XXXXIII

Dos días después estaba de vuelta en el palacio. Había sido fácil concertar la cita; más aún, sospechosamente fácil, como si la vieja bruja hubiera esperado que la pidiera. Hermes el simio usaba una indumentaria nueva, y olía a lirios. Quizá un jefe de olfato sensible lo había puesto en cintura. O quizá estuviera enamorado. En tal caso, prefería no enterarme de los pormenores.

—Ah, Hermes. —El tipo de la túnica amarilla alzó la vista cuando llegamos y nos ofreció una exhibición de dientes—. No me digas. Valerio Curtino para ver a su excelencia. Debe pasar directamente.

—Es Corvino, cabrón. Como si no lo supieras. —Atravesé la puerta doble—. Te veo después, Hermes. Saborea tu fruta.

El simio se alejó con un gruñido de despedida. Golpeé y entré.

Alcanfor. Ahora me estaba acostumbrando al olor. La silla egipcia también estaba allí, pero no había ningún altar portátil; al parecer, esta vez debería aceptar su palabra sin juramentos. O no.

Livia se veía aún más frágil que cuatro meses atrás. Me pregunté cuánto tiempo le quedaba.

—Siéntate, Valerio Corvino —dijo. Me senté; la silla egipcia crujió—. Pues bien, has concluido tus investigaciones. ¿Tu conclusión?

—Elio Sejano se propone ser el próximo emperador, excelencia. De forma legítima. Si ésta es la palabra indicada.

Entornó los ojos, pero tuve la impresión de que le había dado una grata sorpresa.

—Ésa no era tu misión, joven —dijo—. Te encomendé que averiguaras quién mató a mi nieto Germánico.

—Entonces la respuesta es la misma. Elio Sejano, con la connivencia y consentimiento de tu hijo. Pero ya lo sabías cuando me llamaste.

—¿De veras? —El fantasma de una sonrisa—. ¿Y por qué te pediría que averiguaras algo que ya sabía?

—Porque querías que averiguara todo por mi cuenta, excelencia, en vez de servírmelo en bandeja, porque de otro modo quizá no te hubiera creído.

—Insisto, ¿por qué haría eso?

—Para que alguien que te sobreviviera supiera la verdad, y la recordara cuando te hubieras ido.

—Ah. —Ahora sonreía, sin la menor duda: una sonrisa extraña, como las que ves en las figuras de los finados en las tumbas etruscas—. Te consideraba inteligente, Corvino. Me alegra que no me hayas defraudado.

—¿Entonces estoy en lo cierto?

—Quizá. Expláyate un poco, por favor.

—¿Lo de Sejano? ¿O lo de Germánico?

—Dijiste que eran la misma cosa.

Cambié de posición; las estrías de madera y marfil de la silla crujieron como viejos huesos al frotarse.

—Germánico preparaba una traición —dije—. Con Agripina. O quizá al revés, porque Agripina era la fuerza impulsora. Sólo que ninguno de ellos habría usado esa palabra. Agripina enderezaba lo que consideraba un entuerto familiar, mientras que tu nieto idealista se veía como un nuevo Marco Antonio que defendía la causa de la civilización contra un pedestre Octaviano, encarnado en Tiberio; un Antonio más exitoso, porque tenía en el bolsillo no sólo el oriente sino el occidente.

—¿De veras? Continúa.

—Estaba a punto de llevar a cabo su plan. Las legiones del Rin lo apoyaban, quizá también las de Panonia. Tenía el respaldo potencial de los reinos clientes griegos y el control potencial del suministro de grano egipcio. Más aún, era el hijo mimado de Roma e Italia. Dicho de otro modo, tenía todo menos Hispania, Galia y la costa africana. Y Siria. Necesitaba Siria y sus cuatro legiones para cerrar la brecha.

—Estoy impresionada, Corvino. Continúa, por favor.

—El problema era que el emperador sabía qué se proponía Germánico; quizá lo sospechaba desde el motín del Rin, cuando Germánico lo había hecho quedar mal mientras él salía oliendo a rosas. No podía tomar medidas directas, porque Germánico era demasiado popular, pero podía tenderle una trampa tentadora. Lo envió al este con plenos poderes de representación para ver qué pasaba. Pero no se limitó a esperar, sino que designó gobernador de Siria a Calpurnio Pisón, con instrucciones secretas de que mantuviera los ojos abiertos y le informara sobre todo indicio de traición activa o potencial. Y delegó la conducción de la guerra contra su hijo (lo llamaremos guerra, porque de eso se trataba) en la persona más apta para dirigirla, Elio Sejano. Sejano recibió carta blanca para tomar las medidas que fueran necesarias para preservar la seguridad del imperio. Y de su actual emperador.

—Y de su actual emperador. En efecto. —Livia torció la boca—. «Que los cónsules procuren que el estado no sufra ningún daño». —Las palabras del tradicional decreto de emergencia del Senado—. En vez de cónsules, léase Sejano. Muy bien, joven. Una puntuación casi perfecta.

—¿Casi?

Frunció el ceño.

—Me temo que subestimas a Sejano. No es hombre que… ¿cómo decirlo? Que espere a que los acontecimientos dicten sus actos.

Ajá. Correcto. No lo había pensado en esa perspectiva, pero encajaba.

—¿Quieres decir que Sejano participó activamente en la conspiración de Germánico? ¿Le dio algún empujón en la dirección indicada, para asegurarse de que él diera el traspié?

—No dije eso.

—No, pero es lo que insinuaste, excelencia. Publio Vitelio era el agente de Sejano. Estaba en el personal de Germánico, participó en la conspiración, y habría ofrecido consejo y sugerencias. Sí. Debí darme cuenta.

—No importa. —De nuevo la sonrisa—. De todos modos, lo has hecho notablemente bien. Notablemente bien.

—Bien. —Me recliné en la silla y los viejos huesos susurraron—. Sejano hace envenenar a Germánico a través de su agente Vitelio. Hasta aquí ha seguido instrucciones, en cierto modo, pero a partir de ahora empieza a jugar su propia partida en tándem. Pisón le sigue el juego, o quizá alguien, como Domicio Céler, lo instiga por encargo de Sejano. De un modo u otro, Pisón trata de recobrar la provincia por la fuerza, confiando en su convenio secreto. Está en su derecho, porque Germánico es un traidor y la mayor parte de su plana mayor está confabulada con él. Pero Pisón interpreta mal la situación: la traición de Germánico es algo que Tiberio no puede reconocer públicamente. Porque nadie le creería.

Livia asintió.

—Lamentable pero cierto. Mi hijo siempre tuvo problemas para relacionarse con el pueblo. Incluso cuando dice la verdad, o sobre todo cuando dice la verdad.

No detecté la menor aflicción en su voz, a pesar de las palabras que había usado; pero quizá sólo fuera idea mía. Sospecho que Livia y Tiberio nunca se tuvieron gran simpatía, ni siquiera en los buenos tiempos.

—Correcto —dije—. Así que ahora sólo tengo conjeturas. Sejano urde sus intrigas. Comienza a alentar el rumor de que tú y el emperador erais responsables de la muerte y de que Germánico fue enviado al este para que fuera más fácil planearla. Al mismo tiempo, aconseja a Tiberio que adopte una actitud intransigente frente al sentimiento popular por Agripina: su esposo era un traidor, ¿por qué tendría que incurrir en la hipocresía de sepultarlo como un héroe? Envía una compañía de pretorianos para que escolten la procesión fúnebre a Roma, pero procura que den la impresión de que están allí para impedir un tumulto, no para honrar las cenizas del difunto. Pequeños toques, pequeños empujones, pero Roma e Italia están preparadas para ello porque el emperador no goza de popularidad, a diferencia de Germánico y Agripina. El resultado es que cuando Pisón regresa, casi toda Roma cree que él y Plancina envenenaron al chico de ojos azules por orden de Tiberio y pide sangre; la intención de Sejano es debilitar aún más el prestigio del emperador en la calle, y obligarlo a depender de él como único amigo contra el mundo. Esto será importante después. —Hice una pausa—. ¿Voy bien hasta ahora, excelencia?

—Notablemente bien, Corvino. Ya te lo he dicho.

—Vale. Entonces llegamos al juicio, que Tiberio y Sejano han amañado juntos. Sejano actúa, o dice que actúa, como intermediario entre el emperador y Pisón. A través de Fulcinio Trío, ofrece la promesa de un indulto para mantener callado a Pisón.

—En realidad, ésa fue idea de mi hijo, Corvino. Aunque tienes razón en cuanto a Trío. Pisón sabía que él colaboraba con Sejano, y que Sejano era agente de mi hijo. Lo que no sabía era que el primero era el factor preponderante.

—Bien, de un modo u otro, Pisón se pone nervioso. Ya no confía en el emperador. Escribe una carta a sus abogados exponiendo los detalles del convenio y de la traición de Germánico, y se la confía a su liberto Carilo. Pero Carilo trabaja para Trío, y le entrega la carta a él. Trío ve que Pisón está a punto de confesar todo, y por instigación de Sejano ordena a Carilo que lo mate, de un modo que arroje más sospechas sobre el emperador. —Fruncí el ceño—. Excelencia, eso es algo que no me queda claro. ¿Fue suicidio, suicidio asistido o asesinato?

—Fue asesinato, joven. Sin la menor duda.

—¿Y qué hay de la carta de suicido que dejó Pisón? Parecía genuina.

—La carta era falsa. ¿No me crees? Es verdad, te lo aseguro. —La duda se me debía ver en la cara, porque sonrió—. Una breve digresión, pues, a modo de demostración. Después del «suicidio» de Pisón, nuestro obsequioso Senado decretó que la familia imperial, incluida yo, merecía gratitud por vengar la muerte de Germánico. A pesar de que casi todos ellos pensaban que nosotros la habíamos ordenado; pero eso, me temo, es la materia prima natural de la política. Mi nieto Claudio fue omitido, por la excelente razón de que es mentalmente incapaz de cualquier decisión coherente. Sejano, sin embargo, ya lo había escogido como su lazo más probable con nuestra familia, y para ganar su buena voluntad pidió que se rectificara el error. Abordó a uno de los senadores «independientes» con los que ya tenía tratos en secreto y le hizo presentar esta propuesta en nombre de él. No sé si sabes quién era el senador.

—Me doy por vencido, excelencia.

—Tu amigo Nonio Asprenas. —Volvió a sonreír—. Lo recuerdas, Corvino, ¿verdad?

Me recliné. Claro que recordaba a Asprenas. No era fácil olvidarse de ese cabrón. Y ahora supe adonde apuntaba Livia.