V

La casa de Sulio Rufo estaba en las laderas del Esquilino, cerca de los Jardines de Mecenas. Era la propiedad típica de un adulador: llamativa, pero no tan fastuosa como para atraer una envidia peligrosa en estos tiempos hostiles al lujo. El esclavo que me abrió la puerta vestía de rojo. Dado el aspecto del lugar, eso podía deberse a dos motivos: primero, un cutre retruécano visual con el nombre de Rufo; segundo, porque el equipo de los Rojos era el favorito de Tiberio en la pista de carreras. Al menos, todos creían que era el favorito de Tiberio. Yo tenía mis dudas, pues Verruga era muy capaz de propagar un rumor así tan sólo por la diversión de ver cómo los papanatas como Rufo se desvivían por lamerle el culo.

El mosaico de la pared del vestíbulo también era políticamente correcto. Nada de «Cuidado con el perro» ni esos bodrios burgueses. Esto era arte: un divino Augusto de gran tamaño, irradiando áureos rayos de gloria desde el noble semblante, sentado en una nube rosada entre las diosas de la piedad y la liberalidad, derramando su insigne resplandor en la diminuta ciudad de Roma, que estaba a sus pies. Todo hermosa y exquisitamente trabajado en piedras del tamaño de una uña. Hasta se distinguían los pezones de las diosas.

Esa cosa debía de haber costado un brazo y una pierna. Casi le vomité encima.

Le di mi nombre al esclavo y él me condujo por el atrio de columnas de mármol hasta el jardín. (En la piscina, noté al pasar, había una Venus bañándose con varios cupidos. Quizá otro cumplido a la familia Julia, los antepasados adoptivos de Augusto. O quizá Rufo era un lujurioso desenfrenado). El día estaba más radiante, pero aún hacía frío. Perila, sentada en una silla al amparo de un madroño y vestida con un atractivo vestido amarillo que parecía más destinado a mostrarla que a abrigarla, no parecía preocupada. A sus pies estaban desparramados la mitad de los libros de la biblioteca Polio; que era más o menos lo que esperaba. Después de su última visita, yo había investigado a la dulce Rufia Perila. Era una tipa bastante lista, no sólo hijastra de un poeta sino una poetisa que conocía al dedillo a los campeones de la literatura. Como ofrenda de paz para una de las bobaliconas de costumbre, yo habría llevado perfume o alguna bagatela de Argirión, la tienda del Saepta. Para Perila había escogido un libro: una valiosa obra de un marica alejandrino que escribía sobre pastorcillos (no, no sé quién era, pero sé que era caro).

Ignoro por qué quería disculparme cuando era ella quien me había insultado. Pero así funcionan las cosas. Si entiendes eso, entiendes a las mujeres.

—¡Corvino! —Apartó la cara sonriente del rollo que estaba leyendo—. ¡Encantada de verte! —Buena noticia. Parecía que me había perdonado, aun sin el libro. De todos modos, se lo entregué. Miró la etiqueta del título y ronroneó con ese tipo de placer que yo reservo para el esturión horneado con salsa de membrillo—. ¡Ah, una maravilla absoluta! ¡Gracias! —Se volvió hacia el esclavo—. Calías, trae una silla y un poco de vino para Valerio Corvino.

Una dama sensible, sin duda. Quizá la había juzgado mal.

El esclavo salió como un bólido y volvió en tiempo récord. Tenía un aspecto aturullado y mustio que reconocí, y me compadecí del pobre infeliz. Ser esclavo en casa de Perila debía de ser tan enervante como ser manicuro de los leopardos de Cleopatra.

Me senté y bebí vino. Era falerno, así que tendría que haber sido bueno, pero era de pésima calidad. El ausente Rufo tendría sus virtudes (y debía de tener algunas, aparte de una labia seductora), pero obviamente no incluían un paladar con discernimiento. O quizá fuera culpa del bodeguero. En tal caso, el desgraciado merecía que lo crucificaran con una jarra de ese vino en el culo. Aparté la copa con disimulo.

—Bien. —Perila dejó el libro a un lado y se reclinó, regalándome una sonrisa que habría lanzado a cualquier escultor griego digno de ese nombre en busca de su libro de bosquejos—. No me digas nada. Has ido a ver al emperador y él dio su acuerdo.

—La verdad… no, Perila. No he venido por eso. —La sonrisa se le borró de la cara, pero al menos no puso su cara de hielo.

—Pero estás avanzando.

—Lo intento. Pero no hay nada que hacer.

—¿Por qué no?

Me encogí de hombros.

—Vete a saber. Sólo recibo negativas rotundas de todo el mundo. Creo que tiene algo que ver con el crimen de tu padrastro. —No respondió, así que fui más explícito—. ¿Qué hizo el viejo, Perila? ¿Prometió que entregaría Armenia a los partos? ¿Violó a Livia? ¿Violó a Augusto? ¿Le reventó un forúnculo a Verruga? —Silencio—. ¡Habla, muchacha! Soy tu patrón, ¿recuerdas?

—No lo sé —contestó al fin—. Mi padrastro nunca nos lo dijo.

¡Por Júpiter!

—¿Cómo que nunca os lo dijo? El hombre ya estaba castigado. El secreto se sabía.

Ella meneó la cabeza. Su cabello dorado estaba sujeto en una trenza ceñida, más sencilla de lo que dictaba la moda pero que le sentaba a la perfección. Un rizo provocador rozaba cada sien. Olí a rosas.

—Se lo preguntamos —dijo—. Al menos mi madre se lo preguntó. Yo era demasiado pequeña. Pero ni siquiera se lo contó a ella. Dijo que era demasiado peligroso.

Sentí un cosquilleo en el cuero cabelludo.

—¿Peligroso? ¿Peligroso para quién?

—Para él, supongo. Quizá para mi madre y para mí. Lo cierto es que no nos dijo nada.

No podía creerlo.

—¡Por favor, Perila! Sé que no tuvo difusión pública, pero tu madre debe de haber sabido lo que hizo, o al menos lo habrá deducido. Eran muy íntimos, ¿verdad?

—Sí. Mucho —murmuró.

—¿Y me dices que no se lo contó a ella? ¿Nada de nada?

—Quizá ella lo sepa. —Perila había bajado los ojos y su voz era apenas un susurro. Esperé algo más, pero no habló. Había algo que yo no entendía.

—¿Entonces por qué no le preguntas sin rodeos?

—Porque no serviría de nada.

De nuevo esa frase. Me la había dicho el secretario, y Crispo. Sonaba rara en labios de Perila.

—¿Ovidio no dijo nada antes de partir? ¿No dejó ninguna pista en sus cartas? Envió cartas, ¿verdad?

—Claro que sí. —Perila arrancó una ramilla de un arbusto y la hizo girar distraídamente entre los dedos—. Él hablaba… de sus actividades más frecuentes. No sólo en sus cartas. También en sus poemas.

¡Al fin llegábamos a alguna parte!

—Pues dime.

—Según él, cometió un error. Vio algo que no tendría que haber visto, y no lo denunció.

—¿Y?

—Eso es todo.

Me recliné. Demonios. Cuanto más me metía en este asunto, más intriga me causaba, y más se me escabullía. Insinuaciones y rumores. Como niebla o agua entre los dedos.

—¿Eso es todo?

—Ya me has oído. Bah, hay más, mucho más, pero ése es el meollo. Eso, y lo que él no hizo.

—¿Lo que no hizo? —Yo empezaba a sonar como el coro de un dramaturgo chapucero.

—Él afirma que no sacó ningún provecho personal de ese asunto. Y no había matado a nadie, ni había cometido una falsificación, un fraude ni una traición.

—Eso no deja muchas posibilidades.

—No.

—¿Me estás diciendo que Ovidio no hizo nada en absoluto? —exclamé con todas las letras—. ¿Que Augusto lo mandó a Tomi sólo por haber visto algo que no tendría que haber visto?

—Y por no haberlo denunciado. Así es.

—¡Es una locura! ¡No tiene el menor sentido! ¡Por la divina polla de Júpiter, estamos hablando de un exilio!

—No obstante, Corvino, eso es todo lo que hay. Y por favor, no uses ese vocabulario. No me agrada.

—¿Pero qué pudo haber visto para merecer ese tratamiento? Lo despacharon al mar Negro por el resto de su vida, sin juicio ni apelación. Ni siquiera le permiten volver para la sepultura.

—No lo sé.

—¡Por favor, muchacha! ¡Eres su puñet…! ¡Eres su hijastra!

Apretó los labios y desvió los ojos.

—Ya te he dicho todo lo que sé —dijo—, y te agradecería que cambiáramos de tema.

Quizá no sepa distinguir a Bion de Mosco, pero sé muy bien cuando una mujer me oculta la verdad. Y si alguna mujer hermosa me había mentido descaradamente, era Rufia Perila. Esperas obstrucciones por parte de burócratas quisquillosos y de arribistas como mi padre y Crispo, pero no del cliente que tratas de ayudar.

Me levanté.

—Está bien, no me digas nada. Lo averiguaré por mi cuenta. De todos modos, ya debo irme. Me espera una larga noche de libertinaje y primero necesito emborracharme. Gracias por tu hospitalidad, dama Rufia.

Se volvió para encararme, y tuvo la gracia de parecer culpable, pero eso fue todo.

—Gracias por el libro —dijo—. Fue amable de tu parte pensar en ello.

—El gusto es mío. —Estaba casi tan furioso como en la oficina del secretario—. Será hasta pronto. —Cuando pasé junto a ella, me apoyó una mano en el brazo.

—De veras, no sé por qué desterraron a mi padrastro, Corvino. No te oculto nada. Soy sincera.

—Claro —repliqué, pero me había detenido. Regresar a mi casa con la marca ardiente de esos dedos en la piel me habría resultado tan imposible como organizar una fiesta para mi padre y su nueva esposa.

Ella bajó los ojos, pero yo ya había visto el destello de las lágrimas.

—Tengo mis ideas sobre el tema, pero son sólo eso. Ideas mías.

—¿No quieres compartirlas?

Negó con la cabeza.

No, lo más probable es que sean erróneas, de todos modos. No tienen mayor sentido.

Yo tenía un nudo en la garganta del tamaño de un huevo. Como he dicho, soy un majadero bondadoso. Sin embargo, también tenía mi orgullo. Un Valerio Mesala no se derrite fácilmente.

—Como quieras —dije, y recobré el brazo. Ya nada me retenía.

—¿Seguirás intentando… obtener la autorización?

—Desde luego —dije envaradamente—. Te lo prometí.

Ella se levantó y antes de que yo me enterase de lo que pasaba me dio un beso leve en la mejilla. Era la clase de picoteo de pajarillo que esperas de tu hermanita menor, pero en mí surtió el efecto de un apasionado beso de lengua corintio. Murmuré algo apropiadamente noble sobre mis deberes de patrón y escapé a toda prisa.

Le había dado mi palabra de que haría traer las cenizas de su padrastro, y me proponía cumplirla a toda costa. Pero mi idea de cómo lograrlo era tan precisa como los conocimientos que tiene una ostra sobre carpintería.

Varo a sí mismo

Vela ha venido a pedir la consigna para los centinelas. Le di «Vigilancia inflexible», una broma que él no entendió. Numonio Vela es mi lugarteniente, con responsabilidad especial sobre la caballería. Ésa es otra broma.

Los caballos siempre me parecieron bestias estúpidas. El seso sólo les alcanza para no deshacerse de sus jinetes en combate, y así marchan alegremente hacia su posible evisceración. Dicho de otro modo, están bendecidos con las virtudes militares perfectas. Los caballos y Vela tienen mucho en común. Vela es una nulidad de obtusidad asombrosa, un cretino incapaz de seguir un razonamiento más allá de la primera premisa obvia. La palabra que se me ocurre es sólido, o quizá estólido, pues Vela no tiene rigidez ni entereza. Es grueso y almidonado como las gachas. Podrías amasarlo con las manos, en cuerpo y alma. Ello no significa que posea fibra moral. Si Vela es incorruptible (y lo es, claro que lo es), su virtud no es fruto de la elección sino de la pereza mental y espiritual.

En síntesis, estimado confidente, Numonio Vela es un pelmazo de primer orden. No es un castigo menor tener que atravesar la Germania en su compañía.

Quizá debería darte más nombres, y las caras que los acompañan. No te fatigaré con una lista larga. Somos pocos los escogidos, a pesar de las miles de almas vivientes que nos rodean. Tres (sin contar a Vela) serán suficientes.

Ante todo, el egregio Egio. Mi comandante de campo, o uno de ellos. Un soldado de raza, un romano por antonomasia, que se habría plantado junto con Horacio en el puente, pero se habría negado a la cobardía de destruirlo. Si Vela es gachas frías, Egio es puro pimienta y especias picantes, un hombre impulsivo destinado a la gloria o la tumba; su destino más probable es el segundo, y que le aproveche mientras no nos arrastre a los demás. No puedo lograr que me guste Egio, pero tiene su utilidad, sobre todo por su antipatía natural hacia Vela. Ésta es recíproca, y me brinda mucha diversión.

Luego, Marco Ceonio, mi otro comandante de campo y, por necesidad, aliado. Venal, codicioso (aunque, como sabes, yo no debería hablar así), cobarde y corrompido como un higo podrido, al que lamentablemente se parece su rostro. Es posible que también él conquiste la gloria, pero será inmerecida y la obtendrá por astucia y no por mérito. Lo más probable es que la tumba lo reclame prematuramente, pero será con la jabalina de un soldado raso clavada en la espalda. La tropa lo detesta, y con buenos motivos. Es raro conocer a alguien sin cualidades que lo rediman. Ceonio se aproxima tanto como es humanamente posible.

Tercero y último, un humilde servidor: Publio Quintilio Varo. Excónsul, exesto, exaquello (después de todo, no volveré a tener sesenta). Virrey de Augusto y general de este glorioso ejército. Amante de la buena vida y del oro acuñado y (un atributo nada menor) traidor contra el estado. Creo que esto bastará por el momento. A fin de cuentas, no deseo ahuyentar del todo tu simpatía.

Desde luego, notarás que no he descrito a Arminio, que es el personaje más relevante. Paciencia. Como todo buen general, debo mantener algo en reserva. Conocerás a Arminio oportunamente, y prometo que te empacharás de él.

Allá vamos.