VI

No emprendí el regreso tras irme de la casa de Perila. Había dejado un anillo de sello para reparar en la tienda de Cadmo, en la calle del Zorro, frente al Saepta, lo cual significaba otro viaje hasta la zona céntrica. No me molestaba. Me agradaba caminar por la ciudad, pese al mal tiempo. Además, era una excusa para dar un paseo por la Suburra.

Sí, ya sé. Es la clase de comentario que los jóvenes herederos de la fortuna familiar esperan de sus papás ricos. Significa que los vejetes andan mal de la azotea y es hora de llamar a los abogados para endilgarles un certificado de flagrante inestabilidad mental. Nadie en su sano juicio camina por Roma si puede evitarlo. Las multitudes son más numerosas que pulgas en el jergón de una ramera barata, en verano hace un calor hirviente y en invierno un frío glacial, y todo el año las calles apestan a residuos, verdura rancia y todo lo demás, desde incienso barato hasta perros muertos y pescado podrido. Y eso es sólo el principio. Si nos desviamos de las arterias principales para internarnos en los distritos más pobres, descubrimos que los lugareños más emprendedores prestan servicios de degüello, atraco y ratería que no tienen parangón en todo el imperio. Si nos atenemos a la avenida principal, quizá recibamos el impacto de algo que arrojaron de un inquilinato. Y si andamos de muy mala racha, quizá nos caiga encima el inquilinato mismo. Sin risas. He sido testigo.

Pero me gusta Roma. Ya, es un vertedero fuera de los tramos donde Augusto encontró ladrillo y dejó mármol, y apesta más que el retrete de una taberna en pleno verano, pero tiene carácter. ¿En qué otro sitio compras un actor enano negro como la pez, una cabra quiromántica te predice la fortuna o pillas la gonorrea de una tragasables, todo en pocos pasos a la redonda?

Roma es un plato fuerte. Puede lastimarte, incluso matarte, pero no puede aburrirte.

El cielo empezaba a encapotarse en serio cuando dejé la ladera del Esquilino y me interné en la Suburra. Pésima noticia. La mayoría de la gente que trabaja en esa parte de la ciudad no puede permitirse impermeables, y mucho menos literas, y las probabilidades de encontrar una litera de alquiler entre la calle Puliana y el Argileto es tan grande como ver a Verruga zapateando por unos cobres en la plataforma de los oradores. Me ceñí la capa, me bajé la capucha para no sentir el viento en los ojos, y traté de pensar en otra cosa que no fuera en cómo me iba a empapar hasta llegar al Saepta.

Por ejemplo, lo que había averiguado sobre Ovidio.

Primero. El motivo de su exilio no era ningún secreto entre los que yo llamaría los lameculos: sujetos como mi padre y Crispo, que tenían contactos con el gobierno y sabían dónde se colgaban los trapos sucios. Si temían abrir sus púdicos labios por miedo a que se los cerraran de un castañazo, el secreto era bastante delicado, aunque fuera historia antigua.

Segundo. Ovidio no había hecho ninguna de las cosas que normalmente te llevan al exilio. O al menos afirmaba que no. Ni traición, ni asesinato, ni falsificación ni fraude. Y eso, como le había dicho a Perila, no dejaba muchas posibilidades. Quizá mintiera, desde luego, pero no me parecía así. ¿Por qué tomarse el trabajo de negar una acusación que nadie le hacía a menos que realmente dijera la verdad? Perila había dicho que ella y su madre aún conservaban la villa de las afueras de Roma, es decir que el emperador no había confiscado el patrimonio de Ovidio. Si el crimen era realmente grave, eso tampoco encajaba.

Por último: no sólo no habían acusado a Ovidio de ninguno de los delitos que él había enumerado. No lo habían acusado y punto. No hubo imputación ni juicio, no hubo nada de nada, sólo una cita para una entrevista privada con el emperador y un billete sólo de ida por decreto imperial. Eso no sucedía con un crimen normal. Más aún, Augusto había dejado claro que era un caso cerrado, al margen de lo que ese hombre hubiera hecho para sacarlo de sus imperiales casillas. No se hacían preguntas ni se daban explicaciones. Más extraño aún, cuando Verruga subió al poder y algunos notables de Roma le suplicaron que derogara el edicto o al menos trasladara al pobre diablo a un sitio donde los lugareños no arrastraran los nudillos al caminar, Tiberio se había negado. Ni indulto ni explicación, sólo esa negativa rotunda. Y ahora el hombre había muerto y el emperador ni siquiera le hacía lugar en Italia para sus huesos.

Un asunto muy espeso. Y extraño por donde lo mirases.

Crucé en el empalme de Puliana con Orbiana y vi una familia de músicos callejeros. Eran talentosos: el abuelo con los timbales, papá con el tamboril y mamá con la flauta doble, y detrás de ellos un crío de túnica parda y sucia escarbándose la nariz como número cómico. La hija —que no era ninguna chiquilla— recogía monedas. Tenía una falda corta con campanillas, un sostén de cuero y una expresión de aburrimiento demoledor. Con ese tiempo, se debía de estar congelando. Cuando se me acercó, le deslicé una pieza de plata bajo cada copa del sostén, le palmeé las posaderas y me marché deprisa, antes de que papá descubriera por qué sonreía la niña. Siembra un poco de alegría, ése es mi lema. Además, tenía unas tetas maravillosas. Luego me interné en una calleja que me llevaría por el corazón del distrito hasta la calle Suburra.

¿Qué había hecho Ovidio, pues? Yo sólo contaba con su extraña y esquiva afirmación de que había visto algo que no debía y no se lo había dicho a nadie. No era precisamente apabullante, y no era causa para ganarse un exilio vitalicio en un agujero como Tomi, perdido en los quintos infiernos. Y menos para impedir que los familiares recobraran las cenizas. Esto era inaudito. Claro que el estado podía exprimir a la parentela si el delito había sido grave, pero eso no era lo mismo que impedirle sepultar los huesos cuando el fulano moría. Al margen de la culpa de Ovidio, esta reacción refleja y continua era peculiar, totalmente desaforada y absolutamente inexplicable.

¿Qué nos quedaba entonces? Algún escándalo, obviamente, que Augusto quería enterrar profundamente, deprisa y para siempre. Un escándalo era lo único que explicaba el secreto y la ausencia de acusaciones formales, y podía ser personal, político o ambas cosas. Yo apostaba por lo personal. Ovidio no era político y, como he dicho, tenía la reputación moral de un gato de callejón. Tras enviarlo a Tomi, Augusto había retirado sus poemas de los anaqueles de las bibliotecas públicas de la ciudad. Yo lo sabía por experiencia. Recuerdo que pocos años después, siendo un niño con hoyuelos, traté de echar mis libidinosas manos a su Arte de amar —una meticulosa guía para la seducción— y me echaron con cajas destempladas y un apolillado ejemplar de ese apasionante tratado de Catón sobre la agricultura. Un escándalo social salpimentado con sexo, tan cercano a la familia de Augusto como para tomarlo como insulto personal, tan grave como para exiliar al culpable y advertirle de que cerrara el pico incluso ante la esposa y la hija. Y tenía que haber ocurrido diez años atrás, en la época en que…

En que…

¡Por Júpiter! Me detuve tan súbitamente que la mujer corpulenta que me seguía a un par de pasos chocó contra mi espalda. La vara que llevaba, con dos gallinas colgadas cabeza abajo, me propinó un porrazo en el lado de la cabeza.

—Fíjate por dónde vas, hijo —me dijo, o palabras de ese tenor. La Suburra no es sitio para encontrar una dicción refinada.

—Ya, ya, lo lamento. —Todavía estaba aturdido, y no por el porrazo. La vieja me miró raro y pasó de largo. Las gallinas tampoco parecían muy contentas.

¡Julia! ¡El escándalo de Julia!

No recordaba los detalles (entonces era sólo un crío, con menos de diez años), pero sabía lo esencial. Había ocurrido ese mismo año, estaba seguro. Julia, la nieta de Augusto, había sido condenada por adulterio y desterrada a un islote de mala muerte. Y Julia, cuando no estaba meneándose con media Roma, era una de las benefactoras literarias de Ovidio…

Seguí caminando, y la cabeza aún me zumbaba como una colmena. Tenía que estar en lo cierto. No podía ser coincidencia que los dos exilios estuvieran tan cerca uno del otro. Si Ovidio se acostaba con Julia y el emperador lo había descubierto, Augusto tenía buenos motivos para echar chispas. Pero yo estaba seguro de que habían acusado a otro tipo de meter la mano en las bragas. Nombrado y acusado públicamente. Y si Julia lo traicionaba con Ovidio, ¿por qué no decirlo? ¿Por qué no acusar también a Ovidio en vez de andar con tanto misterio? Y si no habían tapado el asunto, y Ovidio sólo sabía que Julia era una golfa y no lo denunciaba, ¿por qué no acusarlo públicamente de eso y liquidar la cuestión?

Sí, ya sé. Esto no alcanzaba ni para freír una anchoa. Pero era un comienzo; el delito de Ovidio, fuera cual fuese, tenía que estar relacionado con el asunto de Julia. ¡Tenía que ser así! Sólo se trataba de combinar todas las piezas. Sería una ayuda contar con más información. El nombre del adúltero, para empezar, y qué había sido de él. Si podía encontrar a alguien que conociera los pormenores y estuviera dispuesto a revelarlos, quizá yo pudiera seguir por mi cuenta. La primera parte era fácil. La segunda…

Sí, la segunda era un engorro. Últimamente la gente me evadía tanto que yo me husmeaba la túnica para ver si tenía mal olor. Si yo tenía razón sobre el asunto de Julia y empezaba a hacer preguntas que implicaran respuestas embarazosas, las cosas se pondrían peor.

Sentí las primeras gotas de lluvia al llegar a la calle Suburra. El Saepta aún estaba lejos, yo empezaba a lamentar mi desvío y las nubes se estaban acumulando como una manada de elefantes en celo. Quizá fuera buena idea enfilar hacia la plaza de Augusto. Allí siempre había literas buscando clientes, pero si la lluvia se descargaba estarían todas ocupadas. Las calles que rodeaban la plaza siempre estaban atestadas y yo no era el único peatón sin sombrero ni impermeable con dinero en el zurrón. Existía la leve posibilidad, sin embargo, de que consiguiera una litera antes de eso. La calle Suburra es una arteria principal y aunque dista de ser una zona distinguida a veces uno tiene suerte. Me volví para mirar si venía algo en mi dirección.

A cierta distancia un hombre cruzó hacia mi lado de la calle. Era uno de esos personajes que no pasan inadvertidos, la mitad del tamaño del mausoleo de Augusto y dos veces más feo, pero sin ese contoneo simiesco que tienen algunos grandullones. Un espadachín profesional, quizá. O un exsoldado. Alguien que sabía que su tamaño era problema de otro. Vi venir lo que pasaría: en esa parte de la ciudad no puedes cambiar bruscamente de dirección si quieres conservar la popularidad, y hasta cruzar la calle lleva tiempo. El grandote chocó contra un vendedor de aceite, lanzándolo por los aires y salpicando a media docena de ciudadanos pacíficos con aceite para lámparas. Si hubiera tenido tiempo, me habría quedado para enriquecer mi vocabulario, pero la lluvia arreciaba y el cielo estaba negro como el culo de un nubio.

Había avanzado unos pasos más cuando estalló la tormenta, una tormenta con todas las de la ley. La lluvia que caía del cielo negro siseaba y rebotaba en la acera como granizo y se acumulaba en las alcantarillas. De pronto la calle era un río pardo y lodoso lleno de hojas de repollo, insectos ahogados y boñigas de mula. Todos buscaban refugio, yo incluido, pero no había dónde refugiarse. Mi capa quedó empapada en segundos. Tenía las orejas y los ojos tapados, y fue pura suerte que avistara la puerta abierta de una tienda de alfarero. Me zambullí dentro como un conejo en la madriguera.

La tienda estaba oscura y silenciosa después del caos de afuera. Dediqué un momento a maldecir y tratar de enjugarme el agua de los ojos con la capa mojada. Luego me di la vuelta.

El grandote que había derribado al vendedor de aceite se interponía entre la puerta y yo; justo entre la puerta y yo. Una mala señal, en la Suburra.

Miré en torno. La tienda estaba desierta. Estupendo. Entre todas las tiendas de Roma, tenía que escoger la menos concurrida.

—¿Tu nombre es Valerio Corvino? —Uno podía colgar las botas del acento de ese tipo. Un extranjero, tal vez germano.

—¿Y con eso qué? —Con disimulo, cerré la mano sobre la empuñadura de la pequeña póliza de seguro que llevo sujeta a mi antebrazo izquierdo.

Se me acercó sin responder. Como decía, no era una beldad. Mis ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad y pude ver la profunda y vieja cicatriz que le cruzaba el lado izquierdo de la cara. También le faltaba parte de la oreja izquierda. Yo no me había equivocado. Espadachín o soldado, tenía experiencia en grescas.

—Oye, amigo, me recuerdas a alguien. —Ya había extraído la daga, pero no la mostré. Necesitaba todas las ventajas posibles—. Ese gorila de los Jardines de Mecenas. Sólo que él es más guapo.

Sutil como un ladrillo; ésa era mi intención. Pero si creí que podía instigarlo a cometer un acto que lamentaría, me equivocaba. Él sólo sonrió, mostrando dientes que parecían las lápidas rotas de la vía Apia.

—Eres Corvino, en efecto —dijo—. Me han pedido que hablara contigo, amigo.

Desnudé la daga, pero él no se movió, ni siquiera pestañeó. Eso me preocupó bastante. No esperaba que el tipo saliera corriendo de la tienda, pero cierta cautela de su parte me habría reforzado el ego. Tal como venían las cosas, él aún llevaba las de ganar. Eché una mirada atenta atrás y a los lados para estudiar el terreno. Podía ser mejor, podía ser peor. En el lado positivo, ese sitio era un agujero sofocante con cacharros apilados en anaqueles junto a las paredes. No había espacio para maniobrar, así que tendría que atacarme de frente. Por lo demás, era uno de esos cuartuchos que dan a la calle y se encuentran a ambos lados de la entrada principal, como en la mayoría de las casas urbanas que los propietarios alquilan a los pequeños comerciantes. No había puerta trasera, pues. Si quería largarme de allí, tendría que pasar sobre el cadáver del Gran Fritz. Un bajón, como dicen.

Mantuve la daga frente a mí, horizontal como me habían enseñado, moviendo la punta de un lado a otro frente a la anchura de su vientre. Me afiancé sobre la planta de ambos pies y esperé a que se abalanzara. Eso le mostraría que se las veía con un profesional. Me miró como si yo fuera un bicho de seis patas que acabara de encontrar en la ensalada, ladeó la cabeza y escupió.

—Guarda el cuchillo, Corvino —dijo—. No lo necesitarás. Esto es sólo una advertencia.

—¿Ah sí? ¿De quién? —Bajé la daga pero no la envainé. No estaba tan loco. Ya le había estudiado las manos. Ambas estaban a la vista y vacías; pero tenían el tamaño de una pala y era evidente que ese tipo no se ganaba la vida tocando el arpa. Un mamporro de esas zarpas te mandaría al otro extremo del Festival de Invierno del año próximo.

—Eso no te incumbe. —Estaba totalmente relajado. Se requiere una de dos cualidades para conservar ese aplomo cuando estás desarmado frente a un hombre arrinconado que empuña un cuchillo: o bien una estupidez apabullante, o bien una confianza absoluta en que puedes liquidarlo sin siquiera transpirar. Y el Gran Fritz, a pesar de su acento con olor a cerveza y pan de cebada, no era ningún estúpido—. Te advierten de que dejes de hacer preguntas, Corvino. Haz lo que te dicen o saldrás lastimado.

—¿Por qué Tiberio se ensaña con un poeta muerto? ¿O el forúnculo de trasero lo tiene a mal traer? —Sí, con ínfulas de recio. Pésima decisión.

—Te lo he dicho, amigo. Haces demasiadas preguntas. Olvídalo. Y para asegurarme de que recibas el mensaje…

Yo le estaba observando los ojos y juro que no delató su movimiento. En un momento estaba de pie frente a mí, al siguiente era un borrón que me saltaba encima. La mano que empuñaba mi daga llegó con años de retraso. El grandote me estrujó la muñeca con los dedos, retorciéndola mientras tiraba hacia abajo. La daga tintineó en el suelo de piedra y algo que parecía medio monte Capitolino chocó con mis costillas cuando su hombro se estrelló contra mi pecho. Volé de espaldas hacia una pared que se rompió, cedió y me bañó con una granizada de piezas de alfarería.

Cuando logré levantarme, vapuleado y magullado, pero sin nada roto salvo mi orgullo, el Gran Fritz se había ido.

Así que ahora jugábamos en serio. Sentí la tentación de desistir. Ya lo creo. Durante quince segundos, mientras me sacaba restos de vajilla de las orejas. Luego la vieja sangre Mesala se agitó, el legado de veinte generaciones de rudos patricios de nariz recta que se levantarían del lecho de muerte tan sólo para escupir en el ojo de un enemigo, y supe que no podía. Tenía que seguir aunque me costara la vida.

Aunque me costara la vida. Y quizá fuera así, si el día de hoy era una muestra. Lo sabía. Pero la próxima vez estaría mejor preparado.