Harpala volvió cojeando a la casa.
—Perila, ¿qué carajo está pasando?
—Dímelo tú. Tú eres el experto. —Parecía un poco irritada, pero noté que no había puesto reparos a mi lenguaje. Quizá fuera mi mala influencia.
—Sí, desde luego. —Mi copa estaba vacía, así que la llené—. Bien, ¿qué sabemos? Ante todo, Silano nunca tocó a Julia. Esa historia del adulterio fue una mentira de cabo a rabo, un pretexto que Augusto usó para encubrir otra cosa. ¿Vale?
—Continúa.
—Pero para que fuera plausible, alguien tenía que cargar con la culpa, y Silano fue el afortunado ganador… bien porque se prestó voluntariamente, por cierto precio, bien porque alguien lo presionó. ¿De acuerdo?
—Sí, Corvino. Así parece.
No seré un gigante intelectual, pero sé cuando me toman el pelo, y ese comentario parecía salido de la parte socarrona de un diálogo socrático. Miré a Perila con suspicacia. Ni la sombra de una sonrisa. Quizá la muchacha tuviera su sentido del humor, a pesar de todo.
—Sí, de acuerdo. De un modo u otro —continué—, al margen de la recompensa que le ofrecieran o la presión que le aplicaran, le prometieron que saldría bien parado, y así fue. No lo exiliaron formalmente, pero Augusto lo alentó a emprender un largo viaje por las provincias. Y para salvar las apariencias, le prohibió proseguir con su carrera política. Eso sería el acabose para un político ambicioso, pero Silano era un hedonista que no tenía interés en la política, así que no sufrió grandes desvelos.
—De ese modo, tampoco podía estar en Roma para que le hicieran preguntas embarazosas.
—Exacto. Y como saldo positivo, a modo de compensación, su primo, que sí es un político ambicioso, se queda con la hija de Julia, un vínculo familiar con la familia gobernante, y toda la palanca adicional que lo acompaña.
—¿Aunque Julia quedara deshonrada?
—Aun así. Augusto no era vengativo. Ningún miembro de la familia fue castigado cuando exiliaron a la madre. Todo lo contrario.
—Pero si Julia la mayor también era inocente, como dijo Harpala…
—Sí, es verdad. —Fruncí el ceño—. Si Harpala está en lo cierto, hay todavía más chanchullos, pero necesitaremos algo más que la palabra de una esclava. Necesitaremos pruebas concretas.
—Si existen.
—No te preocupes. Escarbaré. Hay alguien a quien le puedo hacer preguntas, un amigo de mi abuelo. Ahora está retirado y vive en las afueras, cerca de la vía Apia. Déjalo por el momento. Ya tenemos bastantes dolores de cabeza. —Me serví más vino y lo saboreé—. Bien, si no hubo adulterio, ¿por qué exiliaron a nuestra dulce Julia? Por lo que dice Harpala, Silano parece más implicado que Paulo. Y Paulo fue ejecutado por traición, así que es razonable suponer que los otros dos, Julia y Silano, estaban en la misma tramoya.
—¿Cuál fue el delito de Paulo? ¿Lo sabes?
—Ni idea. Pero obviamente se trataba de una conspiración contra Augusto. Es otra cosa que debemos averiguar.
—¿Y crees que Julia era cómplice?
—¿Por qué no? Era culpable de algo, sin duda. Si la acusación de adulterio era un pretexto, la traición es un delito tan bueno como cualquier otro. Digamos que ella y Paulo operaban como un equipo de marido y mujer, y los pillaron. Paulo fue ejecutado pero Julia, siendo nieta de Augusto, sólo sufrió el exilio.
—¿Y por qué no los acusaron a ambos de traición? ¿Por qué molestarse con el adulterio?
—Perila, acabo de decirlo. Julia era la nieta del emperador. ¿Crees que Augusto estaría dispuesto a admitir que su propia familia intentaba traicionarlo?
Ella asintió.
—De acuerdo. Quizá tengas razón, Corvino.
—Claro que tengo razón.
—No te pases de listo. ¿Qué hay de Silano? Ni lo has mencionado. ¿Cómo encaja él?
—También era cómplice de la conspiración, como he dicho. Eso es obvio, por lo que nos dijo Harpala. Si estoy en lo cierto, fue Silano quien le sopló el asunto a Augusto. Quizá se acobardó, quizá decidió que el juego había terminado y que le convenía salvar el pellejo mediante la delación. Cualquiera de las dos cosas explicaría por qué salió tan bien librado, por qué estaba dispuesto a admitir la falsa acusación de adulterio, y por qué lo recompensaron bajo cuerda.
—¿Y el hombre del anillo?
—Ah, claro. —Alcé la copa de vino. ¡Por Júpiter, ese vino era excelente! Mi cerebro ronroneaba como una de esas máquinas refinadas que los griegos inventan a veces para dar la hora o contar los votos—. Nuestro cuarto conspirador. Él obtiene el papel protagónico. ¿Por qué alguien se quitaría el anillo cuando va de visita?
—¿Porque lo identificaría?
—No sólo eso.
—Un anillo de oro revelaría que era un noble.
Ni más ni menos. Sólo los nobles tenían derecho a usar anillos de oro. Era una de esas reglas estúpidas que quizá hubiera ideado mi padre.
—Sí, pero alguien que visitara a Paulo no sería estibador en el mercado, ¿verdad? Aun así, hay nobles de sobra. Tiene que ser algo más que cualquier anillo de oro. —Extendí la mano derecha—. ¿Notas algo?
Como buen aristócrata, yo llevaba un grueso anillo de sello para los documentos. Perila se reclinó.
—¡Corvino, eso es brillante! El anillo tendría su rúbrica. Y si era conocido, o pertenecía a una familia muy eminente…
—El sello lo habría delatado aunque se cubriera la cara. Así es. —Sorbí el vino—. Diez contra veinte a que el cuarto conspirador era un pez gordo.
—Pudo haberse cambiado el anillo. Pudo haber dejado el suyo en casa y usar otro.
—Claro que sí. Pero no lo hizo. ¿Para qué llegar a tal extremo? ¿A quién le importa lo que ve un esclavo? Mejor dicho, lo que no ve.
—¿Crees que por eso exiliaron a mi padrastro? ¿Porque vio al hombre y lo reconoció?
—Es posible. Y si sabía que pasaba algo raro y no lo denunció…
Callé. Perila fruncía el ceño.
—No —dijo—. No, lo siento, pero eso no encaja. Te concedo lo demás, pero no el exilio de mi padrastro. Augusto no tenía necesidad de ser excesivamente severo. A fin de cuentas, la conspiración ya había fracasado. Paulo fue ejecutado, Julia fue exiliada, Silano se fue de Roma. —Agitó la mano—. Fin de la historia.
Dejé la copa de vino.
—Sí, fin de la historia. ¿Y qué le pasó al tipo del anillo, nuestro cuarto conspirador? ¿Por qué no fue arrestado junto con los demás?
Perila abrió la boca y la cerró. Nunca la había visto quedarse sin habla. Era un magno acontecimiento, y se lo debía al cécubo. Quizá convenciera a la vieja Marcia de darme una vasija de ese vino.
—Te diré lo que le pasó. —Lo estaba disfrutando—. Absolutamente nada. Se esfumó. Ni ejecución, ni exilio ni un cuerno. Ni siquiera una nota al pie.
—Quizá no lo atraparon.
—Quizá no querían atraparlo.
Perila abrió los ojos.
—¿Por qué no querrían atraparlo?
A veces las mujeres inteligentes pueden ser increíblemente lelas. Pero Perila no se había criado, como yo, en el turbio mundo de la política. Se lo expliqué.
—Mira, Silano era el soplón del grupo, ¿correcto? Informaba a Augusto. Ahora bien, si Silano sabía quién era el cuarto hombre (y sin duda lo sabía), el conspirador no tenía la menor posibilidad de evitar un juicio. Pero no lo enjuiciaron, y eso significa que las autoridades ya sabían quién era.
—Pero si sabían quién era…
No le dejé terminar la frase.
—Claro que lo sabían. Porque nuestro cuarto hombre estaba implicado en la conspiración con su consentimiento extraoficial.
—¿Quieres decir que era agente del emperador?
—Exacto. Era la clásica treta de Augusto. No esperes a que una conspiración avance, destrúyela desde dentro antes de que se ponga en marcha. Nuestro cuarto conspirador pudo ser el agente de Augusto desde el principio.
—Entonces no pudo ser el motivo del exilio de mi padrastro.
Eso me detuvo.
—¿Y por qué no?
Esta vez fue Perila quien debió ser paciente.
—Porque mi padrastro dijo que había visto algo y no lo había denunciado. Si quería decir que sabía quién era el cuarto conspirador, y Augusto ya conocía el nombre del sujeto, ¿por qué importaría tanto?
—Quizá Augusto se sulfuró porque Ovidio no le dijo nada.
—Pero dijiste que Augusto no era vengativo. Castigar a mi padrastro con el exilio por algo que pasó por accidente y al cabo no tenía importancia… bien, yo diría que hay que ser muy vengativo, ¿no crees?
—No olvides que Ovidio no era pariente como los hijos de su hija Julia. Y Augusto lo detestaba.
—Aun así, es totalmente desproporcionado.
—Es verdad. —Tragué el último sorbo de vino y vacié la jarra en la copa—. Vale. Quizá hayamos pasado algo por alto.
—Claro que existe otra posibilidad —dijo Perila.
—¿Ah, sí? —Fruncí el ceño. El vino me estaba afectando al fin—. ¿A qué te refieres?
—Que el cuarto hombre fuera alguien realmente importante. Demasiado importante como para correr el riesgo de acusarlo.
Me eché a reír.
—¿Tienes a alguien en mente? Tenía que ser un pez muy gordo para estar por encima de la nieta del emperador.
—¿Qué tal Tiberio? —murmuró Perila—. ¿Sería buen candidato?
La miré apabullado.
—No, Perila. El emperador no. No podría ser el emperador.
—¿Por qué no?
¿Por qué no? ¿Cómo diantres podía tomar semejante idea con tanta calma?
—Porque… —empecé, y no pude seguir.
Mierda. ¿Por qué no? Traté frenéticamente de buscar razones. Ninguna de ellas me convencía. Peor aún, todo lo que había pasado en los últimos días cobraba sentido. Si Verruga había sido nuestro cuarto conspirador en los días en que era un plebeyo no tan humilde, y sabía que yo estaba olisqueando esos trapos sucios, podías contar mis probabilidades de volver a cumplir años sin usar ningún dedo.
—¡Diantre! —exclamé—. ¡Diantre y demontre!
—Tendría sentido, ¿verdad? —dijo jovialmente Perila.
No respondí. No podía. Pero tenía razón, toda la razón. Claro que tenía sentido. Diez años antes Verruga había sido el general más destacado del imperio. Sólo Augusto tenía más poder que él, y aunque el viejo aún no lo había designado, era el único candidato viable para la sucesión. Paulo y Julia lo habrían acogido en su pequeña conspiración con los brazos abiertos. Tendrían que darle la púrpura, desde luego, pero no podían pasar por alto esa oportunidad. Paulo no podría haber obtenido el respaldo que necesitaba para el puesto de mandamás. Como candidato imperial, él no habría sido convincente, pero como responsable del ascenso del nuevo emperador quedaría bien plantado al pie del trono. Los nuevos jefes son gente agradecida…
—Corvino, te hice una pregunta. ¿No crees que tendría sentido?
—¿Eh? —Tragué distraídamente el vino de la copa y cogí la jarra. Estaba vacía. Bien, quizá ella tuviera razón. Quizá yo bebía demasiado—. Sí, tendría sentido. ¿Pero valdría la pena para Tiberio? A fin de cuentas, el emperador era septuagenario. Y Verruga sería el sucesor de un modo u otro.
—Sólo mientras Augusto no tuviera alternativa.
De nuevo en el blanco. Tiberio nunca fue la niña de los ojos de Augusto. Se había pasado años desplazándose entre bambalinas, ida y vuelta, de protagonista a actor de reparto. Sólo llegaría a ser emperador porque no había otro candidato disponible en ese momento. Quizá se había cansado de ser siempre la segunda opción. Quizá había decidido no esperar más…
—O quizá no quería privarse de nada. —No me di cuenta de que había hablado en voz alta hasta que noté que Perila me miraba con atención.
—¿Qué has dicho?
El cécubo volvía a obrar su magia.
—Quizá Verruga quería quedarse con todo. Cuando Paulo le declara su amor, se acuesta de espaldas y abre las piernas. Luego corre a decirle a Augusto que lo han violado. No puede perder, ¿verdad? Si la conspiración tiene éxito, Augusto está liquidado y él es el nuevo emperador. Pero si las cosas no salen bien, puede acudir al emperador y decirle: «Mira, he descubierto una nueva pandilla de conspiradores. ¿Ves cuán leal soy? Podría haber sido emperador pero antepuse tus intereses y los de Roma. ¿Qué te parece si me das una porción más grande del pastel?». A la postre, eso fue lo que sucedió. Quizá no creyera que el riesgo valía la pena, y menos mientras Silano bailoteaba en los lados. Así que denunció la conspiración e hizo mutis por el foro.
—¿Y mi padrastro?
—Como decía, Ovidio descubrió que Tiberio estaba implicado. Si lo hubiera denunciado a Augusto, le habrían dicho que todo estaba bajo control y le habrían advertido que cerrara el pico. Pero no lo denunció. Se calló la boca. ¿En qué posición quedaba frente al emperador?
Perila se apoyó la barbilla en la mano.
—Augusto no sabría de qué parte estaba Ovidio —dijo—. De hecho, mi padrastro daba su respaldo tácito a los conspiradores.
—Correcto. Además, una vez que todo hubiera terminado y Tiberio hubiera salido indemne, Ovidio sería un estorbo. O un estorbo potencial. Augusto tenía que asegurarse de que no abriera la boca, ni siquiera por accidente. El emperador no gozaría de gran popularidad en las calles si se difundía la noticia de que el segundo hombre de Roma había tratado de tumbarlo, ¿verdad? Ovidio tenía que desaparecer, y pronto. El mar Negro era un lugar tan apropiado como cualquiera, a menos que le rebanara el pescuezo. Y quizá hasta Augusto tuviera conciencia.
—Eso también explicaría otra cosa.
—¿Qué cosa?
—Por qué Tiberio no lo dejó regresar después del fallecimiento de Augusto.
Asentí.
—Así es. Tienes razón. Todavía podía abrir la boca. Y Tiberio nunca amó la poesía. Es ante todo un soldado. De hecho…
Me callé. De golpe.
—¿Qué pasa?
—Mierda.
—¡Corvino! ¿Quieres decirme qué pasa? Por favor.
No sabía si quebrarme y sollozar de alivio o aullar de decepción.
—Nuestro cuarto conspirador. No sé quién es, pero no es Tiberio.
—¿Qué dices, Corvino? Nos hemos pasado diez minutos deduciendo…
—No me importa. El cuarto hombre no podía ser Verruga. Él estaba fuera de Roma en aquel entonces, de campaña en Ilírico.
Silencio.
—¿Estás seguro?
—Claro que sí. —Me apoyé la cabeza en las manos—. Mi padre era el gobernador.
—Ah. —Perila guardó silencio un largo rato. Luego dijo—: En tal caso, tu comentario se justifica.
Alcé la cara.
—¿De qué comentario hablas?
—Mierda.
Una chica sorprendente, Perila.