XXXXI

Quizá fuera gracias al falerno, o quizá me había hartado de que me trataran como una de las copas tirias de Lamia, pero a la mañana siguiente me desperté sintiéndome estupendo. El agujero de mis costillas no había desaparecido por arte de birlibirloque, pero ahora el dolor no era peor que la secuela de un golpe con una espada de madera en el gimnasio. Y no se podía comparar con uno de los famosos masajes de Escílax.

Estábamos desayunando en el jardín cuando Batilo entró con lo que parecía un chico de doce años. Al principio no lo reconocí. Luego sí: Flavonio Lípilo, de la Guardia Aventina.

—¿Cómo están las costillas, Corvino? —preguntó.

Le arrojé una manzana con el brazo malo. No era un mal tiro. Tampoco era bueno, pero la manzana llegó y él la atajó sin tener que estirarse.

—¿Eso responde a tu pregunta, amigo?

—Bastante. —Mordió la manzana y se sentó en el banco, junto al seto.

Le presenté a Perila.

Ella le sonrió.

—¿Quieres pan con aceitunas?

—Desayuné hace un rato, señora. Gracias de todos modos.

Sumergí una tajada de pan en aceite de oliva y ensarté un trozo de queso con el cuchillo. Era otro indicio de que estaba curado: habitualmente no doy gran importancia al desayuno, pero esa mañana estaba famélico.

—¿Quién te habló de mis costillas, Lípilo? ¿Y qué diablos haces aquí cuando convinimos en que mi casa estaba apestada?

Se encogió de hombros.

—La primera pregunta es sencilla. Eres un patricio, Corvino, y no es frecuente que acuchillen a un patricio en una cervecería germana.

—Sucedió en la Suburra, amigo. No es tu distrito.

—Quizá no. Pero las noticias se difunden. Aunque los herreros ilirios corpulentos no se molesten en presentar la denuncia. —Mierda, ese chico era realmente listo. Me dio la inquietante sensación de ser observado. Empiezas a preguntarte cuan pública es tu vida privada—. En cuanto a estar aquí, visitaba el vecindario oficialmente, así que pensé en pasar.

—¿Qué? ¿Otro asesinato?

—No exactamente. —Puso cara de vergüenza—. Una vecina perdió su monito.

—Ah, sí —murmuró Perila—. Fulvia Lucila, Marco. La tía del comandante de la Guardia. —Hizo una pausa—. Una tía vieja, sin hijos y muy rica.

—Ni más ni menos, señora —dijo Lípilo con voz neutra—. El jefe puso a toda la Guardia en alerta. Ayer encontramos a la bestezuela encaramada al techo del templo de Juno Reina, arrojando tejas flojas a los sacerdotes. Acabo de devolverlo. Ceremonia completa: comandante de la Guardia, sonrisas y aceite para el cabello.

Me eché a reír.

—¿De veras?

—De veras. El cabrón me orinó en la túnica. —Miró de soslayo a Perila; ahora también él se reía—. El mono, no mi jefe.

—¡Oye, Batilo! —grité. El hombrecillo estaba remoloneando a la sombra del pórtico—. Trae vino para nuestro invitado. Una copa del especial que reservamos para los rescatadores de monos con túnicas orinadas.

—Te lo agradezco de veras, Corvino. —La sonrisa de Lípilo se ensanchó—. Tengo la lengua seca. Los aristócratas decadentes como tú se levantan cuando quieren, pero los trabajadores ya hemos tenido un día difícil.

Bien dicho. Este hombre era de los míos. Volví a llamar a Batilo.

—Cancela el último pedido, hombrecillo. Que sea una jarra. Y dos copas. —Interrogué a Perila con la mirada, pero ella negó con la cabeza; ya tenía su zumo de fruta helado. Estaba experimentando con nuevas variedades, y la última era una mezcla de pera con muy costoso plátano. En fin. Cada cual con su gusto. Me volví hacia Lípilo—. Y bien, amigo, ¿qué se cuenta?

—Oferta especial. Dos noticias por el precio de una. Primero, ¿sabes que han detenido la investigación por la muerte de Régulo?

—Sí, recibí ese mensaje.

—Pues ya tengo el nombre que necesitabas. El responsable fue Lucio Seyo Tuberón. —Hizo una pausa, estudiando mi reacción—. ¿No le conoces?

—No personalmente. Ex cónsul, ¿verdad?

—Correcto. Hermanastro de Elio Sejano. —Lípilo mantuvo una voz neutra, pero supe que también él había hecho la asociación. Como decía, era un chico listo. Pero ésta no era su pelea, y mucho menos un caso oficial, así que ambos fingimos no saber nada.

—Sí, era de imaginarse. Gracias. ¿Y cuál es la noticia gratuita?

—Sólo me enteré esta mañana. De todos modos, ahora el caso no existe, o eso creo. Hace unas horas pescamos a tu amigo carnicero en el Tíber, al norte de la escalera.

Yo estaba cortando la cáscara de un trozo de queso, y lo dejé lentamente. No sabía cómo él había hecho la asociación con Carilo, pero ya no venía al caso.

—No me digas. ¿Asesinado?

—A menos que se las haya apañado para acuchillarse la espalda dos veces.

Bien, no lo lamentaba, aunque me habría gustado acuchillarlo yo mismo. Ningún premio por adivinar quién fue ni por qué. Un viaje fluvial de ida era más barato que un nuevo comienzo en Marsella o Colonia. Y más definitivo.

Batilo regresó con el vino. Sirvió y Lípilo bebió y se enjugó los labios con una servilleta.

—No es necesariamente una coincidencia —continuó—. Hay un viejo muelle junto a la escalera, y las cosas que flotan río abajo suelen acumularse allí. Hace días que el cuerpo está en el agua. Quizá bajó por el desagüe, aunque con el tiempo seco eso es improbable. Todavía reconocible, a pesar de las ratas. Apenas. No profundizaremos más en el asunto, desde luego. —Se volvió hacia Perila—. Perdón, señora.

—Está bien —musitó ella—. Marco, creo que iré un rato adentro y os dejaré charlar. Un placer conocerte, Flavonio Lípilo.

Él se levantó cortésmente cuando ella salió, y volvió a sentarse. Bebimos un rato en silencio y Lípilo mordisqueó una aceituna.

—Algo más —dije—. ¿Sabes algo sobre un tipo llamado Publio Vitelio?

Me clavó los ojos.

—¿El amigote de Germánico? ¿El que ayudó a acusar a Calpurnio Pisón?

—El mismo.

—Nada oficial, no. —Aún me clavaba los ojos—. Y tampoco nada extraoficial, si eso es lo que te interesa. Sólo los datos de costumbre.

Le llené la copa.

—Lo que tengas.

—No es mucho, Corvino. Estaba en el personal de Germánico en Germania, participó en la campaña contra las tribus. Y le costó regresar.

—¿Sí? Cuéntame.

—Si te interesa de veras, será mejor que le preguntes a otro. No soy experto en asuntos militares.

—Sólo tienes los conocimientos de un lego. Seguro. —Y seguro que si le preguntaba sobre cualquier cosa, desde fontanería doméstica hasta el estado actual del comercio con la India, afirmaría que era un aficionado y luego me diría exactamente lo que necesitaba saber—. Hasta ahora no lo haces mal. ¿Por qué le costó regresar?

—La flota de Germánico quedó atascada frente a la costa germana a causa de la marea baja. Aligeró las naves haciendo desembarcar a dos legiones y ordenando a Vitelio que las llevara por tierra. El problema era que eso significaba cruzar los lodazales. Cuando llegó la marea, fue un desastre. Muchos hombres se ahogaron antes de que la flota pudiera recogerlos.

—Vaya. —Sorbí el vino. Si buscaba un motivo para que Vitelio traicionara a Germánico, lo había encontrado. Olvidemos el histrionismo exhibicionista. Esto era pura y simple incompetencia. Los generales han sido cautos con las mareas desde que el viejo Julio perdió media flota en Britania porque no la había amarrado bien. Eso sucedió hace setenta años, y hoy día no había ninguna excusa para no tener en cuenta el estado del tiempo. Dos legiones significaban diez mil hombres, además de los auxiliares y encargados del bagaje, que habrían aportado otros dos millares; una parte importante de la fuerza del Rin. Germánico pudo haberlos perdido a todos sin haber presentado batalla, y por mera estupidez. Casi tan grave como el desastre de Varo en el Teutoburgo. Para un soldado como Vitelio, un error tan garrafal habría sido imperdonable.

Lípilo se puso de pie.

—Corvino, si tienes ganas de divagar, te dejo, ¿vale?

—Oye, perdóname. —Volví a enfocar los ojos—. Siéntate. Todavía nos queda buena parte de la jarra.

—Sí, lo sé. Pero recuerda que estoy de servicio. Sólo pasé mientras el jefe mimaba a su tía, y si aparezco tambaleándome me hará destripar. Pero me alegró volver a verte.

—Lo mismo digo. —Yo también me levanté—. Gracias, Lípilo. Has sido de gran ayuda.

—De nada. Lamento dejarte con el vino. Es muy bueno. Mejor que ese mejunje del Aventino que compra mi madre.

—No te preocupes. —Tomé nota del asunto para enviar a Batilo a su apartamento con un par de vasijas—. Oye, ven a cenar esta noche. Terminaremos la jarra como se debe.

Vaciló.

—Me gustaría, pero mi madre podría ser un problema.

¡Por Júpiter! No parecía un nene de mamá, pero quizá hubiera circunstancias familiares que yo desconocía. Incluso algo similar a lo de Perila. Aun así, le debía demasiado como para despedirme sin más.

—No te preocupes. Trae a tu madre.

Se le iluminó la cara.

—¿Seguro?

—Claro que sí. —Lo acompañé hasta la puerta—. Incluso enviaré una litera.

—Estupendo, eso sería magnífico. Gracias.

—¿Comes pescado?

—Como de todo. Y mi madre también.

—Bien. —Abrí el portón que daba a la calle—. Hasta luego, entonces.

Cuando se marchó Lípilo, me senté a pensar con mi copa de vino. Conque yo tenía razón y Sejano era el que manejaba este asunto: la participación de Tuberón no dejaba la menor duda. Pero aún no entendía el porqué. Sí, seguía instrucciones de Verruga y tenía su respaldo, pero ¿en qué se beneficiaba él? No era una cuestión de poder. Sejano estaba bien relacionado a través de la familia de su madre, pero aun así era un don nadie que había llegado tan lejos como podía llegar alguien que no perteneciera a la familia imperial. Era comandante de los pretorianos, uno de los puestos más altos del imperio, y si los rumores no mentían ya llevaba al emperador de la nariz. Y, como Cota había dicho, había metido a gran cantidad de parientes en el sistema de gobierno. Así que el poder quedaba descartado: ya lo tenía, o tenía todo el que podía acumular. Lo mismo valía para el dinero; eso llegaba naturalmente con el poder. ¿Seguridad? Tiberio era bastante constante en sus simpatías y antipatías, y aunque eso influía en sus tratos con la gente, era un hombre justo, y juzgaba por las pruebas. A pesar de su parentesco con Germánico, su hijastro no le gustaba y detestaba a Agripina. Si ellos hubieran intentado difamar a Sejano acusándolo de una conspiración real o imaginaria, él los habría escuchado, pero no se habría desvivido por creerles sin pruebas fehacientes. A menos que de eso se tratara: Germánico había tenido las pruebas, y había amenazado con serrucharle el suelo a Sejano mientras preparaba su propia confabulación. Y Régulo se había enterado del secreto. Fuera lo que fuese.

Sacudí la cabeza. No. Como teoría era demasiado enmarañada, y nunca podría demostrarla. A menos que escarbara bastante, y después de la advertencia de Tiberio no podía correr ese riesgo. Tendría que esperar y ver si surgía algo. O bien olvidarme del asunto y dedicarme al torneado de madera.

Entonces salió Perila. Mi madre venía con ella. Mi madre se acercó en una nube de perfume, me besó, y depositó una cacerola tapada en la mesa.

—Querido Marco —dijo—, lo lamento muchísimo. Estábamos de viaje, así que acabamos de enterarnos. ¿Cómo estás, querido? —Noté que se fijaba en el vino—. Te he traído sopa. Cebada con rúcula. Mucho mejor para ti que esa bazofia.

Cebada con rúcula. Demonios. Ensayé una sonrisa, pero no salió bien: todas las madres son iguales, y nunca te libras de ellas.

Quizá Lípilo no fuera una rareza, a pesar de todo.