XXXVIII

Llegué a un acuerdo con Perila: yo me portaría bien tres días y después de eso Trío era mío, siempre que prometiera ser cauto y llevar a Agrón como niñera. Un trato justo. Pero mi físico casi no lo resiste; al cabo de otros tres días con una dieta de sopa de pollo y agua rociada con vino, no habría apostado por mí en una lucha contra un chiquillo de cinco años.

Cogimos una litera: el Pinciano está en el norte de Roma y la residencia de Trío estaba frente a la calle Pinciana, cerca de la vieja puerta de la Muralla Serviana. A primera vista de la propiedad, era evidente que ese hombre, aunque no perteneciera a la alta sociedad, andaba de buena racha, y me pregunté de inmediato de dónde venía el dinero.

Abrió la puerta un esclavo joven, carilindo, rubio y acicalado, que usaba una elegante túnica que mostraba los muslos. Vaya. Ése era otro enfoque que podía estudiar más tarde. Si el gusto de Trío en sirvientes seguía ese rumbo, quizá tuviera más en común con Régulo de lo que pensaba.

—¿El nombre, señor? —La mirada del chico viajó de mi cara a la franja púrpura de mi manto y luego a Agrón.

Entré, seguido por Agrón.

—Sólo dile a tu amo que he venido por sus entregas de carne. Él sabrá a qué me refiero.

Ricitos de Oro no estaba contento.

—Por favor, espera aquí —dijo—. Veré si está en casa.

—Hazlo, simpático. —Miré en torno. Bonitos mosaicos y mucho mármol del bueno, todo nuevo y siguiendo el último grito. No sabía de dónde venía el dinero, pero acababa de llegar.

El esclavo regresó un minuto después.

—Sígueme —dijo. Esta vez sin «por favor» ni «señor», y ni siquiera miró a Agrón.

Trío estaba en su estudio. Era un budín humano de menos de cuarenta años, con ojos rápidos y elusivos como los de un traficante de caballos de tercera, sin sonrisa. No se levantó del escritorio para darnos la mano.

—Cierra la puerta al salir, Flavilo —dijo—. Te llamaré si te necesito.

El chico se marchó. Sin que me invitaran, me senté en el diván mientras Agrón se plantaba junto a la puerta. Trío nos echó un vistazo a ambos y al fin posó los ojos en mí. Frunció los labios.

—Bien —dijo—, quizá quieras decirme qué deseas.

—Creo que ya lo sabes, amigo.

—No soy adivino. Mi esclavo mencionó algo sobre repartos de carne. Supongo que era una broma, aunque no la entiendo en absoluto.

—Ninguna broma. —Me recosté contra la pared—. Entiendo que hace un par de días recibiste la visita de un amigo común. Un carnicero llamado Carilo.

—Pues entiendes mal. No tengo amigos carniceros. Por cierto, Flavilo no entendió bien tu nombre.

—No se lo di. Corvino. Valerio Corvino. Y también sabes eso. Y no estoy equivocado en cuanto a Carilo, Trío, porque lo siguieron hasta aquí. ¿Me dices que no lo conoces?

Me estudió con la mirada antes de responder.

—El Carilo que conozco es un liberto de Calpurnio Pisón, a quien enjuicié hace unos meses. Si dices que es carnicero, deberé creerte, aunque no lo sabía. En todo caso, no lo he visto desde el juicio.

—Estás mintiendo, amigo —dije jovialmente—. Te dije que Carilo fue seguido hasta aquí. ¿No te contó que había tratado de matarme?

Hubo un largo silencio. Luego Trío se puso de pie, sonrojándose.

—No estoy acostumbrado a que me llamen mentiroso en mi propia casa, Corvino. Esta vez lo pasaré por alto, porque obviamente has estado enfermo y quizá no te hayas recobrado del todo. Pero insisto en que me expliques el motivo de tu visita o te largues de inmediato.

Miré de reojo a Agrón. El grandote ilirio apoyó la espalda en la puerta. Oí el crujido de los paneles.

—Siéntate, Trío —dije.

No se movió, pero le tembló un músculo de la mejilla.

—Dile a tu amigo que se aparte, por favor.

—En el momento oportuno. Pero primero te diré lo que sé y luego seguiremos desde allí. Si eres sabio, escucharás.

Era un farol. Él podría haber llamado a gritos a los esclavos (sin duda tenía especímenes más robustos que Ricitos de Oro) o podría haber tratado de abrir la puerta a pesar de Agrón, en cuyo caso Júpiter sabrá qué hubiera pasado. Un hombre inocente habría hecho ambas cosas, pero Trío no era inocente. Se sentó.

—Muy bien —dijo—. Habla.

Esperé que no se me notara el alivio. Esa jugada había sido arriesgada.

—Bien, empecemos por la carta. Sus ojos eran inescrutables.

—¿Qué carta?

—La carta que Pisón escribió la noche en que murió y que le dio a Carilo para que la entregara.

—¿Carilo admite esto? Supongo que has hablado con él.

—Sostiene que Pisón sólo le dio la escritura de un matadero que él acababa de comprar. Y la única otra carta existente, la carta de suicidio, se encontró con el cuerpo de Pisón a la mañana siguiente.

—Entonces no veo cuál es el problema. —Trío intentó una sonrisa. En esa cara, estaba tan fuera de lugar como una ramera en la cena de una vestal—. Supongo que Carilo te habrá mostrado la escritura.

—Claro que sí.

—Y el emperador leyó la otra nota de Pisón ante el Senado. Así que ambos papeles quedan explicados.

—Sí. A menos que Carilo mintiera. La carta a que me refiero estaba destinada a los abogados de Pisón. Nunca la recibieron.

—Eso no tiene nada que ver conmigo. Yo trabajaba para la fiscalía.

—Claro que sí. —Sonreí—. Precisamente. Si Pisón le dio una carta a Carilo para que la entregara, y creo que se la dio, luego llegó a ti. La cuestión es si fue desviada, o si Pisón quería que la recibieras tú.

Se puso muy rígido.

—¿Por qué se te ocurre semejante cosa?

—Porque eras un doble agente, Trío. Estuviste del lado de Pisón desde el principio. O al menos eso creías.

—Pamplinas. Fui yo quien planteó la acusación. Y me parece, Corvino, que será mejor que te marches.

—Luego. ¿Alguna vez oíste hablar de un aparato llamado máquina de vapor? —Usé la palabra griega.

Lo había cogido por sorpresa.

—¿Una qué?

—Una máquina de vapor. Supongo que no la conoces. Uno de esos ingeniosos artilugios que los griegos inventan para divertirse y nunca sirven para nada. Cuando era niño, mi tío me llevó a conocer a un filósofo alejandrino chiflado que trasteaba con mecanismos hidráulicos y órganos de agua. Había deducido que si calentabas el agua en un sistema cerrado hasta que hirviera, y dejabas salir el vapor por un tubo, alcanzarías un pico de presión que haría girar una rueda en el otro extremo.

Trío entornó los ojos.

—Joven, esto es fascinante, pero no entiendo a cuento de qué viene.

—Ya lo entenderás. El problema era que no había manera de controlar la presión. Si se elevaba demasiado, volaba la caldera o destruía las junturas del tubo. Así que le insertó un tapón con pesas que saltaba antes de que todo explotara. Pero un día el tapón echó a volar y le partió el cráneo. Se lo tenía merecido por pasarse de listo, supongo. —Sonreí de nuevo—. Ése eras tú, Trío: el tapón de la caldera. Tu trabajo era aliviar la presión antes de que el caso estallara en pedazos. ¿Ahora entiendes a cuento de qué viene?

Trío me clavó los ojos, pero esta vez no dijo nada.

—No pensé en ello hasta que descubrí que trabajabas con Carilo —continué—. Pero es la única explicación que tiene sentido. Agripina y sus amigos tenían una causa bien preparada. Si les hubieran dejado plantear la acusación, habrían hecho un trabajo cabal, sin amortiguar ningún impacto. Las cosas se podían poner feas, y mucha bazofia embarazosa habría aflorado a la superficie.

—¿Embarazosa para quién?

—Para el emperador, desde luego.

Ahora tenía toda su atención.

—¿Y por qué Tiberio sentiría embarazo?

—¡Vamos, Trío! ¿Quieres que lo diga con todas las letras? Lo sabes tan bien como yo.

—Dame el gusto.

—De acuerdo. —Yo aún sonreía—. Pisón y el emperador tenían un acuerdo personal. Tiberio no confiaba para nada en su hijastro, y le había dicho a Pisón que lo vigilara por si intentaba traicionarlo. Quizá incluso le hubiera dado la autoridad para tomar medidas drásticas si descubría que estaba en lo cierto.

—¿Y esas medidas drásticas serían…?

—Liquidar al hombre, naturalmente. Y eso fue lo que sucedió. Pero eso deja a Verruga en una situación engorrosa, ¿verdad? Agripina y los amigotes de Siria que participaron en la conspiración de traición no se toman a bien la muerte de Germánico, y están empecinados en vengarse. Una vez que Pisón regrese a Roma, harán toda la alharaca posible. Que será bastante grande porque tienen acorralado a Verruga.

—Continúa. —Trío me miraba con los ojos entornados.

—Tiberio está bajo presión. No puede proclamar que el intachable Germánico era un traidor porque no tiene pruebas y nadie le creería. Por otra parte, Pisón espera que lo saque del atolladero porque él sólo obedecía órdenes. Así que Verruga hace lo que puede en medio de ese berenjenal. Se asegura de que el hombre que presenta la acusación sea un simpatizante secreto que hará todo lo posible para malograr la causa de la fiscalía, y también se asegura de que Pisón lo sepa. Luego, para cuidarse las espaldas, deja de enfatizar el asesinato para enfatizar los actos de Pisón después de la muerte de Germánico, pero para persuadir a Pisón de prestarse al juego induce a su agente (es decir, tú) de ablandarlo con la promesa de un indulto en el último momento. Pero es una treta, y Pisón es liquidado con la bendición de Verruga. ¿Me sigues, o debo hacerte un dibujo?

—Pisón se suicidó, Corvino.

—Claro que no. Eso nos lleva de vuelta a la carta. Quizá me haya equivocado. Quizá no estaba destinada a ti.

—Ésa —Trío sonrió con sarcasmo— es la primera cosa sensata que has dicho hasta ahora.

Le devolví la sonrisa.

—Oh, Carilo te la trajo. Aunque no estuviera dirigida a ti. Pero digamos que no lo estaba. Digamos que Pisón se había arrepentido. Quizá desconfiaba de ti, o de Verruga, no lo sé ni me importa. De todos modos, decide cantar lo que sabe, revelándoles toda la historia a sus abogados, con el razonable argumento de que si Germánico y sus amigos eran granujas, al usar la fuerza armada para recobrar la provincia él sólo cumplía su deber como gobernador responsable. Sella la carta y se la entrega a su fiel liberto Carilo, que la trae derechito a tus grasientas zarpas. Tú la lees y el hombre pasa a mejor vida. —Hice una pausa—. ¿Cómo voy hasta ahora?

La cara de Trío era impasible. Calló largo rato. Al fin se reclinó en la silla y unió las yemas de los dedos.

—De acuerdo —dijo—. Concedamos, hipotéticamente, que estás en lo cierto. Salvo la afirmación de que el suicidio de Pisón fuera… asistido. —Sí, bien, podía aceptar eso. Al menos, la carta de suicidio parecía genuina—. ¿No sería mucho mejor dejar todo como está? En definitiva, según tu descripción, las cosas no han salido tan mal. Un traidor a Roma ha encontrado el fin que se merecía, y el asunto se ha resuelto sin escándalo ni derramamiento de sangre. El emperador ha hecho todo lo que razonablemente podía hacer para ayudar a un subordinado leal que también es un amigo personal, pero lamentablemente las realidades políticas lo han obligado a sacrificarlo en aras del bien común. Tiberio es un general con experiencia, Corvino. Sabe que para ganar una batalla uno debe sufrir bajas, e incluso estar dispuesto a enviar hombres que conoce personalmente a una muerte segura si la situación lo exige. El propio Pisón sería el primero en reconocerlo. Y si mi papel ha sido el que tú describes, no he hecho nada que merezca reproche. Actué por el más honorable de los motivos y con pleno, aunque solapado, respaldo oficial.

—Seguro. Entonces dime por qué murió Régulo.

No se esperaba eso, y menos después de su elegante discurso de letrado. Parpadeó.

—¿Régulo?

—El abogado de Pisón. Carilo lo apuñaló en la escalera Gemonia. Eso no fue idea de Carilo, amigo mío. ¿Por qué le ordenaste que lo hiciera?

—No sé nada sobre la muerte de Régulo. Y ciertamente no ordené su asesinato.

Su irritación era evidente, a pesar de la voz tranquila. El hombre estaba ofuscado. Era hora, por lo demás. Empezaban a dolerme las costillas. Cambié de posición en el diván.

—La muerte de Régulo no encaja con lo demás. La de Pisón, seguro. Como dices, era una baja necesaria, aunque ordenar a Carilo que lo degollara con una espada fue un detalle excesivo. Pero la pifiaste con Régulo.

—Este disparate ha ido demasiado lejos. —Trío se levantó abruptamente—. Quiero que te marches. Ya.

—Cuando haya concluido, amigo. Acabamos de llegar a la parte interesante. —Miré de reojo a Agrón. Había permanecido todo el tiempo como una estatua. Sin una palabra, avanzó unos pasos y obligó al hombre a sentarse. Trío lo fulminó con la mirada, resollando—. Régulo murió como un traidor, con un garfio en la garganta. Tiberio no tenía motivos para matarlo, y menos de esa manera. ¿A quién traicionó Régulo? ¿Y cómo? ¿A ti, o a la persona para quien realmente trabajas?

Trío no dijo nada. Si las miradas mataran, ambos seríamos cadáveres.

—¿Quieres que lo exprima, Corvino? —gruñó Agrón.

Al demonio con mi promesa a Perila. Yo ya estaba bastante irritado. Me levanté, con la mano apretada contra la herida dolorosa de mis costillas.

—¿Por qué no? Adelante.

De pronto Trío gritó.

—¡Flavilo!

La manaza de Agrón le tapó la boca, pero demasiado tarde. Se oyeron pisadas en el mármol del atrio. Abrieron la puerta: sólo Flavilo, pero pronto habría refuerzos más fornidos. Bien, quizá había sido demasiado optimista.

—Suéltalo, Agrón —dije.

Trío estaba pálido. En la mejilla pastosa se veía la marca roja de las uñas de Agrón. Nos miró con furia mientras su bonito criado cambiaba de posición con embarazo.

—Espero que hayas redactado tu testamento, Corvino —murmuró—, porque estás muerto. Muerto y enterrado.

Sí. Aun así, había obtenido lo que había ido a buscar, y no preparas salsa de pescado sin aplastar algunas anchoas. Me erguí y traté de no hacer muecas de dolor mientras me dirigía a la puerta.

—Tal vez, amigo —dije—. Pero ya me han amenazado antes, y todavía estoy vivito y coleando. Y quizá el emperador quiera hacer su modesta aportación antes de que todo esto haya terminado. En tal caso, será mejor que tú redactes tu testamento. Hasta la vista.

Nos marchamos. Trío no dijo adiós.