XV

—Muy bonito. —Yo debía mirar a la anciana con una sonrisa feroz, porque empezó a moverse y se puso muy nerviosa—. Muy, muy bonito. ¿Dónde la encontraste?

Perila frunció el ceño.

—Te lo acabo de decir, Corvino. Mi tía Marcia la compró cuando exiliaron a Julia. La sucesión se repartió y se vendió la propiedad. Ahora, hazme el favor de portarte bien y no asustar a la pobre mujer. —Se volvió hacia la esclava—. No temas, Harpala. Él no te causará ningún daño. Ésa es su expresión natural.

—Descuida, amiga. —Traté de parecer benigno, pero la vieja esclava me miraba como un conejo mira a una serpiente. Sus ojos eran de un azul acuoso y claro: franco y levemente estúpido—. Sólo quiero que respondas unas preguntas, Harpala. ¿Vale?

—Sí, señor. —La voz de la mujer era frágil como una hoja seca.

—Bien. Empecemos, pues. Fuiste doncella de Julia. ¿Era un ama bondadosa?

La sonrisa de la anciana fue sorpresivamente dulce e inocente.

—Sí, señor. Era realmente bondadosa. Julia era una señora encantadora.

—¿Tenía muchos amigos?

Harpala bajó los ojos. No sería demasiado lista, pero entendía adónde apuntaba mi pregunta, y guardó silencio tanto tiempo que creí adivinar la respuesta.

—Algunos, señor. Literatos, como el padrastro de mi ama Perila.

—¿Qué hay de Silano?

La mujer frunció los finos labios.

—Me preguntaste por los amigos de Julia.

—¿Y?

—Silano frecuentaba la casa, señor. Pero no cuando el ama estaba sola. Sólo si se encontraba el amo. Eran muy amigos, señor, él y el amo Paulo. Aunque no venía mucho a cenar. No era esa clase de amistad. Llegaba a horas extrañas. Habitualmente a media tarde. O por la noche. Era posible que el ama también estuviera en la sala, pero él quería ver al amo. Se le notaba, señor. Cualquiera que tuviera ojos podía verlo.

Vaya. Miré de soslayo a Perila.

—Háblale del hombre del anillo —dijo ella.

Harpala se volvió hacia Perila.

—No, ama. No tenía anillo. De eso se trataba. —Los ojos claros se volvieron hacia mí—. Él también venía a horas raras, señor. A veces con Silano, a veces solo.

Se me erizó el vello de la nuca.

—¿Ese tipo tenía nombre, Harpala?

—Yo no lo sabía, señor. Sólo lo vi una vez, y… —su mano bosquejó una capucha o un manto— tenía la cabeza cubierta.

—¿Qué es eso del anillo?

—No llevaba anillo, señor. Al menos… —Extendió la mano huesuda y se señaló el meñique—. Tenía la marca, pero faltaba el anillo.

—Tal vez lo hubiera mandado reparar.

—No, nunca llevaba anillo. Así me lo dijo Davo.

—¿Davo?

—El portero, señor. Él hacía pasar al caballero, desde luego. Él tampoco sabía quién era, aunque lo vio una vez.

¡Por Júpiter!

—¿Quieres decir que lo vio? ¿Le vio la cara?

—Sí, señor. Sólo esa vez, al final, cuando se deslizó la capucha del caballero.

—¿Pero no lo reconoció?

—Él no lo admitió, señor. Pero Davo era así, no se lo contaba a nadie, ni siquiera a los demás esclavos, si el ama le ordenaba que no lo hiciera.

Vi algo que no debía haber visto y no lo denuncié.

¿Un tipo que se tapaba la cara y visitaba al traidor Paulo a horas extrañas? ¡Mierda! La nuca me picaba como si tuviera pulgas.

—¿Es posible que el padrastro de Perila haya visto a ese hombre en alguna ocasión, Harpala? ¿Que lo haya visto y reconocido?

Por el rabillo del ojo, vi que Perila me miraba sorprendida. Un tanto para mi equipo. Obviamente ella no había pensado en esa posibilidad.

—Quizá, señor. Davo también debe saber eso.

—¿Quieres decir que Davo todavía vive? —Oí el jadeo de Perila: segundo tanto. Sonaron campanillas celestiales. Júpiter, pensé, si me concedes esto…

—Sí, señor. Davo vive. Claro que sí.

Me recliné en la silla. Tenía ganas de abrazar a la anciana y besarla, pero eso habría sacado de quicio a Perila.

—¿Y dónde está ahora? ¿Podemos hablar con él?

Los ojos francos dejaron de ser francos; ahora la anciana los clavaba en su regazo.

—Escapó, señor —dijo—. Después de que arrestaran a mi ama.

—¿Adónde fue? —intervino Perila. La anciana no respondió, y ella insistió—: ¡Harpala, dinos, por favor! Esto es importante. Lo sabes, ¿verdad?

—Sí, lo sé. —La voz de la anciana era casi inaudible, y me imaginé por qué. Un esclavo fugitivo no recibe muchas consideraciones cuando lo capturan: le marcan la cara con un hierro candente y lo mandan a las minas, o un establecimiento agrícola. De un modo u otro, no sobrevive mucho tiempo, si tiene suerte—. No puedo decirte dónde está Davo, ama. Ese secreto no me pertenece. Pero si sólo queréis hablar con él, puedo organizarlo.

Yo no había notado que contenía el aliento. Lo solté.

—Está bien —dije—. Perfecto. En el momento y lugar que él elija. No le causaré ningún problema, te lo prometo. Más aún, quizá pueda hacerle un par de favores.

Ella sacudió la cabeza.

—No, señor. Gracias, pero no —dijo con firmeza—. Davo está bien, señor. Ahora no necesita nada. Le gustaría que exculparan al ama, igual que yo, y si esto ayuda hablará contigo con gusto. Mi señora Julia era inocente, señor. Se lo dije, incluso cuando me partieron la pierna para que les dijera otra cosa. —Le miré el pie deforme. Sí, tenía sentido. El testimonio de una esclava contra su dueño sólo es válido bajo tortura—. Mi ama no era una cualquiera, señor. Y tampoco su madre.

Se hizo un gran silencio, tan profundo que oí el murmullo de la fuente en la piscina ornamental del interior de la casa.

La madre de Julia, la otra Julia, la hija de Augusto, también había sido exiliada. Y también por adulterio…

—Eh… ¿puedes repetirme eso, Harpala? —Traté de mantener la calma—. ¿Sólo para asegurarme?

Harpala estaba muy serena, como si mencionara el hecho más obvio del mundo. Quizá lo era, para ella.

—Sí, señor —dijo sonriendo—. Yo fui un regalo para Julia la menor en su boda, pero antes de eso fui la doncella de su madre. Esa Julia también era inocente.