VIII

La casa de Léntulo era todo lo contrario de la casa de Rufo. Era grande, vieja, extensa y apestaba a complacencia. No había ningún mosaico de Augusto en el vestíbulo y los esclavos vestían de verde.

No hay dinero como el dinero viejo. De inmediato me sentí a mis anchas.

Había tenido razón en cuanto a la fiesta. El viejo estaba sentado en una silla del atrio, donde lo rasuraban y masajeaban. Observé desde la puerta mientras el barbero le recortaba la pelusa que le cubría la calva, lo palmeaba con talco aromático y eliminaba el desagradable vello de la nariz con pinzas. Cuando hizo una pausa en esa repulsiva labor, carraspeé.

Léntulo miró en torno.

—¡Hola, muchacho! —saludó—. ¿Algún marido se ha limpiado las botas en tu cara?

—Sí, algo así. —Me adelanté y me senté cuidadosamente en el borde de mármol que rodeaba la piscina ornamental. Léntulo habría disfrutado de la historia real, lo sabía, pero no quería correr el riesgo de asustarlo—. ¿Qué hay esta noche? ¿Más pitones?

—Contorsionistas pigmeas egipcias. Actúan al son de la música. —¡Por Júpiter!—. No te sientes allí a menos que quieras hemorroides, muchacho. Usa un diván. —Me tendí en el diván para huéspedes, y su esclavo trajo vino y un cuenco de fruta—. Muy bien, mozalbete, ¿qué te trae por estos parajes?

—Quisiera aprovechar tu sapiencia —dije. Los clichés son pegadizos.

Léntulo resopló, y el barbero, que le estaba introduciendo las pinzas de bronce en la fosa nasal derecha, retrocedió abruptamente con un gruñido de fastidio. Léntulo no le prestó atención.

—Adelante, muchacho —dijo—. Pero no esperes demasiado. Mi viejo maestro decía que le daba miedo pegarme demasiado fuerte, por temor a provocar una lesión mental duradera.

No sonreí. Quizá el maestro hablara en serio.

—Es sobre Julia.

De nuevo el barbero apartó las pinzas a tiempo cuando Léntulo movió la cabeza.

—¿Qué es eso? ¿Qué Julia?

—La hija del viejo emperador. La que fue exiliada hace diez años por adulterio.

Léntulo cogió la servilleta que tenía sobre el pecho y lentamente se limpió el talco y el vello recortado de la cara.

—Lárgate, Simón —le dijo al barbero—. Puedes terminar más tarde.

El esclavo lo miró con el ceño fruncido, recogió las herramientas de su oficio y se marchó.

Léntulo sonrió.

—Ese granuja quisquilloso se cree que es un artista. Desde que lo compré insiste en que pruebe una depilación, pero no me convencen esas cosas. Un amigo mío se hizo depilar una vez y se llenó de ampollas. No pudo mostrar la cara en público en un mes, ni el trasero en privado en dos. Y por si te ha entrado la duda, no estoy hablando del emperador. —Elevó la voz—. ¡Oye, tú!

El esclavo que había traído el vino se acercó deprisa.

—Probemos un poco de lo que tienes allí. —Terminó de enjugarse la cara, arrojó la servilleta al suelo y se acomodó en el diván principal—. Y llena la copa de Valerio Corvino, ya que estamos, so tacaño.

El esclavo obedeció y yo bebí con gusto. De nuevo falerno, y tan bueno como el mío, o mejor. Léntulo sería un reaccionario aún más conservador que Catón, pero sabía de vinos.

—Ahora bien… —Se volvió hacia mí—. ¿Por qué quieres saber sobre Julia, joven Corvino? No pensarás hacerte historiador, ¿verdad? —Pronunció la palabra como si fuera una obscenidad.

Yo reí.

—No, sólo siento curiosidad.

—A otro con ese cuento. Dime la verdadera razón.

Lo miré. Sus ojos porcinos, hundidos en rollos de grasa, eran bastante agudos. Léntulo no aparentaba ser gran cosa pero era listo, y me convenía andarme con cuidado. No podía decirle la verdad, pero sería una necedad mentir descaradamente, porque se me abalanzaría como un armiño sobre un conejo.

—No puedo decírtelo —dije con cauta cortesía—. Pero es importante. De lo contrario no preguntaría.

—Esto no tendrá nada que ver con cierta damisela que es hijastra de cierto poeta muerto, ¿verdad?

Mierda. Al cuerno con la pose de joven ingenuo. Bien, de todos modos no era mi especialidad.

—Vale —dije—. Me has pillado. Ahora dime que olvide el asunto, como todos los demás.

Gruñó. El esclavo le dio una copa de vino y él la empinó y estiró el brazo para que se la llenara de nuevo.

—Si lo hiciera —dijo—, ¿dejarías de hacer preguntas y volverías a las cosas en que deben interesarse los mocosos consentidos?

—No creo. Trataría de aprovechar la sapiencia de otro.

—Eso pensé. —Me miró larga y reflexivamente por encima de la copa de vino—. De acuerdo, muchacho. Es tu funeral. Siempre que comprendas que hoy en día no gozas de gran popularidad en ciertos ambientes, y no vengas a llorar sobre mi hombro cuando te quemes. ¿Convenido?

—Convenido.

—Así me gusta. Sólo recuerda que lo dijiste. Pero no hay mucho que contar. Julia era una golfa fornicadora igual que la madre. —La hija de Augusto, otra Julia, había sido exiliada el año en que nací, y por el mismo delito. Había muerto en Regio cuatro años antes—. Sucedía con demasiada frecuencia y alguien la denunció ante Augusto. Él la mandó a Trímero. Fin de la historia.

Me sentí engañado.

—Yo te podría haber contado eso. ¿Qué hay de los detalles? ¿Quién la denunció, por ejemplo?

—Ni idea, muchacho. —Léntulo eructó y se sobó el estómago—. Ojo, me quito el sombrero ante la niña. Cualquiera que se dé tanta maña para guardar las apariencias cuenta con mi voto.

—¿A qué te refieres?

—Si le echabas un vistazo, parecía la esposa perfecta. Aunque no le gustaban los chismorreos, los niños ni las joyas; la dulce Julia trazaba ciertos límites. Salvo por las pamplinas literarias, pero muchas mujeres tienen esas ideas tontas. —Pensé en Perila. En efecto—. Y rellenita, además. Aunque eso no significa demasiado. Cuando esas niñas tranquilas y fornidas rompen las cadenas, nadie las frena, ¿verdad? —Rió entre dientes—. Recuerdo a una mujer de Veyes, llamada Paulina, una muchacha corpulenta, con tetas de vaquillona…

—¿Quién era su amante? El de Julia, quiero decir.

—Plural, muchacho, plural. Se acostó con media Roma.

—¿Nombres?

—Un sujeto llamado Silano. Décimo Junio Silano. Buena familia. Su primo Marco se quedó con la hija cuando estalló el escándalo.

—¿Qué hija?

—La hija de ella, de Julia. ¿Hoy en día no les enseñan nada a los jóvenes sobre la sociedad?

El nombre Décimo Silano no me sonaba, pero había oído hablar del primo Marco. Claro que sí. Un fulano de carrera: actual cónsul, amigo de mi padre y lameculos de primera magnitud. No sabía que su esposa era la hija de Julia, pero no me sorprendía. Las familias patricias nos mantenemos unidas.

—¿Quién más? ¿Quién más estaba liado?

—¿Quieres decir quién más follaba con ella? Media Roma, te he dicho.

—¿Quiénes, por ejemplo?

Léntulo abrió la boca y volvió a cerrarla.

—Qué sé yo. Hay muchos rumores, y no hay humo sin fuego, como dicen. Pero Silano es el único nombre concreto que puedo darte.

—¿Qué pasó con Silano? ¿Lo hicieron trizas o Augusto sólo le dijo que se cortara las venas?

El viejo rió y bebió vino.

—¡Por Júpiter! ¡Nada de eso, muchacho! Ostracismo social, ésa fue la condena de Silano. Ni siquiera fue exiliado formalmente, sólo privado de la amistad del emperador. Aun así, el pobre diablo se apresuró a largarse de Roma en busca de climas más saludables. A decir verdad, acaban de permitirle volver.

Creí haber entendido mal.

—¿Silano está en Roma?

—Desde hace unos días, sí. —Léntulo gesticuló con la copa, derramando un poco de vino en las baldosas—. Su primo convenció a Verruga. No ha vuelto a la vida pública, desde luego, y no creo que lo haga. Tiberio no es tan generoso. Tiene una pequeña casa al otro lado del río, en el Janículo. No tan pequeña, ahora que lo pienso. Los deleites de la vida bucólica, ese tipo de cosas. Aun así, tuvo más suerte que el marido, ¿verdad?

Juro que tenía los pelos de punta, pero mantuve la voz calma.

—¿Qué marido?

—¡Límpiate la cera de los oídos, muchacho! ¡Es la segunda vez! El marido de Julia, naturalmente. El maldito Emilio Paulo. —La voz le resbalaba un poco. Ese vino no tenía mucha agua y él había bebido dos copas enteras encima de quién sabe cuántas más. No estaba ebrio como una cuba pero iba por buen camino—. Lo liquidaron, ¿verdad? Pues se lo merecía.

De pronto todo estaba muy quieto y despejado. Recuerdo que miré el mural de la pared, una escena mitológica que representaba a Perseo con la cabeza de la gorgona. El esclavo que estaba junto a ella con la jarra de vino se movió y el chillido de sus sandalias en las baldosas de mármol me atravesó como un cuchillo.

—¿Paulo fue ejecutado? ¿Por qué?

Y Léntulo se calló. Se paró en seco. Se levantó, apoyó la copa de vino en una mesa, se volvió para mirarme.

—El vino hablaba por mí, muchacho —dijo—. Olvídalo, ¿quieres? Ya te he dicho más de la cuenta.

Yo también dejé la copa. Tenía que hacerlo. Estaba tan alborotado que la habría soltado.

—Oye, viejo sinvergüenza, no puedes dejar las cosas ahí. Vamos, con el tiempo lo averiguaré. ¿Por qué liquidaron a Paulo?

Léntulo aún me clavaba los ojos. Estaba gris, y muy sobrio.

—Vale, Corvino. Tú lo pediste, y es tu funeral, recuérdalo. Después de enviar a Julia a Trímero, Augusto hizo ejecutar al esposo por traición. —Miró hacia otro lado—. Ahora lárgate y déjame en paz, muchacho. No quiero volver a verte. Nunca más.

Pensé en lo que Léntulo me había dicho cuando regresaba del Celio. Mejor dicho, en lo que me había dicho que no podía decirme: los nombres de los otros caballeros que habían intimado con Julia, aparte de Silano. Tratándose de un chismoso como Léntulo, la confesión de ignorancia total era sorprendente, como mínimo. Era posible, claro. Todo era posible. Quizá realmente no lo supiera. Pero había otra explicación y, si era correcta, abría todo un campo de posibilidades interesantes.

Léntulo no podía darme más nombres porque no los había. Al cuerno con «media Roma» y esas patrañas. Silano era el único amante de Julia. Punto y aparte, final de párrafo, se acabó el libro. Y eso podía significar…

Interesante, ¿verdad?