Cuando llegué a la casa de Perila, ella había salido.
—El ama está en casa de Marcia, señor —dijo Calías—. Dejó dicho que fueras allá si pasabas a visitarla. Queda cerca del templo de Cibeles.
—Ya sé dónde queda la casa de los Fabios. Estupendo, Calías. —Marcia era la viuda de Fabio Máximo y, como recordaréis, pariente de la madre de Perila. Era prácticamente vecina mía, colina arriba. Yo podría haberme ahorrado el viaje. Perila no había pensado en pasar para dejarme el mensaje. Claro, yo era sólo su patrón, ¿verdad?
Llamé con un silbido a mis cuatro nuevos guardaespaldas, que holgazaneaban en la esquina. Se aproximaron flexionando los bíceps y mirando a Calías como preguntándose hasta dónde rebotaría. Estos cuatro eran los tipos más corpulentos y recios que yo poseía, galos corpulentos cuya idea de la diversión era partir nueces entre el pulgar y el índice. Y no me refiero a las que crecen en los árboles.
Estaba harto de que me atacaran. La próxima vez que alguien lo intentara, tendría que vérselas con los Amigos Entrañables.
La mansión Fabio era una de las más grandes y antiguas de Roma, y ocupaba el espacio que mediaba entre la choza de Rómulo y la casa de Augusto; no puede haber vecinos más selectos. Uno de los Amigos Entrañables llamó a la puerta y gritó mi nombre al oído del portero septuagenario, y me hicieron pasar. Los muchachos se acomodaron de espaldas contra la pared para jugar a los dados; al menos, jugaron los tres que podían contar hasta seis. El cuarto se contentó con mirar lascivamente las literas que pasaban.
Perila estaba sentada en el jardín con una anciana, y supuse que era Marcia. Llevaba mis aros, noté, y una capa celeste que hacía juego con el pavo real que se paseaba al lado de ella. Sonrió cuando atravesé la columnata.
—Hola, Corvino. ¿Entonces recibiste mi mensaje?
Ni una traza de culpa en su adorable voz, ni una chispa de remordimiento en sus adorables ojos. Qué diablos. Suspiré y me senté en la silla que me había llevado el esclavo.
—Supongo que no estaba en casa —dije—. Lamento llegar tan tarde. Tuve que visitar a un cliente. —Miré de soslayo a la anciana. No se había movido, ni siquiera había reparado en mi presencia. Fijaba su atención en el pavo real, que se preparaba para exhibirse. Recordé mis modales (sí, tengo algunos) y añadí—: Preséntame a tu tía, pues.
Perila abrió la boca para responder, pero entonces el pavo real desplegó la cola con un graznido susurrante y la anciana se volvió hacia mí. Vi ojos brillantes y desorbitados en una cara pastosa y mustia empeorada por el maquillaje, y una boca floja que babeaba en un movimiento constante.
—La tía Marcia no está en este momento, Corvino —dijo Perila en voz baja—. Ésta es mi madre.
El pavo real tembló y giró en un círculo lento. Su cola era una masa de ojos muertos que me observaban. Me observaban…
Me las apañé de alguna manera, no me preguntéis cómo. Júpiter sabrá lo que dije; no recuerdo una palabra, sólo que sudaba constantemente. Luego salió una esclava y condujo a la anciana adentro, dejándonos a solas. Guardamos silencio un rato.
—Es uno de sus días malos —dijo al fin Perila—. Nunca es racional, pero al menos a veces está presente, al menos reconoce que los demás existen y les habla.
—¿Cuánto hace que está así? —Yo todavía estaba temblando. Si hay algo que no resisto, es la locura y los locos. No aguanto la falta de contacto, de terreno común. Siempre me hace trizas. Una vez conocí a un sujeto, un oficial del ejército que había prestado servicio en todas partes y había ganado todas las condecoraciones existentes, y le aterraba que una pluma le rozara la piel. No podía acercarse a la tienda de un vendedor de gallinas sin sudar en frío. Así es como me afecta la locura.
—Empeoró en los últimos años —dijo Perila—. Nunca estuvo bien desde que exiliaron a mi padrastro. Luego, la tensión de procurar que lo repatriaran, administrar sus propiedades, más todos los problemas con Rufo… —Titubeó—. Fue demasiado para ella. Ahora vive aquí, como antes de casarse. La tía Marcia es muy bondadosa.
—¿No puedes hacer algo por ella? Debe haber médicos, médicos griegos…
—Lo hemos intentado. Es inútil, no pueden hacer nada. En cierto modo, me alegra. Creo que es más feliz así, en su propio mundo.
Sacudí la cabeza pero no dije nada. ¡Por Júpiter! ¿Cómo podía ser feliz una criatura que farfullaba y babeaba así? Yo preferiría cortarme las venas. O, si no pudiera, que un buen amigo lo hiciera por mí.
—En fin. —Perila se arrebujó en la capa y esbozó una sonrisa frágil—. No viniste para conversar sobre mis problemas. No de ese problema, al menos. ¿Cómo andan las investigaciones? ¿Hablaste con Silano?
—¿Quién? —Intenté recobrar la compostura—. Ah sí. Sí, hablé con él. En los cinco minutos que le llevó llamar a su gorila domesticado y hacerme echar, claro.
—¡Corvino, por todos los cielos! —Ensanchó los ojos—. ¿Qué le dijiste?
—Nada. —Me froté el sudor de las palmas. Empezaba a sentirme mejor, aunque un buen trago de falerno puro no me habría venido mal—. Al menos, nada insultante. Fui un dechado de cortesía, como de costumbre. Quizá no le gustó mi perfume.
—Pamplinas. Habrá tenido algún motivo para echarte.
—Bien, creo que no le agradó mucho que yo sugiriese que le habían pagado para cargar con la culpa. —¡Por Júpiter! Eso era un modo moderado de expresarlo—. Pero eso fue hacia el final. La fuerza de choque ya estaba en camino. —Hice una pausa—. Perila, ¿puedo beber un trago, por favor? He tenido un día bastante agitado.
—Aún no es mediodía.
—Lo sé, pero aun así quisiera un trago. Por favor.
—¿Zumo de fruta? —preguntó dulcemente.
—¡Oh, por favor!
—Bebes demasiado vino —dijo, pero aun así llamó a un esclavo que andaba por allí.
—Sólo bebo para olvidar.
Arrugó la frente.
—¿Olvidar qué?
—No sé. Lo he olvidado.
Noté que procuraba entender esa broma trillada. Como he dicho, Perila sería hermosa, pero su sentido del humor era nulo. Al fin desistió y volvió al tema.
—¿Por qué dices que le pagaron por cargar con la culpa?
—Para que no armara escándalo por la acusación de seducir a Julia.
—Corvino, Silano no fue recompensado, sino exiliado.
—Te equivocas. No hubo ningún exilio. Silano se fue de Roma voluntariamente.
—Pero le han prohibido ejercer la función pública.
Me encogí de hombros.
—Quizá no le interese la política. El descender de una buena familia no significa que te lo hagas en los pantalones para llegar a cónsul. Mírame a mí, por ejemplo.
Perila me miró, y lamenté no haberme arrancado la lengua de una dentellada. Mierda.
—Eso me tenía intrigada, Corvino —dijo fríamente—. ¿No tienes ambiciones políticas? ¿Ninguna inquietud? ¿Ningún sentido del deber hacia tu familia o el estado?
Cambié de terreno rápidamente. Podía prescindir de los sermones edificantes de mis clientes.
—Bien, olvidemos eso, ¿quieres? Sólo concede que a veces sucede. Un alma sencilla como Silano… o un cabrón perezoso, si prefieres…
—No lo prefiero.
—… puede haber optado por el dinero y la vida fácil en vez de la gloria política. Además, había una razón más importante para que Augusto no lo castigara.
—¿Y cuál es?
—El tipo no folló con Julia. Nadie lo hizo. Nunca existió tal adulterio.
—¿Qué?
—Claro que no. La acusación era falsa, y todos los implicados lo sabían.
Perila me miraba como si mis orejas se hubieran puesto verdes.
—Corvino, ¿has perdido el juicio? ¡Claro que Julia cometió adulterio!
—¿Ah, sí? ¿Y cómo lo sabes?
—Bien… —Perila vaciló visiblemente—. Todos saben que fue así.
—Todos saben que fue acusada. Acabo de decírtelo. La acusación era falsa.
—¡Silano confesó que la había seducido!
—Claro que sí. —Yo sonreía. No siempre le llevaba ventaja a Perila, y lo estaba disfrutando—. Por eso le pagaron, amiga mía.
—¿Qué hay de Augusto? Él mismo hizo la acusación. La envió a Trímero. ¡Corvino, era su nieta!
—Mira, Perila. No dije que Julia fuera inocente. Dije que no había cometido adulterio.
—¿Entonces por qué la exiliaron?
Abrí la boca, y me callé. Me había topado con una pared de ladrillo. Buena pregunta, sin duda. Ojalá supiera la respuesta.
—No lo sé —confesé—. Todavía no. Pero juraría por las tetas de la loba que amamantó a Rómulo que no fue por brincar de cama en cama.
Perila calló largo rato.
—Corvino —dijo al fin—, lamento haber sido tan desdeñosa.
¡Vaya! ¡Disculpas!
—Te lo agradezco.
—Quizá tengas razón. Quizá Julia no cometió adulterio.
Sonreí.
—Bueno, puedo ser muy persuasivo una vez que me pongo en marcha.
—No, no es eso. No fue nada que tú hayas dicho. —¡Por Júpiter! Adiós a mi orgullo. Directo a la mandíbula, sin siquiera un parpadeo. Esa muchacha tenía tanto tacto como una maza—. Pero hoy eres la segunda persona que defiende a Julia. Lo atribuí a que se ponía del lado de la mujer, pero ahora no estoy tan segura.
Uno de nosotros estaba diciendo disparates, y estaba seguro de que no era yo.
—Perila, ¿por qué no repites eso? Quizá me perdí algo en alguna parte.
Entonces llegó el esclavo con la bandeja de vino. En vez de responder, Perila lo miró a los ojos.
—Glauco —dijo—, pídele a Harpala que salga, por favor.
—Sí, ama. —El esclavo nos sirvió a los dos y se fue. Bebí un sorbo indolente. Cuando el vino me llegó al paladar y se puso a cantar, cambié de actitud y bebí con atención. Esto no era cualquier cosa. Era autentico cécubo, puro néctar de la zona de Fundi, tan raro como una virgen de veinte años en un lupanar. El viejo Fabio debía de haberlo puesto a añejar en la época de la batalla de Accio. Cualquiera que lo tratase sin absoluto respeto merecía ser hervido en vinagre y devorado por los puercos.
—¿Corvino?
—¿Sí?
—¿Te encuentras bien?
—Sí… Eh, ¿quién es Harpala?
—Mi única aportación a la investigación, hasta ahora. Lo verás cuando llegue.
No tuve que esperar mucho tiempo; y no me importaba esperar, con una jarra de cécubo de cincuenta años al lado y Perila como paisaje. Una esclava anciana salió de la casa. Se movía despacio y noté que su pie derecho estaba torcido hacia dentro.
—¿Me buscabas, ama? —preguntó.
—Sí, Harpala. —Perila señaló un banco de piedra contra la pared—. Siéntate, por favor.
La anciana se sentó y puso una mano sobre la otra, como una niña tímida en su primera fiesta de adultos.
—Él es Valerio Corvino, el caballero que te mencioné. —La esclava ladeó la cabeza hacia mí—. Corvino, ella es Harpala. Hasta que mi tía Marcia la compró, era la doncella personal de Julia.
¡Por Júpiter!