XXXXII

Perila sonreía de oreja a oreja (tiene una vena sádica de una milla de ancho), pero no hizo comentarios.

—¿Se ha ido Flavonio Lípilo, Marco? —preguntó en cambio.

—Sí, salió por detrás. Creo que tenía que encargarse de otro mono. O quizá fuera una serpiente. De todos modos, esta noche vendrá a cenar. Con su madre.

—¿De veras? —Perila no se inmuta por nada. Podría haber dicho que el hombre traería seis malabaristas pigmeos y un mandril amaestrado y habría dicho lo mismo. Sólo esperaba que el mandril no estuviera muy cerca de la verdad, aunque dadas las circunstancias quizá lo estuviera—. Me alegra. Me cayó bien.

Batilo trajo otra silla. Mi madre se sentó con cuidado y arregló su manto en pliegues perfectos.

—Perila no me explicó bien lo que te pasó, Marco. Entiendo que fue un accidente con un cuchillo de cocina.

—Eh… Sí. —Por Júpiter, estrangularía a esa mujer cuando estuviéramos a solas. O quizá la obligara a comer la sopa de cebada y rúcula, con el mismo resultado—. Sí, lo estaba afilando.

Mi madre me miró sorprendida.

—¿Por qué hacías eso, querido? Estoy segura de que Metón sabe afilar un cuchillo. Ah, Batilo. —El hombrecillo revoloteaba—. Sí, zumo de fruta, por favor. Manzana, con una pizca de ajenjo.

—Y para mí, Batilo —dijo Perila. No había probado esa variedad.

—También trae uno para Marco —dijo mi madre con firmeza—. Y llévate ese vino.

Batilo me echó una mirada. Creo que enarcaba una ceja en un gesto de compasión, pero no podría jurarlo.

Suspiré; sabía reconocer una derrota. Y no tenía por qué beber esa cosa, sólo mirarla con el ceño fruncido hasta que se fuera.

—De acuerdo, hombrecillo. Hazlo. Bien, madre, ¿cómo te encuentras?

—Increíblemente bien. —Se le notaba, pero siempre era así—. Tenemos un nuevo chef que hace cosas con colza que no se pueden creer, Marco.

—¿Ah, sí? —Sentí un retortijón en el estómago—. ¿En serio?

—Tito parece años más joven. —Alisó una arruga inexistente en su manto de lana—. Y también actúa como si fuera más joven. Debéis venir a cenar de nuevo pronto.

—Sería maravilloso —dijo Perila con una sonrisa—. En cuanto Marco se sienta mejor.

Me toqué las costillas.

—Sí, dame alrededor de un mes, madre, y volveremos a la normalidad.

—¡No debería tardar tanto, querido! A menos que haya algo malo en tu dieta. Envía a Metón y le pasaremos algunas recetas. Además, creí oír que un amigo tuyo venía a cenar.

—¿Te refieres a Lípilo? —¡Por Júpiter! ¡Lo único que me faltaba!—. Ah, Lípilo no es exactamente un amigo, madre. Es… un médico. Vendrá a mirar lo que como.

—¿Un veterinario?

—¿Cómo dices?

—Dijiste que tenía que encargarse de un mono, o quizá de una serpiente. ¿Esos animales estaban de parto? Creí que las serpientes ponían huevos. ¿O son los cocodrilos? O quizá ambos. No los monos, desde luego, sino las otras criaturas. ¿Y por qué trae a su madre?

Mierda. Esto se estaba poniendo espeso, como suele ocurrir cuando mi madre empieza a divagar. Los dioses sabrán cómo sobrevivía Prisco; quizá por eso pasaba tanto tiempo escarbando en viejos cementerios etruscos.

—Lípilo colabora con su primo —dije con firmeza, tratando de no mirar a Perila—. Él dirige una empresa de importaciones.

El mono y la serpiente son pedidos de unos clientes. Y son una familia muy unida. Bien, ¿qué has hecho últimamente?

—Poca cosa —dijo mi madre. Batilo había llegado con las copas de ajenjo y las dejó en la mesa. Mi madre cogió la suya y bebió delicadamente; por su expresión, tuve el presentimiento de que sabía muy bien lo que pasaba y que sus devaneos eran pura malicia—. Estoy tratando de convencer a Tito de llevarme a Bayas este verano, pero no lo consigo. Él quiere que volvamos a recorrer tumbas por el lago Clusino, y es la mar de aburrido.

—¿Por qué no vas sola a Bayas? —sugirió Perila.

Mi madre la miró con ojos desorbitados.

—¡No podría hacer eso, querida! No todo el verano. Podemos llegar a un acuerdo, julio y agosto para recorrer tumbas, septiembre en la Campania. Tito tiene debilidad por los cangrejos, y puedo explotarla, y después de esa desgracia con el desmoronamiento de la columna, Lucia Filipa no necesitará su villa este año. Quizá nunca más, pobrecilla. Pero quizá Bayas no sea la mejor opción. Estará más atestada que de costumbre, ya que los jóvenes de la familia imperial irán allá. Bauli sería mejor. El problema es que no conozco a nadie con una villa.

—¿Qué jóvenes de la familia imperial? —Perila bebió su zumo. Yo traté de no mirar.

Mi madre quedó desconcertada, y sacudió la cabeza.

—Claro, tú no lo sabes. Tú y Marco estabais en Siria cuando se anunciaron los compromisos. Nerón, primogénito de Germánico, con Livia, hija de Druso. Una pareja encantadora. Es una pena lo de los otros, aunque fue una pareja mal avenida desde el comienzo.

—¿Los otros?

—El hijo del loco de Claudio con Elia, la hija de Sejano.

Yo había estado divagando, mirando una abeja que trepaba por el seto de boj. Volví la cabeza de golpe.

—¿Qué?

—¡Querido Marco, no hagas eso! Me sobresaltaste. Qué va. Mi madre no se sobresaltaría aunque el Etna hiciera erupción a dos pasos de su oreja.

—Lo lamento. ¿Podrías repetirme lo último?

—Sólo decía que la unión de Druso y Elia era un error, querido. ¿Por qué no escuchas atentamente la primera vez?

—¿Quieres decir que la hija de Sejano está comprometida con Druso, el hijo de Claudio? ¿Hablamos de Claudio César? ¿El sobrino del emperador?

—Por favor, Marco. —Suspiró—. Lamento decirlo, pero eres tu peor enemigo. Te niegas a escuchar. Hubo un compromiso, querido, al mismo tiempo que el de Livia y el joven Nerón. Pero el matrimonio no se celebrará por la simple razón de que el pobre muchacho ha fallecido.

Yo la miraba fijamente.

—Todavía hablamos de un miembro de la familia imperial, ¿cierto? ¿Comprometido con la hija de Sejano? —¡Por Júpiter!—. ¿Cómo murió?

—Se ahogó con una pera, pocos días después de la ceremonia. Una lástima por el muchacho, naturalmente, y por Elia, pero políticamente… —Hizo una pausa—. Bien, quizá fue para mejor.

Quizá fue para mejor. Claro que sí, pero aun así el Hado había recibido un pequeño codazo en el camino, y me imaginaba de quién era el codo. Me hervía el cerebro. Cogí la copa y bebí un trago.

¡Mierda! El ajenjo. Demasiado tarde, y Batilo ya se había llevado el vino.

—Marco, deja de hacer muecas, por favor —dijo Perila—. No es para tanto.

—¡Es peor!

—Entonces, ¿por qué lo bebiste?

Miré a mi madre. Sonreía. ¿Devaneos de una cabeza hueca? Ni por asomo. Vaya que es lista. Siempre me derrota.

Conque el hijo de Claudio y la hija de Sejano. Una alianza con la familia imperial. Ésa era la última pieza. Eso era lo que buscaba Sejano. Era poder, a pesar de todo; y yo no podía hacer nada al respecto. Acéptalo, pensé. No hay nada que puedas hacer. Nada en absoluto.

Salvo otra charla con Livia.

Lípilo vino a cenar esa noche. Apenas le reconocí, no porque aún pareciera un chico de cara fresca (eso era de esperar) sino porque usaba un manto flamante en vez de su túnica mugrienta habitual. Pero la auténtica sorpresa fue la otra invitada. Era una belleza, de ojos oscuros y tez dorada, probablemente africana. Y no tenía más de veinticinco años.

Lípilo me sonreía. Quizá porque yo trataba de levantar mi barbilla del suelo.

—Corvino, Perila —nos presentó—. Ésta es mi madre. Madrastra, en realidad. Lo lamento. Quizá debí decíroslo.

En fin, algunos tienen toda la suerte. Y apostaría a que el cabrón me había tenido en vilo a propósito.