XXXVI

No valía la pena volver a casa. Fui al foro a decirle a mi banquero que había regresado y oír los últimos chismes, luego maté un par de horas en la vinería de Gorgio, en la Vía Sacra. Ya se ponía el sol cuando llegué a la carnicería de Carilo. No había rastros de Agrón.

Pero Carilo estaba allí, cerrando la tienda: debía de haber trabajado hasta tarde. Me vio al mismo tiempo que lo vi yo. Si esperaba que pusiera cara de culpable, quedé defraudado.

—¡Hola, Corvino! ¿Cómo anda el bebedor de cerveza romano?

—Bien. —Me acerqué y esperé mientras cerraba el candado.

—Bien. —Se metió la llave en el zurrón—. ¿Tienes tiempo para un trago?

No necesitaba eso.

—Preferiría tener una charla tranquila, amigo. Un lugar privado.

—¿Sí? —Me miró de soslayo—. Mala suerte, entonces. Suelo pasar una hora en el local de Hilde después de cerrar. Si quieres acompañarme, no tengo ningún inconveniente.

—¿Hablas de la cervecería donde estuvimos la última vez?

—Así es. —Sonreía pícaramente.

—¿Vende vino aparte de orina de caballo?

Sonrió aún más.

—Si valoras tu mollera, amigo, no hables así de la buena cerveza frente a Hilde. Sí, tiene un par de vasijas para estómagos delicados.

—De acuerdo. Vamos —dije. No me gustaba en absoluto, pero no me quedaba más remedio. Y si la charla no era demasiado íntima, al menos habría una multitud, que era la siguiente mejor opción.

Si mal no recordaba, la cervecería estaba calle abajo, y Carilo enfiló en esa dirección.

—¿Has estado fuera de Roma? —preguntó.

—Sí, en Antioquía.

—Ajá. —No podía verle los ojos, pero la voz no se alteró—. ¿Negocios?

—Podría decirse.

—Nunca estuve en el oriente. Dicen que es fabuloso.

—No está mal. —Empezaba a tener dudas sobre Carilo. Parecía sincero. Quizá no hubiera asesinado a Régulo, y la carta fuera una pista falsa, y lo único que había era la escritura del matadero. Cota no era el informador más fiable, y un garfio de carnicero podía venir de cualquier parte.

Llegamos a la cervecería. El lugar no estaba tan atestado como había creído: sólo había cuatro sujetos, todos germanos, a juzgar por la apariencia, y cuando entramos dos de ellos se levantaron y se fueron. Carilo se sentó ante la mesa vacía y le hizo el pedido a la anciana. No soy lingüista, pero no parecía haber nada raro, y desde luego que Hilde se alejó refunfuñando mientras los dos germanos reían en voz baja e intercambiaban comentarios guturales.

Quizá supieran algo que yo no sabía, porque el vino que me trajeron era tan malo como la cerveza, un másico de tercera que estaba a punto de avinagrarse. Al menos estaba hecho de uva y no de forraje de caballo, y no tendría que empinar una jarra de un trago como la vez anterior.

—Bien. —Carilo dejó su pichel medio vacío y se enjugó la espuma de la cara—. ¿En qué puedo ayudarte, romano?

—¿Conoces a un hombre llamado Régulo?

Le estaba observando los ojos. Detecté un destello delator y supe sin la menor duda que no me había equivocado. Carilo era buen actor, y esperaba esa pregunta, pero aun así el golpe le había dolido. ¿Sincero? Qué va. Ese hombre tenía mucho que contar. Era sólo cuestión de persuadirlo.

—El abogado de Pisón, ¿verdad? O uno de ellos.

—Sí. Lo encontraron al pie de la escalera Gemonia antes de que yo me fuera de Roma. —Bebí un segundo trago y decidí que un tercero sería excesivo—. Antes de que tú también te fueras de Roma. Alguien lo apuñaló y le clavó un garfio en la garganta. Un garfio de carnicero.

—Un garfio de carnicero. ¿Qué te parece? —Carilo alzó el pichel con gran lentitud, lo vació y lo bajó. Sin que la llamaran, la anciana se acercó para volver a llenarlo—. Y sólo por eso crees que yo lo maté.

—Sé que lo mataste, amigo —murmuré—. Lo que no sé es para quién y por qué. Y eso es lo que vas a contarme.

Esta vez no pestañeó.

—Estás loco, Corvino.

—¿Porque creo que mataste a Régulo? ¿O porque creo que me dirás el porqué? Tengo razón en ambas cosas.

—Ni siquiera lo conocía. —No estaba enfadado ni alzó la voz. El cabrón incluso esbozaba una sonrisa—. Soy carnicero. No me muevo en esos círculos. ¿Por qué querría asesinarlo?

—Ésa era mi pregunta.

Se dispuso a levantarse, no deprisa, sino como si hubiera terminado la cerveza y se fuera a casa. Le aferré la muñeca. Los dos germanos de la otra mesa miraron con ojos turbios, pero él gruñó algo y ellos rieron y siguieron tarareando lieder. Esperaba que él se zafara (con su tamaño y su peso podría haberlo hecho fácilmente), pero no fue así. Sólo me miró la mano, sonrió y volvió a sentarse.

—Vale. Lo diré de nuevo, amigo, porque quizá no hayas oído bien la primera vez —dijo—. Quizá sepa quién era Régulo, pero no lo conocía. No tenía nada contra él, y tú estás loco. ¿Eso responde a tu pregunta?

—Vale. —Le solté la muñeca—. Ahora te diré algo. Estás en esto hasta las cejas, amigo. Tú lo sabes y yo lo sé, así que vamos al grano. Quizá estés trabajando para el emperador, y en tal caso estoy cometiendo un grave error. Pero si no es así, y apostaría a que no es así… —Me pareció que parpadeaba—. En tal caso, estás al garete en un río de mierda. Porque a menos que tu patrón tenga mucho enchufe y esté dispuesto a usarlo para protegerte, me encargaré de clavar tu pellejo a un barril de cerveza y echarlo a rodar por la escalera Gemonia. ¿Entiendes?

Me observaba atentamente, como si tratara de decidirse. Aún tenía un aire arrogante, pero la sonrisa se había desdibujado. Quizá empezaba a intimidarlo.

Qué va, ni en broma. Al menos no lo había intimidado como yo quería. Sin dejar de mirarme, le dijo algo a Hilde que sobresaltó a los dos cantantes de la otra mesa. La anciana fue a la puerta, echó los cerrojos y volvió detrás del mostrador.

Ahora todos estábamos de pie, cantantes incluidos. Uno empuñaba una porra maciza como si supiera usarla. El otro rompió distraídamente su pichel contra la mesa e inspeccionó el borde afilado. Desenvainé el cuchillo y retrocedí lentamente hasta tocar la pared con la espalda.

Carilo no se había movido, y dejaba caer los brazos.

—Bien, Corvino —dijo—. Me has convencido. Quizá convenga que estés muerto.

Añadió algo en germano.

El tipo de la porra se desplazó a mi derecha mientras Pichel cruzaba detrás de Carilo para plantarse del otro lado. Se tambaleaban un poco y eructaban, pero habría preferido que estuvieran más ebrios. Y que fueran más neutrales. Solidaridad teutónica, todos contra el romano. Mierda. Me maldije por ser tan condenadamente imbécil y lamenté no haberme quedado en casa, secando flores con Perila.

Primero se movió Pichel, y Porra una fracción de segundo después. Al cabo de veinte días en un barco, sin ejercicio durante casi dos meses, yo no me hallaba en buen estado. Mi patada le erró a la entrepierna de Pichel, pero le acertó en el muslo. El cuchillo llegó con años de retraso y mi cabeza estalló cuando la porra me pegó en la oreja como un saco lleno de piedras. Carilo brincó hacia delante, y atiné a ver el destello del metal en su mano. Grité y me desplacé, pero fui muy lento. El dolor me punzó las costillas…

No sé qué pasó después. Pareció que la pared estallaba y el techo se desplomaba. Luego todo se volvió confuso. Alguien gritaba (creo que Hilde) y muchos cuerpos se contoneaban. Luego todo se aquietó y se puso oscuro y por un rato sólo pude oír un goteo en el suelo.

—¿Estás bien, Corvino? —Era Agrón. Su cara inclinada sobre mí en la oscuridad parecía tener el doble del tamaño habitual, y se le veía muy preocupado.

—Creo que no —respondí—. ¿Tú qué opinas? —Era como hablar a través de una manta de lana. Sentí manos contra las costillas, y un dolor sordo.

—¡Oye! ¡Acerca una luz! —De nuevo Agrón. Lo repitió en germano y traté de sonreír, pero era demasiado doloroso. Demonios. Salvado por un políglota. Una lámpara apareció encima de mí y oí y sentí un rasgón de tela. Luego silencio y más dedos que hurgaban.

Al fin Agrón soltó el aliento.

—Estás sangrando como un cerdo ensartado y tienes un bulto del tamaño de un huevo encima de la oreja —dijo—, pero sobrevivirás. Quizá. ¿Qué diablos haces a solas en una cervecería germana, grandísimo idiota?

—Pasándome de listo —susurré. Debió entenderse, porque le oí reír entre dientes—. ¿Dónde está Carilo?

—¿Es el grandote que te apuñaló? Se ha ido. Dejó un par de dientes, pero escapó. —Me puso de pie y me arqueé de dolor—. ¿Puedes caminar?

—Caminar, sí. Correr una maratón puede ser más complicado.

Rió de nuevo y me dio un trapo.

—Bien, Corvino. Mantén eso apretado contra las costillas, apóyate en mí y tómalo con calma.

Mi túnica estaba empapada de sangre, y a través del desgarrón que había hecho Agrón pude ver el daño: un tajo largo y profundo en el lado de las costillas hasta el pecho, que terminaba en un agujero irregular. Bastante serio pero, como decía Agrón, sobreviviría. Eso sí, por un tiempo no podría luchar contra pitones. Había pensado que el goteo era mi sangre, pero la jarra de másico estaba tumbada en la mesa y el vino se derramaba por el borde. Bien, eso era algo bueno. Al menos no había tenido que beberlo, y nadie lo haría. Sonreí y traté de decírselo a Agrón, pero las palabras no me salieron. En cambio, me desmayé.

Me desperté en la cama con una jaqueca descomunal y la sensación de que un elefante se apoyaba en mi pecho con sandalias de tacón fino.

—¿Marco? —Perila, desde luego. Estaba sentada junto a la cama, con cara de haber venido de un velatorio.

—Sí, eso creo. ¿Dónde está Agrón? —Sentía la lengua hinchada, y alguien me había llenado la boca de pegamento.

—Se fue hace una hora. Dijo que regresaría después. Maldición, Marco, ¿qué diablos estabas haciendo?

—Pasándome de listo. Ya se lo dije a Agrón. —Traté de incorporarme y decidí que no. Mi cabeza palpitaba como en la peor resaca que había tenido. Estaba vendado como una momia egipcia, y alguien hacía cosas raras con el equilibrio de la habitación—. Y no maldigas, Perila. No te pega.

—Maldeciré todo lo que se me antoje —rugió—. Ya lo creo que te pasaste de listo. —Mierda. Atado así y sintiéndome débil como un gatito ni siquiera podía buscar refugio—. Nunca vuelvas a hacer algo semejante, Corvino, ¿me oyes?

—¿Quieres ponerlo por escrito, primor?

Se levantó y se dirigió hacia la puerta. Pensé que se marchaba, pero se quedó con la frente apoyada en el panel.

—Pudieron haberte matado, Marco —murmuró—. Casi te mataron. Según el médico, otra pulgada a la izquierda y el cuchillo te habría perforado un pulmón. Así que deja de bromear, por favor.

No dije nada en un largo rato. Al fin se acercó para besarme. Tenía las mejillas húmedas.

—Además —añadió—, sería pésima como viuda.

La atraje hacia la cama y le ceñí la cintura con el brazo. Dolía, pero valía la pena.

—¿Agrón dijo cómo lo logró?

—¿Salvarte la vida o traerte a casa?

—Ambas cosas.

—Pasaba por la cervecería para ir a la tienda de Carilo cuando te oyó gritar. Tumbó la puerta a patadas. —Hice una mueca, recordando los cerrojos. Quizá la madera estuviera podrida, pero no lo apostaría. El hombre era fortachón—. Luego te llevó a su herrería y despertó a un par de porteadores vecinos.

—Ajá. ¿Qué pasó con Carilo?

—¡Marco, olvídate de Carilo! ¡No tiene importancia!

—Sí que la tiene. —Cerré los ojos. De pronto me sentía con sueño, e irreal—. Perila, haz algo por mí. Si no estoy despierto cuando regrese Agrón, pídele que revise el apartamento de Carilo. Él no estará allí, pero hay que hacerlo. Luego manda a alguien al gimnasio de Escílax para avisarle.

—Corvino…

—Hazlo, por favor. Avisa a Escílax. —Quizá el médico me hubiera dado algo. Mi boca y mi lengua no funcionaban bien, y no sé si me oyó. Sentí su mano en la mejilla y todo volvió a esfumarse.