Volví a visitar a Perila justo para la cena. Primero había ido a casa para cambiarme (nunca visites a una dama con la túnica sucia), y también había hecho otro viaje a la tienda de Cadmo, no a por el millo (ya lo tenía) sino para recoger un elegante par de aros que había visto y que harían juego con su cabello. Está bien acordarse de los poetas alejandrinos, pero no quería que me tomara por un fanático de la cultura. Sólo provocaría malentendidos después.
Ella había escogido la sobriedad formal: un manto de matrona, un mínimo de joyas, y un peinado que parecía salido del altar de la Paz. Como propuesta era previsible pero decepcionante. Me tragué la lujuria y me preparé para una velada doméstica seria.
Le gustaron los aros, pero no dejó que se los pusiera.
Calías sirvió el vino con miel (odio ese mejunje, pero trataba de portarme bien), supervisó los entremeses y luego desapareció discretamente. Me recordé que debía untarlo con una propina gorda antes de irme. Conviene alentar el tacto en los esclavos, sobre todo si tienes planes con la dueña.
—Bien, Corvino —dijo Perila mientras comíamos huevos de codorniz y lirones rellenos—. ¿Cómo fue tu visita?
Le describí los datos relevantes, pasando por alto los aspectos más siniestros de la situación. No era necesario que ambos temiéramos que yo terminara con un tajo en la garganta.
—Así que tenemos un par de buenas pistas —concluí—. El regreso de Silano a Roma es sin duda una ventaja.
—¿Piensas ir a verle?
—Así es. Parece el paso lógico para continuar.
—¿Por qué te contaría algo?
—No tiene motivos para no hacerlo. Es un asunto concluido. Y no quiero perderme esta oportunidad. ¿Por qué perder tiempo con intermediarios? Si alguien sabe qué vio tu padrastro, nuestro Silano es la persona indicada.
—¿Sabes dónde vive?
—No tengo la dirección justa. —Froté un huevo de codorniz entre las palmas para quitarle la cáscara—. Pero puedo averiguarlo. Léntulo me dijo que tiene una de esas granjas vistosas al otro lado del Tíber. No será difícil encontrarlo. Y me interesa averiguar cómo se las apañó para seducir a Julia y salirse con la suya mientras ejecutaban al marido. Ese truco puede resultar útil en alguna ocasión.
—Paulo fue ejecutado por traición, no por ser el esposo de Julia.
—¿Acaso crees que no hay ninguna relación? ¡Por favor, Perila!
Escogió una conserva de pescado y un canapé de miel.
—En tal caso, no es obvia. Estamos hablando de dos delitos. En uno Paulo es la víctima, en el otro es el culpable. Ahora bien, si Julia hubiera estado casada con Silano y Paulo hubiera sido el seductor, entendería adónde vas. Siempre que consideres que la seducción de la nieta del emperador es un acto de traición. Personalmente, no lo veo así.
Empezaba a dolerme la cabeza. Acababa de perderme la oportunidad de insertar un comentario, estaba seguro. Pero no estoy acostumbrado a hablar de problemas abstractos durante la cena. Vivan las contorsionistas pigmeas, fuera Aristóteles.
—Además… —Perila terminó el canapé y escogió un calamar relleno con carne picada—, Silano fue castigado. Tú mismo dijiste que se había marchado en exilio voluntario. Y nunca volverá a ejercer la función pública. Para un hombre de su posición, es castigo suficiente.
Fruncí el ceño.
—Vale, vale. Como quieras. Quizá yo sea demasiado suspicaz, quizá todo esté en regla. Pero no vendrá mal hablar con él.
Perila dejó el calamar y volvió hacia mí sus encantadores ojos dorados.
—Tendrás cuidado, ¿verdad? Todo esto parece muy delicado políticamente. No pisotees a nadie. Ya te han aporreado una vez. Perdón. Intimidado.
—Mira, Perila, este asunto ya está finiquitado. Pudo haber sido delicado hace cinco años, cuando Augusto era emperador. Pero Paulo está muerto y enterrado, Tiberio tiene el poder y Silano ha vuelto a ser persona grata. ¿De acuerdo?
—¿Qué hay de Julia? Aún vive en Trímero, ¿verdad? ¿O pasé algo por alto?
Suspiré. Que los dioses me libren de las mujeres belicosas.
—Julia no es nada para Verruga, Perila. Ni siquiera es pariente.
—Era su hijastra.
—Hasta que él se divorció de la madre. —Tiberio había sido esposo de Julia la mayor, la que había muerto en Regio—. Y por lo que dicen nunca la soportó. Era un matrimonio de conveniencia, y ya sabes cómo son, ¿verdad?
Era sólo un tanteo, lo juro, pero apenas dije esas palabras supe que había cometido un error. Un grave error. Como preguntarle a la mujer de Edipo cómo andaba su hijo últimamente. Perila bajó los ojos hacia el plato y sus dedos largos y delgados jugaron con el calamar. El silencio se prolongó.
—Mierda —dije al fin—. Oye, Perila, lo siento si…
—No tiene importancia. —Irguió la cabeza—. Tú no estás casado, ¿verdad, Corvino?
—No. Corro a gran velocidad.
Ella no sonrió.
—Yo sí. Pero tú lo sabes, desde luego. Hace seis años que estoy casada.
¡Por Júpiter! ¿Cómo salía de ese atolladero? Traté de aligerar la conversación.
—Enhorabuena. ¿Tienes hijos?
Otra pifia fenomenal. Quizá fuera mi imaginación, pero creo que ella tembló.
—No —murmuró—. No hay hijos.
—Eso es… duro. —Busqué desesperadamente un pretexto para cambiar de tema, pero no se puede decir mucho sobre las aceitunas rellenas y las verduras frescas.
—Quizá debería explicar algo sobre… —Ella titubeó—. Sobre mi relación con mi esposo.
No dije nada. Sé juzgar los estados de ánimo, sobre todo en las mujeres. Con una de mis bobaliconas habría estado pavoneándome desde hacía rato. Cuando una mujer empieza a hablar mal del marido en estas circunstancias, uno sabe que la velada seguirá un curso bastante previsible. Pero esto no era una insinuación. Ante todo, había vuelto el hielo, y era evidente que Perila no estaba pensando en que ambos reventáramos un colchón. Estaba rígida en la silla —nada de lánguidos divanes para esta matrona romana— y clavaba los ojos en el plato.
—Nos conocimos después del exilio de mi padrastro. Yo tendría doce o trece años. Rufo ya había estado casado y su primera esposa acababa de morir cuando le pidió mi mano a mi madre.
Me moví incómodamente en el diván. En ese momento habría recibido a Calías con los brazos abiertos, vino con miel incluido. Hasta habría aceptado una pequeña incursión de matones germanos. Pero no había interrupción a la vista. Si era la hora de las confidencias, tendría que apretar los dientes y soportarlas. Ni siquiera me atreví a carraspear cortésmente.
—Era un buen partido. —Perila mantenía la vista gacha—. Rufo no estaba en una posición acomodada, pero venía de una buena familia. Gozaba del favor de Augusto, y le esperaba un ascenso y una buena carrera política. Mi madre tenía contactos con la nobleza, no muy fuertes (es prima lejana de Marcia, la viuda de Fabio Máximo), pero ya no nos miraban bien en la corte. Dadas las circunstancias, creo que tuve bastante suerte.
Bebí el vino. Cuando apoyé la copa en la mesa, el tintineo sonó como un portazo, pero ella no pareció notarlo.
—Tendríamos que haber entrado en sospechas cuando Rufo sugirió un matrimonio tradicional —dijo ella—. Ya sabes a qué me refiero: cuando la propiedad de la esposa pasa por completo al marido. —Asentí, aunque ella no me miraba. Los matrimonios de ese tipo aún eran bastante comunes en las familias linajudas, sobre todo las que ocupaban puestos sacerdotales, pero en general habían pasado de moda por razones obvias—. Pero no fue así. Afortunadamente intervino el tío Fabio, que todavía vivía, y era cabeza de la familia. Rufo no era muy rico, como te decía, y tenía mala reputación en lo concerniente al dinero. Así que llegamos a una componenda. Cuando yo cumpliera los dieciséis, podría tenerme a mí, pero no mi dinero.
Calías asomó la cabeza por la puerta, presuntamente para preguntar si habíamos terminado los entremeses. Antes de que yo pudiera hacerle una señal, el sinvergüenza cayó en la cuenta de lo que pasaba y se perdió de vista con la celeridad de una anguila engrasada. En vez de la propina, pensé en un subrepticio rodillazo en los genitales cuando saliera. Perila no lo había visto. Aún fijaba los ojos en el plato y sus dedos desmenuzaban el diminuto calamar en trozos cada vez más pequeños. Ya no quedaba mucho de él.
—Hacía un año que estábamos comprometidos cuando comprendí que sólo le interesaba el dinero. ¿Te conté que Augusto le había dejado su propiedad a mi padre cuando lo exilió? Lo cierto es que Rufo había acuciado a mi madre desde el principio, para que ella le permitiera administrar las finanzas de la familia. La situación era bastante tirante. Si no hubiera sido por el tío Fabio, Rufo se habría salido con la suya.
—¿Por qué no rompisteis el compromiso? —pregunté en voz baja—. No tenía derecho legal a ti ni a tu dinero hasta la boda. ¿Por qué no lo mandasteis al cuerno?
Perila sacudió la cabeza.
—No conoces a mi madre, Corvino. Entonces ella no estaba enferma, pero no tenía mucho carácter. Y el dinero era de ella, no mío. Ni del tío Fabio. Mi padrastro la había puesto a cargo de su patrimonio.
—Pero Fabio Máximo era amigo íntimo de Augusto. Sin duda él podría haber intervenido.
—Hizo lo que pudo. Pero no tenía atributos legales, sólo el derecho de asesorar. Y Augusto no simpatizaba con mi padrastro, como recordarás. La boda se celebró en la fecha acordada.
—¿Y Máximo dejó que ese hijoputa se saliera con la suya?
Perila sonrió y asintió lentamente.
—Dejó que ese hijoputa se saliera con la suya —dijo lentamente—. Como tan gráficamente lo has expresado. Al menos, en lo concerniente al matrimonio. Allí no tenía ninguna opción. El dinero, por suerte, era harina de otro costal.
Yo me estaba interesando a pesar de mí mismo.
—¿Y qué sucedió?
—Nos casamos. Rufo siguió acuciando a mi madre pero no podía hacer nada mientras el tío Fabio estuviera vivo para aconsejarla. Mi madre siempre escuchaba al tío Fabio. Además, como dices, era buen amigo del emperador.
—Pero luego Augusto murió.
—En efecto. Augusto murió. Y poco después le siguió el tío Fabio. Era lo que Rufo esperaba. Hacía tiempo que procuraba granjearse los favores de Tiberio. Y cuando Tiberio fue proclamado emperador, Rufo fue a verle y le pidió que el patrimonio de mi padrastro le fuera transferido legalmente, como propiedad de un delincuente convicto. Combatimos su pretensión en los tribunales y al fin ganamos, aunque a duras penas. Ahora ese patrimonio está a salvo, desde luego. Con la muerte de mi padrastro, pertenece totalmente a mi madre y Rufo no puede tocar un cobre. —Apartó los ojos de los trozos de calamar relleno que yacían desmigajados en la mesa. Yo esperaba lágrimas, pero sus mejillas estaban secas y sus ojos eran duros y fríos—. Ahora ya lo sabes, Corvino. Sabes lo que siento por mi esposo. Sabes por qué lo odio.
El silencio se interpuso entre ambos como una mortaja. Nunca me había sentido tan incapaz de responder. Ni tan abochornado. Ni tan apenado por otro ser humano. Ni tan furibundo.
Fue Calías quien salvó la situación. Empezaba a caerme bien, así que descarté el rodillazo en los genitales. Entró como uno de esos dioses que los dramaturgos griegos hacen revolotear sobre el escenario para solucionar las cosas cuando se han enmarañado en los nudos de una trama demasiado compleja. No es que estuviera colgado de una grúa, pero ya entendéis a qué me refiero.
—¿Sirvo el plato principal, señora? —preguntó.
¡Por Júpiter! Tuve ganas de darle un beso, y besar esclavos varones no es mi especialidad, y menos si son tan feos como Calías. Perila se sacudió para despejarse.
—Corvino, lo lamento mucho —dijo—. Te estaba aburriendo. Debiste habérmelo dicho.
—Oye, no, está todo bien. Fue fascinante. —¡Estupendo! Bien hecho, Corvino. Otra pifia espectacular—. Quiero decir que no te preocupes. De veras.
Calías, bendito sea, no esperó la autorización. Llamó a los subalternos que esperaban fuera y ellos entraron deprisa, se llevaron los entremeses (la mayoría intactos) y sirvieron la cena propiamente dicha. Era comida buena y sencilla: puerco en una salsa de miel y comino, lentejas con puerro, y un estofado de erizo que me hacía agua la boca de sólo mirarlo. Amén de que Calías no había olvidado mis instrucciones sobre el vino. Bebí la primera copa de un trago y pedí más.
Perila se reclinó en la silla.
—Habla tú, para variar, Corvino. Háblame de tu familia.
Un dios maligno debía de estar revoloteando sobre la mesa esa noche. No, pensé. Ni lo sueñes, amiga. Tras haber sobrevivido a una charla deprimente, no quería iniciar otra. En algunas veladas literarias (o pseudoliterarias) los invitados sacan pequeños esqueletos de plata articulados y los zarandean mientras declaman alegres odas sobre el destino, la muerte y la corrupción del cuerpo. No es un entretenimiento que me fascine. De sólo pensar en una confesión personal sobre mi padre y nuestra relación (o falta de ella), se me fruncían los genitales. En cambio, sin solución de continuidad, empecé a desgranar esas piezas de mi repertorio que siempre tenían éxito en las fiestas. Decorosamente expurgadas, naturalmente. Fue lo mejor que podía haber hecho.
Nunca creí que oiría reír a Perila, pero se rió, sobre todo cuando le conté el de la vestal y el calabacín. Ambos estábamos bastante achispados y la expurgación era cada vez más limitada; ella había llegado a esa etapa tonta en que se reía de todo (y estaba de acuerdo con todo), y sospecho que si realmente hubiera querido llevarla a la cama podría haberlo hecho sin tropiezos. Con una de mis bobaliconas habituales no lo habría pensado dos veces, pero Perila era distinta. Sabía que por la mañana ella me odiaría, y sospeché que tampoco yo me tendría mucho aprecio. Así que antes de medianoche le di las gracias, me despedí y le deslicé al viejo Calías todo el dinero que llevaba encima. Luego silbé para llamar a los muchachos de las antorchas y me fui a casa.
Durante el camino me pregunté si me estaba ablandando. O la había interpretado mal. O me había interpretado mal a mí mismo. Todo eso era posible, y también otras cosas. Sin duda me sentiría muy orondo y virtuoso por la mañana, pero en ese momento me sentía solo.