XXXIX

No sabía si estaba muerto y enterrado, pero cuando llegamos a casa estaba débil. Además, al amenazar a Trío con Tiberio, sólo había alardeado: no podía arriesgarme a una entrevista con Verruga mientras no tuviera todo el asunto envuelto en un bonito paquete con lazo. En definitiva, el emperador era responsable de la muerte de su hijo, pero en algún momento lo habían engatusado y no lo sabía, y si yo no disponía de pruebas el mundo podía despedirse de Corvino.

Dejé a Agrón en su herrería y regresé a casa, donde encontré al tío Cota instalado en el diván en solitario esplendor, con una copa de vino en el puño.

—¡Hola, Marco! —Alzó la copa cuando entré—. Oí que te habían dado una tunda.

—Así es. Cosas que pasan. —Me senté suavemente en el diván de enfrente y serví vino en una segunda copa. Batilo se había acercado, pero hacía la vista gorda ostentosamente. El hombrecillo, comprensiblemente, quería evitar que lo regañaran.

—No debes meterte en grescas de cantina si no puedes afrontarlas, muchacho —dijo Cota.

No era una gran muestra de compasión, pero al menos indicaba que no sabía nada sobre Carilo. Bebí un trago de vino. ¡Mierda, mi mejor falerno! Júpiter sabía cómo Cota se las había apañado, y no le guardaba rencor, pero la última vez que había revisado la bodega sólo quedaban tres vasijas, y Cota tenía un gaznate semejante a la Cloaca Máxima. Batilo se las vería conmigo cuando estuviéramos a solas.

—¿Dónde está Perila? —pregunté.

—En casa de los Fabios, visitando a su madre. —Cota bebió distraídamente un buen trago. Hice una mueca—. Tienes una mujercita muy devota de sus deberes filiales.

—Ajá. —Me alegré de que la devota mujercita no estuviera ahí para oír esas palabras, pues de lo contrario habrían rodado dos cabezas—. ¿En qué puedo ayudarte, tío? ¿O sólo viniste para burlarte?

—¿Yo haría eso?

—Claro que sí. Aunque no te lo reprocho. —Había esquivado mi pregunta; eso debió despertar mis sospechas, pero no le di importancia.

—¿Quieres contarme bien lo que pasó, Marco?

—Le pisé los callos a un tipo, nada más. Era más corpulento y más rápido que yo. —Bebí el falerno. Estaba prácticamente puro, mi primer vino auténtico en varios días, y sentí un fulgor cálido y relajante que se difundía desde mi estómago—. ¿Cómo te enteraste?

—Oh, los cónsules terminamos por enterarnos de todo. —Hizo una pausa y miró su copa—. Incluidos los informes sobre jóvenes listillos que se hacen expulsar de las provincias imperiales.

—No me digas —dije rígidamente.

El tío Cota dejó la copa, y ya no sonreía. Conque ésta era una visita oficial. Tendría que habérmelo esperado, pero las palabras «Cota» y «cónsul» nunca armonizaban del todo.

—El Castor trajo una queja formal de Elio Lamia para el emperador —dijo—. No conozco los detalles porque no me los dieron, pero eso basta para mí. Marco, ¿a qué diablos estás jugando?

Traté de sonreír.

—A fastidiar a todo el mundo. Lo de costumbre.

—Bien, déjalo a partir de ahora. Hablo en serio. —Y se le notaba—. Verruga está hecho una furia. Júpiter sabrá por qué. Por mi parte, no lo sé ni quiero saberlo, porque no le está dando explicaciones a nadie y eso no es saludable.

—¿Lo has visto? —Bebí otro trago; uno largo, esta vez. Lo necesitaba.

—Fue al revés. Tiberio me vio a mí, esta mañana. Quiere que la advertencia sea privada, pero aun así es una advertencia. Definitiva. Si sigues fastidiando, como dices tú, te arrastrarán al Palatino tan rápido que tu trasero no tocará el suelo. Y quizá no vuelvas a bajar. Eso es oficial, Marco. ¿Me entiendes?

—Sí. Sí, entiendo. —Ahora sentía el estómago frío y vacío, y el vino era un peso plúmbeo—. Gracias, tío. Gracias mil.

Si reparó en el tono, no le prestó atención.

—No me lo agradezcas. Yo soy sólo el mensajero. Pero desiste de lo que estés haciendo. O quizá la próxima vez venga a comunicarte la orden de que te cortes las venas, y no quiero hacerlo. —¡Por Júpiter!—. ¿Está claro?

—Está claro. —Estaba clarísimo: no podía ir contra una orden directa del emperador, y lo sabía. Tiberio había cerrado el caso y atornillado la tapa.

—Bien. —Cota cogió la jarra y noté que le temblaba la mano. Batilo se había esfumado—. Ahora cambiemos de tema. Háblame de Antioquía. ¿Has ido a un tugurio llamado el Jardín de Afrodita? En la calle de las Tres Fuentes, cerca del mercado viejo.

Hablamos de vinerías y burdeles, pero yo no estaba de ánimo. Esto era lo que me había temido, y no era algo que pudiera pasar por alto con una carcajada. Mi única esperanza era que nuestra visita a la casa de Trío no fuera denunciada; y existía la posibilidad de que no lo fuera. Si yo tenía razón y Trío trabajaba para otro (y yo sabía que era así), ese cabrón viscoso tampoco querría hacer muchas olas, a pesar de su amenaza final. Pero era duro, cuando había estado tan cerca.

—¿Perila lo pasó bien? —preguntó Cota.

Regresé a nuestra conversación.

—Sí, creo que sí. Se hubiera quedado un mes más, salvo por la vida social. Las mujeres de los diplomáticos pueden ser bastante agotadoras.

—¡Si lo sabré yo! —Cota rió entre dientes y se tironeó de la oreja; ahora que había terminado el trámite oficial, volvía a ser el pícaro de siempre—. Peinados y chismes inofensivos. Y Rufia Perila no es precisamente una amante de las veladas de gala.

—Hizo una amiga. —Cogí la jarra—. Una muchacha llamada Acutia. No es de mi gusto, y decir que ese cerebro de chorlito tiene inteligencia es como… ¡mierda! —El vino se derramó en la mesa—. Lo lamento.

Cota bajó la mano. Me miraba con curiosidad.

—¿Te encuentras bien? —preguntó.

—Sólo una punzada en las costillas. —Serví con mayor cuidado, sólo media copa porque el falerno ya empezaba a afectarme, y cogí una servilleta—. Me sucede a veces, cuando me estiro. Oye, ahora que te han nombrado cónsul pronto estarás en los círculos diplomáticos, ¿verdad? ¿Prefieres alguna provincia en particular?

—Una de las senatoriales, en Asia o África, no me importa cuál. Mientras alguien se encargue primero de ese cabrón africano, Tacfarinas. —Cota alzó la copa y la llenen—. Con mis antecedentes, Verruga no pensaría en mí para una provincia imperial, pero qué diablos. Prefiero la vida fácil.

—Sí. —Yo trataba de mantener la voz pareja y medio cerebro en la charla menuda mientras la otra mitad trabajaba a toda máquina. ¡Por Júpiter! ¡Aguda!—. Sí, te entiendo. Pero Siria estaría bien. Yo me conformaría con Siria.

Oí un portazo.

—¿Marco? —gritó Perila.

—Por aquí, Perila.

Entró.

—Marco, me alegra que hayas vuelto. Tuve una conversación muy interesante con… —Se interrumpió—. Ah, tío Cota, lo siento. No sabía que venías. Me habría quedado en casa.

—Yo sólo me enteré esta mañana. —Cota se puso de pie—. Batilo cuidó de mí. Ningún problema.

—Eso veo. —Perila clavó sus ojos acusadores en la jarra de vino casi vacía—. Corvino, espero que recuerdes que el médico aconsejó que usaras mucha agua.

—Sí, claro que sí. —Lo recordaba, aunque no le hiciera el menor caso—. Batilo te lo contará. —Que el hombrecillo sufriera. Júpiter sabrá dónde se había metido, pero se mantenía al margen—. ¿Lo pasaste bien? ¿Cómo está tu madre?

—Era uno de sus días malos, me temo. Se han vuelto más frecuentes últimamente. —Se volvió hacia Cota y dijo con su voz menos invitadora—: ¿Te quedas a cenar?

—No, ya me iba. —Cota vació la copa y me guiñó el ojo—. Tengo un compromiso personal. Sólo pasé a ver cómo estaba el inválido.

—Estaría mejor si se cuidara.

—Quizá lo haga a partir de ahora. —Me miró significativamente—. ¿Verdad, Marco?

—Claro. Lo intentaré, al menos.

—Inténtalo, muchacho. Pon todo tu esmero. Nos vemos, ¿de acuerdo?

Acompañé a Cota hasta la puerta y lo despedí. Cuando regresé, Perila estaba tendida en el diván, con el ceño fruncido.

—¿A qué vino todo eso? —preguntó.

—Nada. Ya conoces a Cota.

—Creí que le conocía, pero parecía muy serio. Y creo que él y yo no hablábamos de lo mismo.

—Estaba achispado, primor, eso es todo. —La besé—. Lo mismo te pasaría a ti si hubieras bajado casi toda una jarra de falerno. Me sorprendió que llegara a la puerta.

—Cota no estaba ebrio, y tú me ocultas algo, pero lo pasaremos por alto. ¿Cómo anduvo tu charla con Trío?

Charla. En fin. Supongo que era un modo de describirla.

—Bien, ningún problema. —Crucé los dedos con la esperanza de que ella no lo notara: con Perila no podía arriesgar más de una mentira a la vez—. Muy cordial, de verdad.

—Tuve una conversación muy interesante sobre él, con la tía Marcia. ¿Has oído hablar de un tal Libón? Escribonio Libón.

El nombre me sonaba. Me senté en el diván y busqué el falerno…

—¡Marco!

—¿Sí?

—No te contaré nada a menos que prometas no tocar otra gota de vino durante el resto de la velada.

—¡Por favor, Perila!

—Hablo en serio.

Suspiré y dejé la jarra. Bien, quizá ella tuviera razón y ya hubiera bebido demasiado.

—Vale. ¿Qué hay de Libón? El nombre me suena, pero eso es todo.

—Trío lo procesó hace cinco años. Por traición.

—¿De veras? —Mi interés se agudizó. Yo había seguido ese caso y no sabía que Trío era el fiscal, pero ahora me acordé de Libón: un ricachón que se daba la gran vida. Tenía gustos caros y una sesera vacía.

—La tía Marcia no conocía todos los detalles y yo no quería presionarla. Pero lo que recordaba era fascinante.

—¿Sí? Te escucho.

Perila cogió mi copa y bebió un sorbo.

—Ante todo, la acusación fue amañada. Evidentemente. Luego se dijo que Libón coqueteaba con la magia y la brujería. La prueba crucial de Trío era una lista de nombres, que incluían el del emperador y otros miembros de la familia imperial, con notas en código junto a cada una, todo escrito con la letra de Libón. Y Libón se suicidó antes de que el Senado llegara a un veredicto. ¿Te resulta familiar?

—Ajá. —Se me erizó el vello de la nuca—. ¿Libón confesó que había escrito la lista?

—No, lo negó. Tiberio hizo torturar a sus esclavos personales, y ellos confirmaron que era la letra de Libón.

Me recosté, frunciendo el ceño. Claro que Libón lo habría negado; como decía Perila, era crucial para el veredicto probar que la lista era de su puño y letra. Pero el asunto apestaba, aun sin las asociaciones con Pisón. Libón podía ser estúpido, pero tenía que estar chiflado para pensar en asesinar a toda la familia imperial, y para colmo consignar sus planes por escrito. Y la conclusión lógica era que la prueba crucial de Trío era una falsificación. Dados los acontecimientos del juicio de Pisón, y la participación de Trío en ambos, sugería una perspectiva que cuando menos resultaba interesante…

—¿Cómo lo encaró Verruga, Perila?

—Desapasionadamente, dijo la tía Marcia. —Perila bebió otro sorbo de mi vino—. Pero obviamente quería una condena.

—De nuevo el juicio de Pisón, ¿verdad?

Ella asintió.

—Eso pensé. Las circunstancias del suicidio de Libón también fueron llamativas. Quizá se haya apuñalado, pero hay… —hizo una pausa— ciertas dudas sobre el asunto.

—¿Quieres decir que el hombre pudo recibir ayuda para irse?

—Sí, fácilmente.

Eran demasiados paralelismos para que fuera coincidencia, y la posibilidad de una falsificación se volvía más digna de ser investigada. Era una lástima que me hubieran dado el ultimátum. Más que una lástima, porque yo me desvivía por escarbar más en esto.

—¿Y qué beneficio obtuvo Trío?

—El patrimonio de Libón se dividió entre sus acusadores. Como jefe de la fiscalía, se llevó la parte del león.

Vaya. Eso explicaba de dónde había salido el dinero para pagar la lujosa casa del Pinciano. Si necesitaba más pruebas de que Trío era tan corrupto como un propietario de la Suburra, ahí estaban.

—Algo más, Marco. Lo más importante. —Perila vaciló—. La tía Marcia no lo dio exactamente como un hecho, y ya sabes que a veces puede ser afectada, pero creo que vale la pena tenerlo en cuenta. Se rumoreaba que Trío tenía un cómplice en la acusación contra Libón. Muy cercano al emperador.

Sentí un cosquilleo en la piel.

—¿Sí? ¿Y quién era?

Ella hizo otra pausa. Me miró a los ojos.

—Elio Sejano —dijo.