra—, como soldados leales a Roma, de no pasarlo por alto.

Como ejemplo de actuación al austero estilo romano antiguo, me congratulo de que fuera perfecto. Egio apretaba los labios, y juro que vi una lágrima viril reluciendo en los ojos del joven guerrero.

—No obstante —hice una pausa hasta asegurarme de contar con la atención de todos, principalmente la de Vela, pues esto sería importante—, no me propongo, caballeros, buscar la muerte o la gloria en un acto de vanidoso heroísmo. —Posé los ojos en Egio—. Investigaremos, pero no sin prudencia. Tengo muy presentes las dificultades y los peligros. Abordaremos el asunto tal como viene y tomaremos las decisiones en consecuencia.

—¿Pero giramos hacia el este? —Egio, desde luego.

—Giramos hacia el este —respondí con voz magistral.

Vela me clavó los ojos, agitando las manos espasmódicamente. Dio media vuelta y se largó de la tienda sin decir palabra.