XIII

Al día siguiente, antes de ir a casa de Perila para contarle las novedades, pasé por el gimnasio que poseo cerca de la pista de carreras para hablar con uno de mis clientes, un exentrenador de gladiadores llamado Escílax. El nombre (un apodo que significa «cachorro» en griego) es perfecto para el individuo. Tiene la contextura, los rasgos faciales y el temperamento de una de esas bestezuelas musculosas e invencibles que vemos en los circos del interior, destrozando criaturas que las superan doscientas o trescientas veces en tamaño. Así es Escílax. Una vez que muerde a alguien, se niega a soltarlo, y cuando lo suelta el cabrón pasó a mejor vida.

Nos habíamos conocido tres años antes en el gimnasio de Aquilo, donde yo iba regularmente a entrenarme. Mi compañero habitual de pugilato se había roto la muñeca y el viejo Aquilo trajo a este tipo. Tenía el aspecto de esas cosas que se llevan arrastradas con un garfio al final de los juegos, pero Aquilo lo presentó como si estuviera a un paso del mismísimo Júpiter. Debí haberlo tenido en cuenta. No lo tuve. Error número uno.

Cada uno midió al contrincante. La coronilla de la calva del animalejo estaba al mismo nivel que mi barbilla. Mierda, recuerdo que pensé, ¿debo pelear con esta cosa o darle de comer nueces?

—¿Preparado? —pregunté.

No respondió, así que entendí que sí. Hice una finta a la izquierda y dirigí la punta de la espada de madera a la parte superior del vientre en un impecable tajo de lado: si hubiéramos estado peleando en serio, esa estocada lo habría dejado con las tripas al aire. Aun con una espada de práctica, habría dolido como el demonio; pero entonces (error número dos) yo quise pavonearme.

La espada no lo tocó. En cambio, saltó súbitamente de mi mano y el pequeñín embistió contra mis ojos. Retrocedí con un grito, como una virgen cincuentona amenazada por una pandilla de violadores.

Escílax bajó la espada y me miró con desdén mientras yo yacía en la arena a sus pies.

—Así sois los niños mimados de la aristocracia —gruñó—. Sólo teméis que se os corra el maquillaje.

Me enfurecí. Me puse de pie y le solté una filípica.

—¿Cómo te atreves a atacar mis ojos? ¡Pudiste haberme dejado ciego, cabrón!

—Escucha, muchacho. —Su voz era apenas un susurro, pero me callé como si me hubieran clavado la lengua al paladar—. La esgrima no es un juego, ¿entiendes? Te propones matar a alguien, y el otro se propone matarte a ti. Ésa es la única regla. ¿Vale?

—Sí, sí, claro, pero…

—No hay pero que valga. ¿Recuerdas cómo César venció en Tapso, o en Munda, o donde cuernos fuera? Les dijo a sus hombres que cortaran la cara del enemigo. A los niños patricios del otro bando no les importaba morir, pero no digerían la idea de perder su bonita facha, así que huyeron. Fin de la batalla, fin de la historia. ¿Has entendido?

¡Por Júpiter!

—Entendido.

—Otra cosa. —Sin advertencia, amagó una pérfida patada contra mi entrepierna. Bajé instintivamente las manos para cubrirme los genitales mientras retrocedía. La patada no llegó. En cambio, alzó la espada para tocarme el pecho—. Puedes usar el peor temor de un hombre como finta. Y quizá no sea una finta. ¿Vale?

—Vale. —A estas alturas lo miraba como Platón debió mirar a Sócrates cuando lo conoció. Si hubiéramos tenido incienso, lo habría encendido.

—De acuerdo. —Retrocedió—. Empecemos de nuevo. Y esta vez presta atención.

Presté atención, aquella vez y desde entonces.

Sí. Escílax valía su peso en oro; y era casi lo que yo había pagado para instalarle su gimnasio detrás de la pista de carreras. No lo lamentaba. Gracias a él, yo aún caminaba esa mañana con la garganta entera y sin más daños que un tajo en el hombro.

Lo encontré entrenando a un senador viejo y calvo con suficiente grasa bajo la túnica para mantener ocupados a cinco masajistas durante un año. El tipo resollaba como si hubiera corrido desde Ostia; y por el color, daba la impresión de que estaba a un pelo de irse al otro barrio.

—¡Hola, Escílax! —grité.

Él se volvió, bajó la espada.

—Suficiente por hoy, excelencia —le dijo al gordo—. No conviene exagerar, ¿verdad?

Así es, Escílax puede ser cortés con la persona indicada. Y hay modos peores de perder a un cliente que agotarlo hasta que se ponga morado y caiga redondo.

El senador apestaba como un puerco ebrio, pero atinó a alzar la espada en el saludo militar que los soldados dedican a sus compañeros de entrenamiento en el terreno de práctica al final de un enfrentamiento. Y nada chapucero. Realmente marcial. De pronto vi, bajo los rollos de grasa y la papada cuádruple, al brioso oficial joven que habría sido tiempo atrás, y me pregunté cómo estaría mi silueta dentro de treinta años.

Si vivía tanto tiempo.

Un esclavo se adelantó con una toalla. El gordo se frotó el sudor de la caray el cuello, rojos como un bistec, se echó un poco de aire fresco dentro de la túnica, y se volvió hacia mí sonriendo como un adolescente.

—Buen ejercicio, ¿eh, muchacho? —jadeó—. Te mantiene en forma, ¿verdad?

—Sí —dije—. Sí. Magnífico.

Guiñó el ojo, agitó la mano y se fue tambaleándose hacia la asa de baños. Ojalá llegara, pues respiraba con tanta dificultad que no habría apostado a su favor.

Escílax recogió las espadas de madera, se las caló bajo el brazo echó a andar hacia su oficina, en el edificio principal.

—¿Qué haces aquí, Corvino? —dijo—. Éste no es tu día habitual. Puedo hacerte un lugar, apenas, pero no por mucho tiempo.

Sonreí. Ésa era otra cosa que me gustaba de él. Sabía que un cliente debe respetar a su patrón.

—Oye, soy dueño de este lugar, ¿recuerdas?

—Pues véndelo. Pero aun así, no puedo darte más de media hora.

Sacudí la cabeza y le seguí el paso.

—Hoy no lucharé, Escílax. Ni siquiera te haría sudar. Ayer me asaltaron y uno de esos cabrones me cortó.

Escílax se paró en seco para mirarme.

—¿Un corte, muchacho? ¿Muy serio?

—Sólo un tajo en el hombro. Sarpedón lo parcheó.

—¿Cuántos eran?

—Cuatro.

Soltó un gruñido de disgusto, escupió en la arena y siguió caminando.

—¿Sólo cuatro, y te cortaron? ¿Qué eran, críos, mujeres o lisiados?

—Cuatro contra uno es bastante desigual, y lo sabes. Y esos sujetos eran profesionales. Casi perdiste un patrón. Lo habrías perdido, si no hubiera recibido ayuda. Y de eso quería hablarte.

Suspiró.

—Vale, Corvino. Quizá tenga tiempo libre, a pesar de todo. Ve a los baños y te aflojaré los músculos.

¡Por Júpiter! ¡No necesitaba eso!

—Oye —dije—, sin masajes, ¿eh? Ya me han golpeado bastante en los últimos días, gracias.

Se detuvo de nuevo. Sus ojos me escrutaron con ansiedad.

—¿Quieres decir que ocurrió más de una vez? ¿Qué está pasando?

—Exageraba. Pero no quiero el masaje.

—Vamos, muchacho. —Me asió el brazo (el bueno, por suerte; Escílax usa las manos como un cangrejo usa las pinzas) y me llevó hacia los baños—. Un buen masaje no le hace mal a nadie. Te aflojará.

Sí, sin duda eso le dijeron a Prometeo antes de soltarle el buitre, pensé; pero no lo dije en voz alta. No quería ofender al hombrecillo.

La sala de masaje estaba vacía, aunque oí jirones de una alegre gresca militar en la piscina de al lado. Alguien llamado Tito había cogido la toalla de otro y se negaba a devolverla. Me pregunté cómo habíamos logrado armar un imperio, y encima conservarlo.

—Vale, cuéntamelo —dijo Escílax cuando me tuvo de bruces en una de las mesas y me había cubierto de aceite.

Se lo conté. Pareció entender lo esencial, aunque no sé si los detalles eran inteligibles entre tantos gritos. Y no me refiero a la algarabía que hacía la flor y nata de Roma en la sala contigua.

—¿Por qué dejaste que todos te atacaran al mismo tiempo? —preguntó Escílax.

—¿Debí sugerirles que se turnaran?

Nunca recurras al sarcasmo con tu masajista. Escílax me aferró el cuello y hundió los pulgares bajo los omóplatos mientras yo chillaba y le suplicaba que parase.

—Lo lamento, Corvino. ¿Ése era el brazo lastimado? —dijo al fin, antes de que yo me desmayara. Ese sádico sabía que era ese brazo. La venda de Sarpedón cubría la mitad del hombro—. Tendrías que haber huido, muchacho. Lograr que se separasen, y cogerlos uno por uno.

Intenté una sonrisa. No funcionó muy bien.

—Claro. También me llaman Filípides. Corro una maratón todas las mañanas antes del desayuno.

Escílax gruñó.

—¿Dices que ese tipo era extranjero?

Sentí que me insertaba un nudillo entre dos capas de músculo y gemí, sabiendo lo que vendría. Vino. Después de bajarme del techo, respondí:

—Sí, del norte, quizá. Podría ser germano. Pero hablaba buen latín. Y no era ningún palurdo.

Escílax me estrujó las costillas con las manos y tiró las carnes hacia abajo. Es magnífico si a uno le gustan esas cosas. No era mi caso. Me sentí como si me despellejara un pulpo.

—Dices que tenía un tajo de espada en la mejilla izquierda.

—Eso parecía. Le faltaba media oreja. Venga, Escílax, necesito un nombre.

Calló un buen rato. Le oía pensar mientras su mano se abría paso palmo a palmo, torturándome la espalda. Apreté los dientes y traté de no aullar.

—No es gladiador, eso es seguro. Un tipo de tal tamaño y habilidad sobresaldría en los equipos. —Esto era definitivo. Lo que Escílax no sabía sobre el mundo de la esgrima profesional no sólo carecía de importancia, sino que no existía—. Podría ser un soldado. Ex soldado, quizá.

—¿Un auxiliar? ¿Qué haría un auxiliar en Roma?

—¿Quién dijo auxiliar? Por lo que dices, parece un legionario. ¿Crees que era germano?

—Sí. O quizá eslavo.

—Es posible que sea eslavo. Tiberio alistó a muchos campesinos ilirios en la época de los disturbios.

Eso encajaba. Doce años antes la provincia de Ilírico se había rebelado (mi padre era gobernador provincial en aquella época) y durante un tiempo pareció que todo el territorio entre los Alpes Julios y Macedonia se iría al traste. La emergencia significó que el general Tiberio tuvo que zumbar como una mosca de trasero azul, juntando todos los reclutas que podía para impedir que se propagara la revuelta.

—Me has convencido —dije—. Más aún, ese tipo aún podría tener contactos.

—¿Contactos con Tiberio? —Escílax dejó de mover las manos—. ¿Estás en problemas? ¿Problemas oficiales?

Mierda. Había hablado de más. Escílax era un amigo, pero el caso Ovidio era privado. Borré mis huellas.

—No, puramente personal.

—¿Quieres hablarme de ello?

—No hay nada de que hablar. Sabes tanto como yo. Quizá me acosté con la hermana de alguien.

—Ajá. —No parecía convencido. Las manos siguieron machacando. No era tan doloroso ahora que me estaba acostumbrando. O quizá se había roto algún órgano vital y ya no podía sentir nada—. Dices que has visto a ese hombre más de una vez.

—Así es. Hace unos días tuvimos un encontronazo en la Suburra. Sólo que entonces él no estaba de mi lado.

Escílax chasqueó la lengua.

—Esto suena cada vez más raro, muchacho.

No me creía, eso era seguro. Y no era sorprendente. Pero tampoco podía llamarme mentiroso, porque no era de su incumbencia.

—Vale —dijo al fin—. Pero si necesitas ayuda, dímelo, ¿de acuerdo? Quizá la próxima vez no tengas tanta suerte.

—Gracias —respondí, con toda sinceridad. Si se trataba de usar los músculos, habría escogido a Escílax contra un escuadrón selecto de pretorianos—. Pero hazme el favor de indagar, ¿vale? Quiero saber quién es ese sujeto.

—Cuenta con ello. —Estaba sobando y frotando suavemente con las yemas de los dedos. Yo casi ronroneaba—. Si ese cabrón está en Roma, lo encontraré. Y después, si quieres, lo haré trizas.