XXXV

Acutia tenía razón. El Castor era mucho más cómodo que el Artemisa. Y más veloz, a pesar de que tuvimos viento en contra todo el viaje: como era una trirreme, no necesitábamos las velas, y estos barcos son raudos cuando los remeros dan con el ritmo. En lo demás no había muchas diferencias. Era probable que el capitán fuera primo de Teón, pero no pregunté; expulsé el desayuno antes de salir del puerto de Seleucia y vomité hasta llegar a Puteoli.

Era agradable ver Roma otra vez, aun en la oscuridad (llegamos después del ocaso). Y olería también. Quizá fuera mi imaginación, pero el primer aroma del Tíber me llegó cuando nuestro carruaje de alquiler atravesaba la Puerta Apia, y para un romano que llega del extranjero no hay mejor olor que el rancio lodo del Tíber.

Batilo nos aguardaba frente a la puerta. Júpiter sabrá cómo se enteró de que llegábamos, pero incluso tenía una jarra de mi mejor falerno en la mesa del vestíbulo, con una cinta roja alrededor del cuello y una etiqueta que decía «Bienvenidos a casa». Quedé conmovido. Mientras Metón salía disparado para cerciorarse de que nadie hubiera estropeado su mejor sartén en su ausencia, le entregué al hombrecillo la vasija tapada que había comprado en el mercado viejo antes de partir.

—Gracias, señor. —La destapó y olió con cautela—. Qué interesante. ¿Qué es? ¿Veneno para cucarachas?

—Restaurador de cabello, so ingrato. El mejor de Antioquía. —Me serví mi primera copa de falerno en dos meses. Lentamente. Ciertos placeres merecen prolongarse—. Preparado según una antigua receta india a base de silfio y orina de tigre, pasada de padres a hijos durante seiscientos años.

—¿La orina o la receta, señor?

—Basta, amigo. —¡Por Júpiter! Ahora hasta Batilo hacía bromas—. El tendero me juró que haría crecer pelo en el Miliario Dorado, pero si no lo quieres…

—¡Oh, Marco! —Perila puso su cara de púdica reprobación—. No habrás comprado esa sustancia, ¿verdad?

—Claro que sí. —Alcé la copa de falerno y bebí, dejando que el líquido mágico resbalara sobre mis papilas. ¡Éxtasis!—. No critiques, primor. Cuando lleguen los juegos, tendremos el mayordomo más peludo de Roma.

—O quizá una ausencia total de cucarachas, señor.

—¿Dijiste algo, Batilo?

—No, señor. Nada importante.

—Bien, bien. —Bebí más falerno. ¡Por Júpiter, qué sabor! Casi compensaba el largo viaje. Había comprado algunas vasijas de vino de Quíos, pero no era lo mismo fuera de contexto. No había tenido tiempo de encontrar las copas—. ¿Cómo ha ido todo? ¿Algún mensaje mientras no estábamos?

—Uno de tu cliente Escílax, señor. Hace casi un mes. Dijo que el carnicero había vuelto a Roma. Espero que se entienda.

—Sí, se entiende. Estupendo. —Lo era. Antes de partir le había pedido a Escílax que se mantuviera alerta a las noticias de Carilo, y ahora que el mensajero de Pisón (y posible asesino de Régulo) había vuelto de su excursión rural, todo volvía a ponerse en marcha—. ¿Algún recado de Lípilo?

—¿Quién, señor?

—El oficial de la Guardia Aventina.

—Ah, sí. —Noté que Batilo había tapado subrepticiamente el restaurador de cabello. Bien hecho: era una sustancia fuerte. Júpiter sabrá con qué alimentaban los indios a sus tigres, pero noté que el vello de mis fosas nasales empezaba a rizarse—. Más recientemente, en los últimos diez días. La investigación se ha interrumpido, señor. El joven caballero no ha podido confirmar quién fue responsable, aparte del comandante de la Guardia.

—Ajá. —Ése era un nombre que necesitaba, pero me alegraba que Lípilo no se desviviera por encontrarlo. Los hombres como él ya escaseaban bastante en la Guardia sin que yo los pusiera al alcance de una sigilosa puñalada en las costillas—. ¿Me tendrá al corriente si lo averigua?

—Sí, señor. Dijo que en el ínterin no debes contactar con él.

Lípilo era astuto, y me alegraba que hubiera tomado a pecho mi advertencia. Quizá pudiera sonsacarle ese dato al tío Cota, pero no esta noche. Quizá fuera por beber vino con el estómago vacío (nunca como cuando estoy de viaje), pero de pronto me sentí exhausto. Miré a Perila. Se había quitado la capa y se la entregaba a Frine para que la plegara, y su cabello brillaba a la luz del candelabro del vestíbulo.

Era grato estar en casa. Y quizá no estuviera tan exhausto.

A la mañana siguiente fui al gimnasio de Escílax. Tenía el mismo aspecto de costumbre; ciertas cosas no cambian. Dafnis barría la misma extensión de arena con el mismo rastrillo. Me pregunté qué haría cuando de noche iba a casa a descansar. Quizá observara el crecimiento de las piedras.

—¡Hola, Dafnis! —saludé—. ¿Está el jefe?

Recibí esa mirada larga y lenta. Quizá ni había notado que yo me había ido.

—Sí, está en la oficina.

—Bien. —Crucé el patio vacío (al parecer hoy no había clientes), luego me detuve y me giré—. Por cierto, ¿tienes alguna afición?

—¿Afición? —Dafnis abrió la mandíbula.

—¿Qué haces cuando no estás trabajando?

—Miro estatuas.

—Ya… Entiendo. —Bien, me lo merecía por preguntar.

—¿Sabes cuántas estatuas hay en Roma, Corvino? —Había soltado el rastrillo y me seguía como un perro. En los ojos del cabrón había una luz que no había visto nunca, y que no quería volver a ver—. ¿Auténticas estatuas?

—Alguna vez me lo dirás. —Me alejé. Deprisa—. Luego charlamos, ¿de acuerdo?

—Los templos son interesantes. Me gustan los templos.

Mierda. La plaga se propagaba. Primero las bromas de Batilo, ahora Dafnis. Quizá se contagiara como el eccema. No estaba dispuesto a correr riesgos.

Cuando llegué a la oficina, Escílax estaba reparando la correa de una sandalia. Alzó la vista.

—Vaya, mira quién está aquí —dijo—. Siéntate, Corvino. ¿Lo pasaste bien en Antioquía?

Bien, al menos se acordaba. Me senté en el banco.

—¿Sabes que tu asistente es un conocedor de las artes?

—¿Dafnis? Seguro. —Insertó la lezna en el cuero—. Y sabe muchísimo. Si le mencionas el canon de Policleto, no para de hablar.

—¿De veras? —Pensé que no podría resistirlo. Y menos en mi primer día en casa. Cambié de tema—. Batilo dice que me dejaste un mensaje. Sobre Carilo.

—¿Tu amigo carnicero? —Escílax dejó la lezna, enhebró una aguja con cuerda de tripa e hizo un nudo en la punta—. Sí, ha vuelto. Encargué a alguien que vigilara la tienda y lo siguiera, tal como pediste.

—¿Y?

Se encogió de hombros.

—Y nada. Nada que te importe, al menos. El tipo está limpio, Corvino. Vende carne, va y viene de su matadero junto a las curtidurías. Bebe cerveza. ¿Seguro que te interesa?

—Sí. Mucho. ¿Ningún amigo especial?

—Gente del vecindario, en general del negocio de las carnes. Y los fanáticos de la cerveza y el pan de cebada de la cervecería germana, desde luego.

Ningún avance en eso.

—¿Cuál es su dirección?

—Vive encima de la tienda. —Escílax insertó la aguja en el primer agujero y tensó la cuerda—. El apartamento del primer piso.

—¿Alguna vez se va de la Suburra?

—Que yo sepa, no.

Demonios. Había tenido la esperanza de que Carilo se hubiera mantenido en contacto con su jefe, fuera quien fuese. Sería un intermediario, claro, sobre todo si Tiberio estaba implicado, pero no me imaginaba a Verruga con peluca rubia y bigotes, bebiendo cerveza y cortando chuletas. Si quería averiguar más sobre la muerte de Pisón y esa elusiva carta, tendría que hacerlo por las malas, empezando por Carilo mismo. Me levanté.

—Bien, gracias, amigo. Te debo una.

—Olvídalo. —Escílax clavó la aguja en el último orificio de la correa, anudó la cuerda y la cortó—. Tómalo con calma, ¿sí?

—Claro. Gracias de nuevo. Hasta pronto.

Fuera, Dafnis aún rastrillaba arena. Di un amplio rodeo para eludirlo.

No tenía sentido ir directamente a la carnicería. Quería que mi segunda entrevista con Carilo fuera privada, y no terminaría de trabajar hasta el atardecer. Un poco de respaldo adicional tampoco vendría mal, y de alguien de confianza. Así que igual debía ir a la Suburra, a la herrería de Agrón, cerca del altar de Libera.

Mientras cruzaba la ciudad, me dediqué a pensar. Verruga estaba implicado, sin duda; tenía que ser así, pues Germánico era un traidor y su muerte era necesaria para la seguridad de Roma. El encubrimiento en Siria también era oficial, y eso necesitaba un enchufe de máximo nivel. El emperador lo sabía y lo aprobaba, y la responsabilidad final tenía que ser suya. Asunto concluido, podía decirse. El problema era que yo tenía un principio y un final, pero no tenía el medio. Como le había dicho a Perila, había muchos cabos sueltos, y el mayor era el modo en que se había manejado el asunto. Tiberio no podía arriesgarse a ordenar el arresto de su hijo y acusarlo abiertamente; eso habría desencadenado una guerra civil que Verruga quizá no ganara. El hombre tenía muchas legiones en el bolsillo, y muchos simpatizantes; cuanto menos, habría desgarrado el imperio, y Tiberio no habría corrido ese riesgo. Ya tenía bastantes trastornos. Un accidente habría sido creíble: un accidente náutico, por ejemplo, en el regreso de Egipto, o una muerte directa. Pero no veneno. Nunca podría creer que Verruga recurriera al veneno por su cuenta.

De nuevo volvíamos a Livia, Plancina o Livila, la esposa de Druso. Todas tenían sus motivos, todas tenían la conexión para mover los hilos, y todas podían contar con que el emperador las dejaría impunes.

Pensándolo bien, no creía que fuera Livia. Sí, la emperatriz parecía la mejor candidata: odiaba a Agripina, se consideraba la guardiana de Roma y a pesar de todo no permitiría que derrocaran a Verruga para reemplazarlo por una dinastía Julia. Pero a menos que estuviera jugando una partida sumamente complicada, no tenía sentido que prestara un juramento innecesario y me pidiera que escarbara en la mugre cuando ya empezaba a asentarse el polvo. Plancina era una posibilidad mejor, y tenía las agallas necesarias. Ella y Pisón estaban al tanto de la traición de Germánico y tenían órdenes secretas de vigilarlo. Estaba en el lugar, y contaba con la amistad de la emperatriz para protegerse. Quizá hubiera usado su propia iniciativa, con o sin conocimiento del marido, y habría pensado que el fin justifica los medios. Aunque Baucis había dicho que ella no tenía ninguna relación con su hermana, era posible que el misterioso Mancus fuera su agente. Y Plancina tenía un lazo directo con Carilo, que había sido el liberto de Pisón. Sí, Verruga había soltado a Pisón como un ladrillo caliente, pero eso no era culpa de Plancina. Quizá hubiera calculado mal.

Ahora estaba en la Suburra. Al cuerno con las columnatas de Antioquía, aquí estaba en casa. Cogí por el callejón de los Queseros para comprarle a Agrón uno de esos hediondos quesos azules del valle del Po que le gustaban tanto, me detuve para mirar a un malabarista en la esquina de la calle de las Especias (no era muy bueno, pero provocaba muchas risas, así que quizá fuera intencionado) y le encontré a Perila un par de pendientes color granada que nunca usaría pero nos permitiría reírnos cuando regresara.

Livila, pues. No habíamos tenido en cuenta a Livila en sí, pero quizá deberíamos. Con su nuevo embarazo tenía el motivo, y Segundo había dicho que era muy parecida a la emperatriz. Suficiente, quizá, para que quisiera que su esposo ocupara el trono en vez del hermano, una vez que Verruga estuviera a punto para calzarse la máscara mortuoria y no pusiera reparos con el método. También podía contar con el respaldo de Tiberio, y había oído que ella y la emperatriz no se llevaban bien a pesar (o a causa) de la semejanza de carácter. Y apostaría una pieza de oro contra un botón de bronce a que sabía manipular a Druso, con lo cual no se ganaría el cariño de su abuela Livia. Sí, Livila era una buena posibilidad. El único problema eran los medios, aunque quizá tuviera amigos. Quizá hasta una amiga como Plancina…

Me detuve a tiempo para mirar dónde ponía los pies y esquivé una pila de boñigas de asno. Era interesante asociarlas a ambas. Si Plancina actuaba por su cuenta, se exponía a un riesgo enorme sin la promesa de una recompensa definida al final. Pero si Plancina trabajaba para Livila, así como su marido trabajaba para el emperador, muchas cosas encajaban. Verruga no podía durar para siempre: ya era sesentón, bebía demasiado y vivía con intensidad. Al envenenar a Germánico por encargo de Livila, Plancina obtendría el mejor de los mundos posibles: tendría la bendición de Verruga, aunque fuera una bendición agria, por ejecutar a un traidor; se ganaría el aprecio de la siguiente emperatriz; y se haría un favor a sí misma y a su esposo. Eso también explicaría la actitud de Livia, y su deseo de reabrir el caso: su amiga Plancina quedaría a salvo gracias a la amnistía, pero Livila correría peligro. Y dudaba que la emperatriz derramara lágrimas si eso ocurría.

Sí, me gustaba Livila. Mucho. Pero aún faltaba encontrar ciertos lazos…

Entré en la calle de los Metalúrgicos, donde Agrón tenía su herrería. La tienda estaba abierta, pero el hombre que empuñaba el martillo era su asistente.

—Hola, Sexto. ¿Dónde está el jefe? —pregunté.

Sexto alzó el objeto que estaba fabricando (parecía parte de un portón de hierro) y lo puso a calentar en la fragua.

—Haciendo una entrega —dijo—. Volverá después.

—¿Cuánto tardará?

—Dos horas, quizá tres. El cliente vive al otro lado del Tíber.

—¿Puedo dejarle un mensaje, amigo?

—Claro. Yo no me moveré de aquí.

No había otro modo de hacerlo. Dejé mi nombre y le pedí que dijera a Agrón que se reuniera conmigo frente a la carnicería de Carilo al caer la tarde. Teniendo en cuenta lo que el Hado me deparaba en las horas siguientes, fue una de las mejores decisiones que he tomado.