La noche anterior había asistido a una fiesta en el Celio. Mi lengua sabía como el suspensorio de un gladiador, mi cabeza vibraba como la forja de Vulcano, y si alguien me hubiera mostrado la mano para preguntarme cuántos dedos veía, me habría costado responder sin ayuda del ábaco. En síntesis, mi estado habitual por la mañana, que no era ideal para una primera reunión con un hueso duro de roer como Rufia Perila.
Ya conocéis el tipo: buena talla, hombros anchos, pelo como alambre y bíceps como piedras. Un cruce entre Pentesilea, la reina de las amazonas, y Medusa la gorgona, antes de que Perseo le rebajara la estatura por una cabeza, con una mirada y una voz que podían marchitarte los genitales a treinta pasos.
Pero la mujer que se me acercaba a grandes trancos por el suelo de mármol, con mi esclavo Batilo a la zaga como las sobras de un felino del circo, no era así en absoluto. Todo lo contrario. Este hueso duro de roer era despampanante.
La evalué rápidamente. Veinteañera (un par de años mayor que yo), recta como una lanza, esbelta, de tez clara, alta y tostada, con un cabello tan brillante que hacía daño. En el saldo negativo, ojos que habrían ensartado a un basilisco y un perfume seco (ya podía olerlo) que me traía ingratas reminiscencias del agua fría, la vida higiénica y el ejercicio sano. Ítem negativo número tres…
El número tres era Batilo. El hombrecillo estaba aturullado, y nadie intimida a Batilo. Fulmina con la mirada a senadores prestigiosos y derrite a viudas aristocráticas, puede reducir a gelatina al comandante de una legión, y yo apostaría a su favor contra cualquier contrincante humano y quizá contra un par de bestias o demonios. Si esta damisela había pulverizado a Batilo, a mí ya me mataba de miedo.
Traté de erguirme pero desistí. El suelo no estaba demasiado firme esa mañana.
—Eres Marco Valerio Mesala Corvino. —Obviamente, Rufia Perila no era dada a perder tiempo ni hacer preguntas.
—Pues… sí. —Era menos una confirmación que una mueca nerviosa. Habría respondido lo mismo si me hubiera llamado Tiberio Julio César.
—Tu abuelo… —me clavó una mirada que me obligó a comprobar si me había acordado de ponerme la túnica— era el patrón principal de mi padrastro.
—No me digas. ¿Tu padrastro?
—El poeta.
—¿El poeta? —Mierda. Mi cabeza no estaba para sutilezas intelectuales a esa hora de la mañana. El único poeta que me venía a la mente era Homero, y a pesar de mi estado sospeché que no se refería a él.
—El poeta Ovidio.
—¡Ah, ese poeta! —El nombre me sonaba. O quizá sólo fuera mi resaca—. Ya. Estupendo. Conque eres la hijastra de… como se llame. ¡Estupendo!
Supe que la había pifiado en grande cuando vi que la boca se le endurecía en una línea que se podía usar para cortar mármol. En circunstancias normales, o al menos cuando estaba totalmente sobrio, que no es lo mismo, no habría cometido semejante error. Aunque no me interese la literatura, no soy ningún palurdo. Aunque hiciera diez años que Ovidio se pudría en el exilio, era el mejor poeta que habíamos tenido desde que Horacio se había ido al otro barrio.
Las palabras ya estaban dichas y no había manera de desdecirlas. Se hizo un gran silencio, la temperatura bajó a niveles invernales y juro que vi que la piscina ornamental se cubría de hielo. Batilo había presenciado nuestro pequeño diálogo como Casandra esperando que Agamenón dijera su última frase y se dirigiera a la bañera. Hizo una mueca y desvió la mirada. Batilo no soporta ver sangre.
Las hermosas cejas enarcadas bajaron como un cuchillo.
—Sé que te cuesta seguirme en tu estado actual, Valerio Corvino —dijo ella con una voz que era puro natrón egipcio—, pero inténtalo, porque es importante. Mi padrastro era Publio Ovidio Nasón. Escribía poesía y fue exiliado a Tomi, a orillas del mar Negro. ¿Entiendes la palabra «poesía» o debo explicarla?
—Eh… sí. Es decir, no. —¡Por Júpiter! No estaba en condiciones para esto. No esa mañana. Quizá nunca—. Mira, lo lamento. Siéntate, eh…
—Perila. Rufia Perila. ¿Dónde?
—¿Qué? Ah, sí. ¡Batilo!
Pero Batilo ya traía una de mis mejores sillas desde el estudio. Hacía años que ese granuja no se movía con tanta celeridad. Desde su hernia.
Ella se sentó, y yo traté desesperadamente de recobrar la compostura.
—Dijiste «escribía», mi señora.
—¿Cómo has dicho?
—Escribía. En pasado. Entonces él está… muerto. Ovidio. Tu padrastro.
Sí, ya sé. Como manera de entablar conversación, apestaba. Pero ya me costaba bastante impedir que los sesos se me derramaran por los oídos. El tacto era el menor de mis problemas.
Ella asintió y bajó los ojos. Por un instante el hielo se derritió y asomó la mujer.
—La noticia llegó hace dos días —dijo—. Falleció el pasado invierno, después de que cerraran las rutas terrestres. El mensaje vino con el primer barco.
—Ah, lo lamento.
—No lo lamentes. —El hielo había vuelto—. Él se alegró de morir. Odiaba Tomi, y ese… —Mordió la palabra con los dientes—. El emperador nunca lo habría dejado regresar.
Era cierto, pensé. No era Tiberio quien lo había desterrado, pero había confirmado la sentencia de Augusto cuando el viejo emperador estiró la pata. O se transformó en dios. Lo que sea. Yo no sabía por qué habían mandado a Ovidio a Tomi (creo que no lo sabía nadie), pero podía imaginármelo. El padrastro de Perila tenía la catadura moral y la discreción de un conejo priápico. Un día el pobre diablo se había encontrado de golpe en el estudio personal de Augusto. Allí el emperador le había arrancado los testículos a dentelladas y le había insertado un billete de ida al mar Negro en el trasero. El mayor poeta viviente de Roma hizo mutis por el foro, sin acusaciones formales ni juicio. Cuando Augusto murió (o cuando fue ascendido, si os parece mejor), los amigos de Ovidio intercedieron ante el nuevo emperador para pedir un indulto, pero Verruga rechazó la solicitud. Parecía que el pobre diablo había pasado a la categoría «obras completas» y el indulto era ya sólo un debate teórico.
Batilo se acercó de puntillas por el suelo de mármol, mostrando el blanco de los ojos. Puso una mesilla junto a Perila, con una escudilla de fruta y algunas nueces, se inclinó y se marchó deprisa. Quizá fuera una exótica ceremonia propiciatoria griega: a veces Batilo es supersticioso. En todo caso, fue en balde. Perila no reparó en él ni en la mesilla, y se limitó a alisar los exquisitos pliegues del manto. Recogí los jirones de mi dignidad, traté de pasar por alto al que me serruchaba la tapa de los sesos, y fui al grano.
—¿En qué puedo ayudarte?
—Pensé que era obvio.
Al cuerno con la dignidad.
—Mira, amiga, no leo el pensamiento, así que dímelo sin más vueltas.
Ya. No era precisamente prosa ciceroniana, pero yo también me estaba hartando. Curiosamente, Perila ni se inmutó. Por un instante me posó la mirada, evaluándome con frialdad.
—Lo siento, Valerio Corvino —dijo—. Tienes toda la razón, y te pido disculpas. Como he dicho, mi padrastro acaba de morir. Nosotras, mi madre y yo, quisiéramos que sus cenizas fueran sepultadas en Roma. Como su patrón, es tu deber presentar nuestra solicitud al emperador.
Palabras literales, lo juro. Me quedé patidifuso. Cuando un cliente común quiere pedirte algo, se pasa un día entero diciéndote que eres sensacional, te manda un esturión de regalo, quizá un par de cajas de higos rellenos de Alejandría. Y después de ablandarte, quizá aborde el tema del modo más indirecto que se le ocurra. Rufia Perila acababa de cometer un traspié social que equivalía a preguntarle a Tiberio qué se ponía en sus forúnculos. Más aún, lo había hecho sin que se le moviera un solo mechón del cabello primorosamente peinado.
—Comprendo que no eres el miembro de tu familia más adecuado para este propósito —continuó—. Tu tío Marco Valerio Cota Máximo Corvino. —¡Por Júpiter! ¿El tío Cota tenía todos esos nombres?— habría sido una elección más natural. Tu padre también habría sido más… —Titubeó. Noté que estudiaba mi barba crecida, mis ojeras, mi figura desgarbada—. Más apropiado.
¡Por los cojones de Júpiter!
—Un momento… —dije. Como protesta era endeble, y ella no le prestó atención.
—No obstante, aquí tengo una carta que creo que lo explicará todo.
Metió la mano bajo el manto, dándome un breve atisbo de un blusón rojo, sacó un pequeño rollo y me lo entregó. Yo aún estaba pasmado. Sin siquiera verificar si esa cosa estaba dirigida a mí, rompí el sello y esperé a que las letras dejaran de bailotear por la página.
Era una carta de mi tío Cota, en su inveterado estilo desconcertante y digresivo.
Marco Valerio Cota Máximo Corvino a su sobrino Marco, salud.
Te escribo para presentar a Rufia Perila, hijastra de mi viejo amigo Publio Ovidio Nasón, que falleció recientemente en Tomi. Te matará del susto, Marco, pero tiene el corazón bien puesto, al igual que todo lo demás, así que trata de ayudarla, muchacho. Te he propuesto a ti y no a tu padre porque ese lameculos pomposo no ayudaría a nadie a menos que pudiera sacar algún provecho personal. Además, el pobre Publio nunca lo soportó, y era recíproco, así que la hijastra no le sacaría mucho a ese viejo hipócrita. Y aunque quizá no te hayas enterado, me iré a Atenas para disfrutar de unos meses de bien merecida carnalidad, así que por la presente quedas designado. No decepciones a la familia, muchacho.
Hasta pronto.
Había una posdata:
Ella está casada con un sujeto desagradable llamado Sulio Rufo. Actualmente está en oriente y por lo que he oído no se soportan. A buen entendedor pocas palabras, ¿eh?
Cota.
Aparté los ojos de la carta y noté que ella me clavaba los suyos. Quizá la había sorprendido con la guardia baja, quizá la mirada era intencionada. No lo sé. Pero por primera vez parecía vulnerable. Vulnerable y desesperada. Yo seré un vago consentido y autocomplaciente, pero al menos soy un vago consentido y autocomplaciente de buen corazón, y esa mirada me mostró dos cosas. Primero, que al margen de la fachada que adoptara, a Rufia Perila le costaba mucho pedir ayuda, tanto a mí como a cualquier otro. Y segundo (podéis considerarme un majadero), yo sabía que haría cualquier cosa con tal de verla sonreír.
Quizá la posdata del tío Cota también hubiera influido.
—Vale —dije—. Dalo por hecho.
No sé por qué respondí semejante sandez. Si algún dios maligno prestaba atención, yo estaba pidiendo el sopapo del siglo. Y eso era lo que me esperaba, más o menos. Pero no me hubiera retractado de mis palabras aunque lo hubiera sabido, porque cuando las dije el hielo se derritió por otro momento maravilloso y asomó la otra Perila.
Eso compensaba todo.