A pesar de todo, estaba despierto cuando regresó Agrón. No demasiado lúcido, pero despierto.
—Necesitas un guardaespaldas, Corvino —dijo al entrar con Perila—. Eso fue lo más estúpido que he visto.
—Sí, también yo me alegro de verte, amigo. —Procuré incorporarme. Aún tenía la sensación de atravesar el estrecho de Mesina en bote mientras alguien me serruchaba la cabeza, y dolía como mil demonios, pero esta vez lo conseguí—. ¿Qué hay de Carilo?
Agrón acercó un taburete.
—Como te dije, escapó.
—¿Revisaste su apartamento?
—Claro. Está vacío. Ni mujer ni hijos. Nada. Ni siquiera echó llave a la puerta al irse.
Bien, eso era algo que me esperaba. Y si se había llevado a su familia, era definitivo. O por tiempo indefinido.
—Quizá Escílax pueda rastrearlo.
—Sí, quizá. Bien pensado, Corvino. Así puedes ir a su nueva casa y dejar que te abra otro agujero.
—No me hagas reír, cabrón. Duele. —Miré a Perila—. ¿Enviaste el mensaje?
—Sí, envié el mensaje, pero…
—Bien. Gracias, primor. —La habitación se puso a girar. Cerré los ojos y esperé a que se parara antes de abrirlos de nuevo—. Tal vez deba contarte de qué se trata, Agrón. Así, la próxima vez que me salves el pellejo sabrás por qué lo hiciste.
—Perila ya me lo contó. Mientras el médico te remendaba. —Agrón no sonreía—. Corvino, ¿por qué no dejas estos asuntos políticos? De lo contrario, quizá no haya una próxima vez.
—No. Escucha, Perila no te pudo contar todo porque no lo sabía. Teníamos razón. Sí, Verruga estaba al corriente de la muerte de Germánico, pero había alguien más implicado, alguien con intereses personales, y Carilo trabaja para él. Carilo es nuestra única pista. Tenemos que encontrarlo y hacerle hablar.
—Marco, no irás a ninguna parte ni harás nada. —Perila usaba la voz que reservaba para ocasiones especiales, como la de reducir perros guardianes a una gelatina temblorosa—. En eso soy terminante.
Yo aún miraba a Agrón.
—¿Qué dices? ¿Quieres ocupar mi lugar? Siempre que Escílax pueda rastrearlo.
—Si es importante para ti, seguro. —Agrón se movió incómodamente—. Pero ha dejado Roma para siempre. Quizá también Italia. No iba a quedarse por aquí después de acuchillar a un patricio frente a testigos, aunque lo respalde alguien influyente. Y si no está en la ciudad, Escílax no tiene la menor esperanza de encontrarlo.
—Sí, lo sé. —Me sentía exhausto, tanto mental como físicamente—. Pero, como dije, es la única pista que tenemos. Él regresó anteriormente. Tiene muchos intereses aquí como para levantar campamento e irse. Quizá se esté ocultando en alguna parte hasta que todo se calme.
Agrón me miró.
—Vale —dijo al fin—. Cuenta con ello. No lo encontraremos, pero en caso contrario cuenta con ello. Pero ahora olvídate de ese hombre. Pareces un trapo viejo. Duerme un poco más y regresaré más tarde.
—Sí, quizá me duerma. —Cerré los ojos, volví a abrirlos—. Oye, Agrón, otra cosa. ¿Conoces a alguien llamado Celio Crispo?
Pero debía de haber pasado mucho tiempo, porque se habían ido.
Pasaron tres días hasta que estuve en condiciones de levantarme, y aun entonces la razón principal era que estaba harto del caldo de pollo de Metón. No había nadie en las cercanías, pero me aferré a la baranda y llegué al pie de la escalera sin caerme antes de llamar a Batilo. Vino corriendo desde la cocina como si hubiera un incendio en el hipocausto.
—Cuidado con tu hernia, amigo —le dije.
—La señora dio instrucciones estrictas de que guardaras cama, señor. —Su cabeza calva relucía de sudor y reprobación. Ni un solo cabello asomaba en esa lisa extensión. La mágica orina de tigre no había surtido efecto. Pero aún no había revisado el Miliario Dorado—. También el médico.
—¿Perila quiere que el médico guarde cama?
Ni un parpadeo. Vi que esa flecha pasaba de largo sin siquiera rozarlo. Bien, quizá hubiera sido una falsa alarma.
—No, señor —dijo—. El médico no. Sólo tú, señor. Pediré a un esclavo de la cocina que te lleve arriba de nuevo.
—Aquí estoy bien, gracias, amigo. —La verdad es que tenía mis dudas sobre eso, pero logré llegar al diván antes de que se me aflojaran las piernas—. Lo que puedes hacer, sin embargo, es buscar una copa y una buena jarra de setino. Y tranquilo con el agua, por favor.
Se resistió un poco, pero al fin me acosté con aire de inválido, así que ya no tuvo esa queja.
—Sí, señor. Setino, señor, bien aguado, señor. Enseguida, señor.
Suspiré. Me había entendido perfectamente, desde luego, y yo había reparado en el tono sarcástico. Recordé un epitafio que había visto en una tumba de la Vía Apia: «Aquí yace Fulano. Muerto por sus médicos». Sabía cómo se sentiría el pobre diablo.
—¡Oye, Batilo! —llamé—. ¿Has recibido algún mensaje de Agrón?
—No, señor.
—¿Y de Escílax?
—Hoy no, señor.
En fin. Si no pasaba nada, vendría bien tomarme las cosas con calma. Me tendí en el diván y cerré los ojos. Sólo por un momento.
Me despertó Perila. Ella tampoco parecía demasiado feliz.
—Corvino, ¿qué haces abajo? —dijo—. Tendrías que estar en cama.
—Sí, bien… —Procuré incorporarme.
—Y has estado bebiendo.
Batilo debía de haber dejado la jarra y la copa en la mesa mientras yo dormía. No había tocado una gota. Qué desperdicio.
—Te juro, Perila…
Ella no me prestó atención.
—¡Batilo!
Llegó en dos segundos, puro ojos y dientes. Sólo le faltaba echarse sobre el lomo con las patas en el aire. Repugnante. Júpiter sabrá lo que le habría sucedido al hombrecillo si en ese momento no hubieran llamado a la puerta. Salió disparado como si estuviera engrasado, y Perila se concentró en mí.
—Estoy bien, primor —me apresuré a decir—. Ningún problema. De veras.
—Pamplinas. —Se sentó en el diván junto a mí—. El médico dio instrucciones estrictas de que guardaras cama. Batilo lo sabe muy bien. Marco, ¿cómo piensas mejorar si no sigues las instrucciones?
No estaba escuchando, porque Batilo regresó remolcando a Escílax.
—¡Hola, Escílax! —saludé.
—Marco. —Perila lo miró de hito en hito—. No creo que debas molestarte con…
La silencié con un gesto.
—¿Alguna noticia, amigo? ¿Encontraste a Carilo? Batilo, trae una silla. Dos sillas. Tres. Y otra copa.
—¿Carilo? —preguntó Escílax, azorado—. ¿Aún quieres que encuentre a Carilo?
Me serví setino y bebí un trago moderado. Aunque el agua lo había dejado al borde de la muerte, noté que me hacía más bien que todos los médicos y sopas de pollo de Roma.
—Claro que sí. ¿Por qué no?
Se encogió de hombros.
—Pensé que ya no era necesario, una vez que supieras adonde había ido después de apuñalarte. Lo interrogué con los ojos.
—Escílax —gruñó Perila—, te mataré por esto.
—Un momento, primor —dije, mirando a Escílax—. Repíteme eso, amigo. Despacio.
Escílax estaba tan nervioso como una virgen en un lupanar, algo que nunca creí que vería de este lado de la tumba. Miró de soslayo a Perila. Ella estaba tiesa como una vara.
—Bah, adelante —dijo Perila—. Ahora díselo, qué más da.
—Hacía vigilar a Carilo, Corvino —dijo Escílax—. Como habíamos quedado. Por el sobrino de Dafnis. No le habían dicho que dejara de vigilarlo, así que siguió haciéndolo. Cuando el hombre huyó de la cervecería después de apuñalarte, nuestro muchacho lo esperaba en el camino.
—¿Y?
—Os he contado esto a todos. O al menos se lo conté a Agrón. Hace dos días. —Otra mirada a Perila—. Bien, quizá no te hayas enterado. Carilo fue al Pinciano.
—Crispo —dije lentamente—. El maldito Crispo.
—¿Qué Crispo? Carilo no fue a ver a ningún Crispo. Fue a ver a un fulano llamado Fulcinio Trío.
Fruncí el ceño. ¿Fulcinio Trío? ¿Quién diablos era Fulcinio Trío? Entonces recordé. Trío había sido uno de los fiscales en el juicio de Pisón; más aún, el oportunista que había presentado la acusación en primer término, y había sido desplazado por los amigos de Germánico, que pensaban que no tenía derecho a entrometerse. Conque Lucio Fulcinio Trío. Parecía que volvíamos al ruedo.
—Amigo Batilo —dije—, llévate esta agua sucia y tráenos vino.
Perila frunció la nariz.