XXXXIV

Aun así, me sorprendió. No se me había pasado por la cabeza que Asprenas pudiera estar implicado con Sejano, aunque fuera un bribón, y aunque el caso Libón me había sugerido que una falsificación era más que probable. Así que ahora el hombre trabajaba por su cuenta. O quizá se colgaba de los faldones de un prometedor aspirante a emperador. Era bueno saberlo.

—¿Estás segura, excelencia? —pregunté.

—Estoy segura. Y si la falsa carta de Asprenas te engañó a ti… Bien, tenía que ser convincente. Muy convincente.

—Muchas gracias. —No pude contener una sonrisa.

—Lo digo en serio. Pero, repito, esto era una digresión. Continúa, joven.

Había visto una bandeja con copas de vino y una jarra en una mesa lateral. Atentaría contra la etiqueta, pero me merecía un par de libertades después de lo que esa vieja arpía me había hecho pasar en los últimos meses. Además, a estas alturas éramos como viejos amigos. O algo así.

—¿Te molesta que beba una copa de vino mientras hablo, excelencia? —dije—. Engrasa las ruedas.

Sonrió levemente.

—Ah, sí, me había olvidado. Está ahí sólo de adorno. Sirve, pero no para mí, me temo. Órdenes del médico.

—Sí, conozco esa sensación. —Me levanté para servirme.

—Trae la jarra —dijo ella.

Me volví a sentar y bebí un trago. ¡Magno y poderoso Júpiter! El vino era auténtico cécubo cinco estrellas, sabroso y suave como el terciopelo; probablemente, por el modo en que besaba la lengua, preparado cuando el Divino Augusto sólo era Octaviano y Accio era sólo un promontorio frente a la costa griega. Poesía líquida. Casi compensaba el dolor y la angustia de ir al palacio.

—Bien. —Alcé la copa con cuidado: ni siquiera sacudías esta exquisitez si podías evitarlo—. Así que Pisón sale de escena. También Plancina. Sejano estuvo muy hábil, porque al convencer al emperador de que intercediera a favor de ella, aumentó la sospecha de que ella había sido la organizadora del envenenamiento.

—Lo de Plancina fue un trastorno —convino Livia—. Sin embargo, yo no tenía muchas opciones. Sabía que al protegerla ayudaba a Sejano, pero ella era mi amiga y no podía abandonarla. Y después de todo era inocente. No veía motivos para que muriera por nada.

—Muy loable, excelencia.

Se puso rígida.

—Corvino, nunca he matado sin motivo, ni por ganancia personal. Tú deberías saberlo mejor que nadie. Lo mismo vale para el emperador. La muerte de Pisón era una necesidad política, pero habría sido criminal e inmoral extender el castigo gratuitamente a los otros miembros de la familia.

—De allí el indulto para su hijo. Sí, entiendo. Lo lamento. —Sabía que Livia podía ser una asesina empedernida, pero tenía su propio código de valores. No era justo medirla por el rasero normal—. Bien, volvamos a Sejano. Tiene al emperador en sus manos. El imperio está a salvo, Germánico ha muerto, Agripina está neutralizada, la conspiración está anulada. Pero por un precio, y ha sido principalmente obra de Sejano. Tiberio ha salido de este asunto apestando más que un queso rético en verano, está cautivo de su mano derecha, y siendo como es él, no le gusta nada. Nadie le tiene simpatía, todos lo odian. El único amigo que le queda en el mundo es Sejano. ¿Estoy en lo cierto?

Livia no dijo nada. Volvía a representar su número de finada etrusca. Continué.

—Bien. Sejano comienza a estrechar el cerco. El único estorbo es un tal Régulo, que está al tanto de los chanchullos y sabe que Sejano ha jugado un doble papel. Intenta sobornarlo, lo cual es estúpido, pero sospecho que Régulo se daba más importancia de la saludable. Naturalmente, Sejano lo hace liquidar. —Bebí un trago del cécubo. ¡Néctar!—. Sejano tiene todo lo que necesita, todo aquello a que puede aspirar un plebeyo. Ahora sólo hay un modo de ascender, pero ha creado una situación donde hasta eso es posible. Tiberio está en deuda con él. Es una deuda grande y, como dije, se aferra a él como si fuera un bote salvavidas. Así que Sejano empieza a barruntar. Ha colaborado con el viejo, ha sedado por Roma tanto como Tiberio. ¿Por qué no puede obtener un justo reconocimiento? Es decir, una alianza matrimonial con la familia imperial, a través de su hija. Es sólo el hijo de Claudio, a fin de cuentas. Nada importante, hace años que lo tienen bajo llave. Y Tiberio accede.

—Sí —murmuró Livia—. Mi hijo accedió. Fue una tontería de su parte. Una gran tontería.

—Pero afortunadamente el matrimonio no se concretó. —Cogí la jarra y volví a llenar la copa, aunque no era necesario—. El pobre chico murió después del compromiso. Un accidente. Se ahogó con una pera.

—Se ahogó con una pera —repitió la emperatriz, aún murmurando.

Dejé la jarra. Esta vez la miré a los ojos.

—Y lo hizo por el bien de Roma. ¿Verdad, excelencia?

—Por el bien de Roma, ni más ni menos. —Irguió la barbilla—. Si en algo ayuda, Druso, el hijo de Claudio, siempre fue un niño muy desagradable.

—Bien. —Tomé un trago de vino, lo retuve, tragué—. Bien. Entonces, fin de Druso, fin del matrimonio y fin de la historia. Al menos, por lo que yo sé. ¿Y en qué estamos ahora?

—Estamos con Sejano. Aún. Es una pena, pero no hay modo de evitarlo.

—¿No? —Aún la miraba a los ojos.

Ella sonrió y ladeó la cabeza.

—Lamentablemente no, Corvino. Tengo ochenta años. No viviré mucho más, y tampoco me interesa. Mi hijo y yo estamos muy distanciados, y no ejerzo la menor influencia sobre él, salvo la que pueda brindar un poco de… culpa compartida. Sejano es joven, capaz, inescrupuloso y muy listo. Quizá más listo de lo conveniente, y ésta es mi única esperanza. El tiempo dirá, pero a mí el tiempo no me sobra. —Hizo una pausa—. Ni al emperador, que tampoco es un polluelo y quizá no me sobreviva muchos años.

Me moví en la silla.

—Me estás diciendo, excelencia, que Sejano te ha derrotado. Has ganado una batalla, pero perderás la guerra.

—Exacto. Y no estoy acostumbrada a esa situación, ni me avengo a tolerarla.

—¿De ahí mi participación?

—De ahí tu participación. —Sonrió de nuevo—. No hay nada que puedas hacer de inmediato, y serías un necio si lo intentaras. Estoy enterada de la tonta advertencia de mi hijo, y también sé que Sejano se fortalecerá cada vez más porque es la única persona en quien el pobre Tiberio confía ahora. Como dijiste al principio, su aspiración al trono será… legítima. Pronto será emperador en todo menos de nombre, y al fin también llegará el nombre.

—¿Y cuál es mi papel en todo esto? —Mierda, esto era deprimente. Y perturbador. No se me ocurría peor destino para Roma que Sejano como sucesor de Verruga.

—Como decía, Corvino, mi única esperanza es que antes de la muerte de mi hijo Sejano se confíe demasiado y se extralimite tanto que hasta Tiberio vea la verdad. Quiero que alguien esté allí cuando ocurra, y que esté equipado para acudir al emperador y ofrecerle pruebas contundentes que tendrá que aceptar. —Torció la boca—. Te he dado un pequeño comienzo con Germánico. Como sabrás apreciar.

—¿Y si Tiberio no acepta estas pruebas contundentes? ¿O si no son suficientes?

—Entonces date por muerto, joven.

—Vaya. ¡Gracias!

Ella rió: un sonido semejante al susurro seco de las hojas del invierno en un cementerio.

—Eres un jugador, Corvino. También yo. La diferencia es que yo sólo apuesto sobre seguro. Y ahora apuesto por ti. Tiberio puede ser difícil de convencer, pero su mente no está totalmente cerrada. Es justo, al extremo de la crueldad, para sí mismo y para los demás. Ante todo, se siente obligado hacia Roma, aunque ella lo rechace. Si puedes mostrarle que Sejano es una amenaza para el estado, mi hijo lo aplastará como una cucaracha.

—A menos que la cucaracha haya adquirido tanto poder como para aplastarlo a él.

—Existe ese peligro, sí. —Asintió—. Pero recuerda que el emperador no es ningún tonto. Aunque promueva a Sejano, se atendrá a sus propios términos y salvaguardas. Y si Sejano no se da cuenta de eso, el tonto es él, no Tiberio.

—Vale. —Dejé la copa de vino en el suelo—. Eso es lo que nos depara el futuro. ¿Qué hay del presente?

—Te lo he dicho. No hay nada que podamos hacer al respecto. Olvídalo. Por el momento.

—No pensaba en eso, excelencia. Sejano debe saber que he escarbado en el cesto de ropa y he encontrado unos calzones sucios. ¿Qué le impedirá enviarme por el mismo camino que Carilo, Tíber abajo con un cuchillo en la espalda? O quizá proceder con mayor sutileza, inventando una acusación de traición.

—Nada. Nada en absoluto. Es un riesgo que ambos debemos correr.

—Vaya, ahora me siento mejor. —Cogí de nuevo la copa y bebí un buen trago—. Y me gusta el «ambos».

Livia suspiró.

—Corvino, te lo he dicho. Apuesto sobre seguro. Estás a salvo de Sejano. Al menos, si no hurgas en su ropa sucia a partir de ahora.

—¿De veras? ¿Y a qué viene esa certeza, excelencia?

—Porque tú no tienes importancia —dijo suavemente—. Eres como mi nieto Claudio, un divino idiota, un inservible que jamás llegará a nada en un millón de años.

La miré boquiabierto. ¡Por Júpiter! Ni siquiera mi padre me había dicho semejante cosa.

—¡Gracias, excelencia! —dije al fin—. Gracias mil.

No se inmutó.

—Cielos —dijo—. Ahora te he insultado, y lo lamento. Pero te estoy diciendo lo que Sejano piensa de ti, y eso es lo importante. No actúas en política, Corvino, no representas ninguna amenaza. Ni siquiera eres demasiado rico. Más aún, no se dignaría reparar en ti, y la molestia y el riesgo de matarte no valdrían la pena. Quédate tranquilo, sin tocar la ropa sucia, y seguirás con vida.

—Hasta la próxima vez.

—Hasta la próxima vez. Pero tendrás que escoger tu momento. Y tendrás que escogerlo con mucho cuidado, porque no tendrás una segunda oportunidad y dudo mucho que yo esté aquí para ayudarte. Lo único que puedo hacer es desearte suerte.

No quedaba nada por decir. Me levanté, vacié la copa de vino (hasta el cécubo sabía agrio) y la dejé en el escritorio. Ella podía ordenar después, para variar.

—Otra cosa, joven.

Di media vuelta antes de llegar a la puerta. Me sentía usado, como un par de sandalias de segunda mano. Lo que era peor, esa zorra me seguiría usando aun después de muerta.

—¿Sí?

—Gracias. Muchas gracias. Por si no volvemos a vernos. Me fui sin replicar. Divino idiota. Eso me había dolido de veras. Sobre todo porque me ponía a la par de Claudio.

El aromático Hermes esperaba para escoltarme hasta la salida. Quizá yo hubiera ascendido en el mundo desde mi última visita, pero lo dudaba: lo más probable era que le quedara de paso. Cuando salí, la calle estaba fría, a pesar del sol. Me envolví en la capa y me dirigí a casa.

En fin. Al menos esta vez llevaba una copa de cécubo de ventaja.