Visité a Perila a la mañana siguiente. Mi aspecto debía de ser peor que mi humor, lo cual es decir mucho, porque al verme abrió la boca como si le hubieran pegado en el vientre.
—¡Corvino! ¿Qué te ha pasado?
Me senté en la silla que me trajo su esclavo Calías. Las sillas no figuraban en mi lista de muebles favoritos desde el pequeño episodio del día anterior. Una pila de cacharros triturados no es el mejor cojín.
—Nada importante —dije—. Una reunión con el personal de seguridad del servicio imperial. Quieren que retiremos nuestra solicitud.
Perila no entendió al principio. Cuando cayó en la cuenta, no podía creerlo.
—¿Quieres decir que Tiberio te hizo aporrear?
—Sólo intimidar, querida. Aporrear tiene una gradación más alta.
—¡Qué espanto! —Se levantó de la silla, se acercó a las cortinas del vestíbulo y miró el jardín. Cuando se volvió, le brillaban los ojos y apretaba los labios.
—Corvino, no vale la pena pasar por esto para traer las cenizas de mi padrastro. Olvida que te lo pedí. Por favor.
—¿Y perderme la diversión? —Traté de sonreír, pero la boca no me funcionaba muy bien porque en alguna etapa de los sucesos del día anterior yo había tratado de morder una olla.
Se sentó frente a mí. Noté que a pesar de su calma y compostura de costumbre, entrelazaba las manos.
—¿Qué pasó? ¿Exactamente?
Le conté los detalles truculentos. Tal vez adorné un poco los números, para salvar mi reputación. No estaba demasiado orgulloso de mí mismo.
—Lo que me desvela —concluí— es que no sé si podré tocar la flauta doble con este labio hinchado.
Se preocupó al instante.
—¡No lo sabía! ¿Eso es importante para ti, Corvino?
¡Por Júpiter! La encantadora Perila era una lumbrera que leía a Aristóteles, pero tenía tanto sentido del humor como un atún. Todavía le estaba explicando la broma cuando Calías regresó con una copa rebosante de vino. La apoyó en la mesa, hizo una reverencia y se fue. Bebí con toda la soltura que me permitía el labio cortado.
No, no era el líquido apestoso que me habían servido la última vez. Lo supe antes de permitir que una gota atravesara mis labios magullados. Aquella mañana, antes de visitar a Perila, había enviado a Batilo con una vasija de mi propio falerno, un buen producto de los viñedos que nuestra familia tenía cerca de Sinuesa: faustiano, nada menos, y cinco años mayor que yo. Le había advertido a Batilo que le dijera a Calías de mi parte que si él servía otra cosa o le contaba a Perila que había hecho un cambio, yo me encargaría personalmente de que apareciera flotando en el Tíber con la polla anudada en un ballestrinque. No me molestaba que me intimidaran por Perila, pero todo tenía un límite, y no estaba dispuesto a beber la orina de caballo de su marido Rufo.
—Pues bien, ¿tu padrastro conocía bien a Julia? —dije cuando el falerno inició su mágico viaje hacia el sur.
—¿Qué? —Perila alzó la cabeza como si se hubiera sentado sobre una avispa.
—Ya me oíste. Julia. La nieta del viejo emperador. La que mandaron a Trímero por adulterio.
—Conque has hecho esa asociación.
No supe cómo interpretar su tono de voz. No era enfado. Quizá resentimiento. Como si yo la hubiera defraudado, pero lo estuviera esperando.
—¡Por favor, Perila! Tú también habrás pensado en ello. Ese asunto de Julia es tan obvio que hasta yo lo deduje sin reventarme un vaso sanguíneo. —No dijo nada, así que aproveché mi ventaja. O lo que consideraba una ventaja—. Si Ovidio tenía una aventura con Julia, su abuelo tendría derecho a patearle el trasero, ¿verdad? Sobre todo porque la niña estaba casada. Y también sería una cuestión personal de la familia, así que no sería asunto de estado. Pero quisiera saber por qué…
—Corvino. —La voz de Perila se podría haber usado para hacer un sorbete helado de uva en verano—. Aclaremos una cosa. No hubo ninguna aventura con Julia. Mi padrastro era varios años mayor que ella, amaba a mi madre, y además era el hombre más moralista de Roma.
No me reí. Estuve muy a punto, y en mi feble estado casi me tronché, pero no me reí.
—Sí, naturalmente. Por eso Augusto prohibió su poesía, por causar un cosquilleo en los paños menores de los caballeros y damas impresionables.
—¡Confundes la poesía con el poeta!
—Quizá. Pero la poesía de Ovidio me parece bastante autobiográfica. Por lo que he leído, el hombre debía andar siempre encorvado. Sin afán de criticarlo, desde luego.
—¡Parecía autobiográfica porque era un gran poeta!
—Mira, no discutamos. Si dices…
Pero ella no había terminado conmigo. Perila era hermosa cuando se sulfuraba.
—Yo lo conocí, Corvino, y tú no. Era el hombre más gentil, más fiel, más moderado…
Alcé la mano.
—Ya, vale. ¡Vale! De acuerdo, lo lamento. Alimentaba avecillas con su mano blanca como un lirio y se sonrojaba hasta los tobillos si una muchacha se le insinuaba. Seguro. Acepto tu palabra. Pero, Perila, por favor. Tiene que haber una conexión con Julia. Es mucha casualidad que a ambos los exiliaran el mismo año.
—Cosas más extrañas han pasado.
—No estés tan segura. —Tomé otro sorbo de vino. Maravilloso—. Bien, encarémoslo de otro modo. Tu padrastro dijo que lo habían exiliado por algo que vio y no denunció, ¿sí?
Asintió brevemente. Aún parecía que alguien le hubiera puesto cemento en la boca.
—Pues bien, si Ovidio no estaba liado con Julia, ¿qué tiene de malo la teoría de que él sabía que alguien se acostaba con ella y no le pasó la información a Augusto?
—Nada, salvo que no tendría sentido silenciar esa acusación. Si Augusto estaba dispuesto a permitir que se conociera el delito, ¿por qué se preocuparía por lo que había visto Ovidio? ¿Y por qué lo castigaría tan severamente?
—Sí, claro. Pensé en ello. Pero quizá lo que vio Ovidio tuviera otras implicaciones. Quizá se relacionara con el adulterio pero no fuera parte de ello.
—¿Qué quieres decir?
—No estoy seguro. Quizá nada. Sólo una idea, pero si hubiera algo más, todo cambiaría. En todo caso, necesitamos más información, y no será fácil obtenerla. Más aún, te apuesto un cesto de lampreas contra una aceituna sin hueso a que encontraremos la boca de la gente más cerrada que el culo de un mosquito.
Perila frunció el ceño, y pensé que por mi grosería (la frase se me había escapado), pero me equivocaba.
—Corvino, ¿es necesario todo esto?
—¿Todo qué?
—Esto: escarbar en el pasado. Remover viejas osamentas. Mi madre y yo sólo queremos traer las cenizas de mi padrastro. No nos importa lo que él hizo.
Me recliné y la miré azorado. Esa muchacha hablaba en serio. ¡Sí, hablaba en serio, con genuina franqueza! Le importaban un bledo trivialidades tales como las motivaciones. Para mí, ahora, la recuperación de las cenizas era accesoria; mejor dicho, sólo era parte del juego. No podía desistir, al margen de lo que quisiera Perila. Estaba enganchado, tenía que saber qué había hecho Ovidio, al menos para mi satisfacción personal. Y presentía que las dos cosas iban juntas, que nunca obtendríamos la autorización imperial para traer los restos de Ovidio a menos que resolviéramos el misterio de su exilio.
—Sí, es necesario —respondí—. Créeme.
—De acuerdo. —Su respuesta llana me sorprendió, y también me calentó por dentro—. Entonces, ¿a quién le pedimos la información que necesitamos?
Reparé en el plural. Parecía que ambos estábamos otra vez en el mismo bando. Mi calor interior aumentó.
—Has dado en el blanco —dije—. Ése es el problema, ni más ni menos.
—¿Y la solución?
Eso era lo que me gustaba de Perila. Si había un problema, tenía que haber una solución. Sencillo. Quod erat demonstrandum.
Sólo que en este caso no era así.
—Aguarda —dije—. Déjame pensar.
Bebí un sorbo de vino. Esta cuestión era engorrosa. No tenía sentido abordar a personas de mi edad. Aunque fueran más accesibles, eran niños como yo cuando exiliaron a Julia diez años atrás, así que ninguno podría revelarme mucho más de lo que ya sabía. Aunque fueran sujetos rastreros como Celio Crispo. Por otra parte, los mayores, los que tenían más de treinta años y disponían de la información por experiencia personal, en general eran amigotes de mi padre y de ellos sólo conseguiría una mirada impávida y un chasquido de lengua. No podía correr el riesgo de acudir a un desconocido, ni tampoco a un enemigo político de mi padre, porque necesitaba la certeza de que el hombre mantendría el pico cerrado, al margen de que me revelara algo o no. Si se difundía que el joven Corvino estaba sacando los trapos sucios imperiales al sol, obtendría algo más que unos tajos y magulladuras. Tiberio no era un tirano, pero no toleraría que un listillo metiera las narices en los secretos de la familia. Esa intromisión era un atajo al exilio, o algo peor. ¿Qué me quedaba entonces? Que se pudrieran todos. A menos…
De pronto recordé al senador gordo que me había echado una mano en el palacio.
—Léntulo.
—¿Quién?
—Cornelio Léntulo. ¿No conoces a Cornelio Léntulo? En el foro lo llaman el Gran Elefante Blanco. Y no sólo por su tamaño.
—Corvino, no sé de qué estás hablando.
—Léntulo lo sabe todo. Y nunca se olvida. —Bebí un buen trago de falerno y dejé que se deslizara suavemente por mis amígdalas—. Más aún, le importa un rábano lo que opinen los demás. Léntulo es perfecto. Hablaremos con Léntulo.
—¿Estás seguro?
—Claro que sí. —Terminé el vino y me levanté—. Estoy tan seguro que iré ahora al Celio y lo pillaré antes de que empiece a prepararse para su fiesta nocturna.
—¿Qué fiesta?
—Para Léntulo siempre hay una fiesta. Si tengo suerte, el vejete ya estará medio borracho.
—¿Te vas enseguida? —Creí detectar decepción en la voz de Perila, pero quizá fuera sólo una expresión de deseos—. ¿Ya?
—Sí. Creo que es la mejor hora para encontrarlo. —Luego tuve otra idea, muy egoísta y totalmente ajena a Ovidio—. Mira, si me da alguna información, ¿puedo regresar después? Quizá al anochecer.
—Desde luego. —¿Ella estaba más roja que de costumbre o era mi imaginación?—. Ven a cenar. Esta noche no tengo invitados. Nunca los tengo, en verdad.
Perila no dejaba de sorprenderme. Al irme me pregunté cuál de los dos había preparado el terreno. Había creído que era yo, pero al evocarlo no estaba tan seguro. Y eso era interesante.
Vi la litera de mi madre en el camino. Me había olvidado de que ella y su nuevo esposo también vivían en el Celio. Las cortinas estaban abiertas, así que saludé, pero creo que no me vio. Pensé en acercarme para saludarla apropiadamente —hacía al menos dos meses que no hablaba con ella—, pero al final decidí que no. Después de mi encontronazo con el Gran Fritz no estaba muy presentable. Sólo me habría hecho preguntas incómodas, y se habría preocupado.
Varo a sí mismo
La última vez conté quiénes somos, aquí en los bosques de Germania. Veo que he sido demasiado lacónico al describir el papel de Ceonio. Lo he llamado aliado, sin cortapisas. Quizá deba decir algo más.
No me agrada Ceonio. Lo habrás adivinado. Como decía, es un personaje venal, cobarde y totalmente desagradable. No obstante, debemos usar todas las herramientas de que disponemos, y aparte de eso el hombre es totalmente utilizable. Será un piojo, pero es un piojo eficiente, que es lo que necesito. Ceonio tiene olfato para la intriga, y talento para ello, lo cual es infrecuente en mi (extensa) experiencia. Los generales son hombres públicos, sobre todo cuando se encuentran en medio de sus ejércitos. Gústeles o no, cuando se dedican a la traición deben tener aliados sin rostro (pero no sin lealtad) que manejen los asuntos sucios sin despertar sospechas en el corazón de los piadosos. Así es Ceonio, por excelencia.
Debo aclarar que su lealtad es incuestionable. Me he asegurado de que sea así. El hombre tiene ciertas propensiones que, si se conocieran en Roma, en el clima moral imperante serían su ruina militar, política y social. Incluso física, quizá. Desde luego, sabe que mi silencio sobre el tema está condicionado por la continuidad de su colaboración.
Pero el chantaje no es mi única manera de dominarlo. Tengo demasiada experiencia para confiar sólo en eso, sé muy bien que los gusanos no sólo sufren transformaciones sino que invariablemente escogen el momento más inoportuno para hacerlo. Ceonio recibe una buena paga por su asistencia. Muy buena. Arminio es generoso, así que yo puedo darme el lujo de ser generoso a mi vez. Entre el palo y la zanahoria, mantengo en marcha a mi aliado.
He ahí a Ceonio. Demos por concluida la presentación.