—El hombre era un traidor —dije cuando nos quedamos solos.
—¿Qué?
—Germánico conspiraba para traicionar al emperador.
—Marco, Germánico era el sucesor designado de Tiberio. ¿Por qué cometería traición?
Me serví otra copa de vino de Quíos.
—Aún no estoy seguro del porqué. Pero no tengo la menor duda de que se proponía derrocar a Verruga.
—Bien. —Perila se sentó y se cruzó de brazos—. Pruébalo. Me incliné para besarla.
—De acuerdo, pero empezaré por el final, porque eso fue lo que me inspiró. La observación de tu rechoncha amiga Acutia sobre Egipto. Desde Augusto, nadie que tenga un rango superior al de caballero ha podido entrar en Egipto sin autorización del emperador, ¿correcto? Y menos los miembros de la familia imperial.
—Correcto.
—¿Por qué no?
—Porque Egipto es el principal proveedor de grano de Roma. Técnicamente, quien se adueñe de Egipto, sobre todo de Alejandría, podría matar de hambre a la ciudad en un mes.
—Sí. Y para entonces la plebe, que no es muy contemplativa cuando amenazan la donación de grano, habría colgado al emperador del arquitrabe más próximo. ¿Y quién es el chico de ojos azules que va a pavonearse a Egipto para unas vacaciones de invierno después de haber zanjado la cuestión de los partos?
—¡Corvino, quizá tuviera autorización!
—No la tenía.
—¡Pero fue como turista! ¡Un crucero por el Nilo no es traición!
—Claro. Pero ese invierno había escasez de grano en Alejandría, y Germánico abrió los graneros al populacho. Los meros turistas no disponen de ese poder, o en todo caso tienen la delicadeza política de no usarlo, para que no se interprete mal. Sumado a lo cual, si crees en los rumores, el hombre cambió su toga por un manto griego mientras estuvo allí. Ningún romano que se respete ha hecho eso desde el Africano, doscientos años atrás, y de todos modos era medio griego.
—¡Basta! ¡Estás distorsionando las cosas! —Perila me clavaba los ojos—. Si el emperador hubiera sabido que había hambruna, él mismo habría autorizado que abrieran los graneros. Y Escipión el Africano no tenía nada de griego.
Sonreí.
—Bien, olvídate del manto. Pero sin duda impresionó a los lugareños. Y entenderás lo que digo sobre el grano.
—No, no lo entiendo. Sólo porque Germánico actuó humanitariamente para combatir el hambre…
—¡Perila, sé realista! Estamos hablando de economía básica. El grano egipcio es la sangre de Roma, y no la regalamos. A nadie. Equivocados o no, tenemos nuestras prioridades.
Ella no me prestó atención.
—Si en Egipto él hubiera dado el menor indicio de conducta impropia, realmente impropia, podría aceptar tu teoría. Pero no fue así. Sólo se valió de su iniciativa. Si se equivocó, fue por los mejores motivos. Pero cuéntame qué pasó en tu entrevista con el gobernador. Ahora eso es mucho más importante.
Negué con la cabeza.
—No, no lo es. Quizá haya perdido toda importancia.
—Marco, quizá no te moleste que te den un ultimátum para dejar una provincia, pero a mí sí. Quizá, si veo personalmente al gobernador, o a Vibio Marso, pueda…
—No serviría de nada. Créeme. Has conocido a Lamia. ¿Te parece que es la clase de hombre que sucumbiría a tus pestañeos seductores?
—No —suspiró Perila—. Quizá no. Bien, volvamos a tu teoría. ¿Por qué no te olvidas del tema del grano y me dices por qué crees que el mero hecho de que Germánico se tomara vacaciones en una provincia políticamente incorrecta lo transforma en traidor?
—Bien. —Me recliné y acuné mi copa de vino—. Como decía, es sólo la fase final de una serie. Empecemos por Germania hace seis años. ¿Recuerdas lo que sucedió entonces?
—Desde luego. Después de la muerte de Augusto, algunas legiones del norte se amotinaron.
—Correcto. Hubo dos revueltas, una en Panonia, y otra en Germania. Druso sofocó la primera, Germánico fue responsable de afrontar la segunda.
—No estarás diciendo que Germánico instigó los amotinamientos.
Negué con la cabeza.
—No, no es tan sencillo. Fueron espontáneos, y no creo que en ese momento él pensara en traicionar a Verruga. Más aún, creo que nunca se habría convertido en traidor por sus propios medios. A menos que fuera mucho más tortuoso de lo que supongo.
Perila gruñó.
—¡Corvino, por favor! Primero dices que Germánico era un traidor y luego dices que era incapaz de traicionar. ¿No detectas ninguna incoherencia?
—En absoluto. Por sus propios medios, dije.
—Pero…
—Tenme paciencia, por favor. En Roma, Cayo Segundo me habló del motín del Rin. Druso intervino y resolvió el problema en menos de un mes, mientras Germánico perdía el tiempo chistando como una virgen sesentona y apelando a la bondad de los legionarios. Al fin los altos oficiales tuvieron que tomar el asunto en sus manos. ¿Qué te dice eso?
—Nada en absoluto.
—¡Por Júpiter! —Cerré los ojos—. Perila, es obvio. Los amotinados calaron que era un perdedor desde el principio, pero para el soldado común Germánico olía a rosas. Los hombres duros fueron Druso en Panonia, los oficiales de Germania que hicieron el trabajo sucio, y Verruga. Sobre todo Verruga. Los legionarios pueden tener la moralidad de un chulo de Ostia, pero quieren creer que son almas sensibles y no olvidan a sus enemigos. Ni a sus amigos. Germánico estaba de su parte, era un buen muchacho, aunque el emperador le había encargado un trabajo sucio que él no había elegido. ¿Entiendes o tengo que dibujarlo?
—Estás diciendo que Germánico se granjeó la simpatía de las legiones. A diferencia de Tiberio y Druso.
—Exacto. —Asentí—. Y ésa es la clave de todo. Simpatía y popularidad. No sé si Germánico actuó deliberadamente o si era un idealista ingenuo. Lo importante es que había otra cosa en juego. Mejor dicho, otra persona.
Ahora comprendía.
—Su esposa Agripina.
—Sí. Ella y el joven Cayo fueron los principales responsables de alterar la actitud de los soldados y poner fin al amotinamiento. Además, ella está casada con el ejército, y los legionarios valoran eso. —Bebí un trago de vino—. Pues bien. El motín fue sofocado. ¿Qué ocurrió después?
—Germánico condujo a las tropas contra las tribus de la otra orilla del Rin.
—Exacto. Y al margen de las consideraciones políticas, para las tropas fue más lejos e hizo más que cualquier otro general desde su padre. Pero Verruga lo obligó a marcharse antes del final de la campaña. ¿Resultado?
—Germánico se fue de Germania como un héroe para las tropas. Y de nuevo Tiberio figuró como el villano. —Perila reflexionó—. Corvino, me temo que lo que dices empieza a tener sentido.
—Bien. —Bebí otro trago—. Ahora llegamos al viaje a oriente. Verruga manda al chico de ojos azules al este, y primero él visita Panonia. ¿Por qué?
—Druso está allí. Y Germánico tiene despachos del emperador.
—Ambas cosas son ciertas. ¿Algo más? Recuerda que estamos suponiendo que hablamos de una manzana podrida. O que planea serlo. Piensa como militar.
—Panonia tiene la mayor concentración de legiones entre… —Perila contuvo el aliento, y terminó más despacio—: Entre el Rin y Siria.
—Correcto. Y la siguiente base de legionarios al sur es Egipto. Donde luego Germánico decide pasar sus vacaciones de invierno. ¿Todavía tiene sentido?
—Sí. —Perila frunció el ceño—. Sí, ya lo creo que sí. Continúa, por favor.
—Segundo me contó que una de las cosas que Germánico hizo en Panonia fue pasar revista a las tropas. Quizá no tuviera segundas intenciones, pero yo creo que sí. El ejército es una familia cerrada, sobre todo en la frontera del Rin y el Danubio. Muchos legionarios de Panonia conocerían a Germánico, al menos por su reputación. Incluidos los oficiales. Sobre todo los oficiales de menor rango y los suboficiales, que son los que cuentan. Ellos sabrían agradecer una visita personal.
—¿Crees que estaba haciendo proselitismo?
—Seguro. No abiertamente, quizá, pero tenía su encanto y sabía usarlo. Como hizo en Egipto. Simpatía y popularidad, ¿recuerdas?
Ahora estaba definitivamente de mi parte.
—La excursión a Grecia también encaja. Y la visita a Accio. La mayoría de los reyes clientes vienen de viejas familias griegas que respaldaron a Antonio en la guerra civil. La visita les recordaría que él era nieto de Marco Antonio, además de César adoptivo, ¿verdad?
—Así es. —Me detuve con la mano en la jarra. Nieto de Antonio. No había pensado en ello—. Brillante observación, primor.
Tenía razón, desde luego, y encajaba. Al cabo de cincuenta años, Antonio todavía era un héroe en la mitad grecoparlante del imperio, porque junto con la reina griega Cleopatra los había conducido contra la Roma de Octaviano. La batalla de Accio había sido el último acto de resistencia de Grecia, y los griegos del Asia no habían olvidado a Antonio, a pesar de su derrota. Recodé que Orosio había dicho que los romanos no les parecían «considerados». Pero simpatizaban con Germánico, y mucho. Él se había asegurado de ello. Y no sólo los griegos. Para los egipcios nativos, Cleopatra aún era la reina más grande de la historia. Y un interés en la cultura local, manifestado en un viaje por el Nilo para mirar los monumentos, surtiría un efecto explosivo. Para colmo, tenían aún menos motivos que los griegos alejandrinos para sentir gratitud por Roma, pues para ellos sólo significábamos opresión e impuestos. Mierda. Funcionaba. Todo encajaba como las piezas de un mosaico…
—¿Marco? —Perila me miraba.
—Lo tenía todo armado —dije en voz baja—. Él y Agripina eran bien vistos por el Senado y el populacho de Roma, mucho más que Verruga y Livia. Tenían a las legiones del norte en el bolsillo, quizá también las de Panonia. Sólo tendría que alzar el dedo para que todo el oriente griego los respaldara, incluidos los alejandrinos que enviaban los embarques de grano y los egipcios que lo cultivaban. Pero también necesitaba Siria. Si quería hacer el papel de Antonio mientras Verruga representaba a Octaviano, las cuatro legiones de Siria eran demasiado importantes para pasarlas por alto. Entre tanto, Tiberio tenía las manos atadas porque el hombre no había cometido un solo acto manifiesto de traición. Y no lo cometería hasta contar con la simpatía y el respaldo necesarios y estuviera preparado para usarlos, y entonces todo habría concluido salvo el griterío.
Bebí la mitad del vino de un trago. Perila estaba muy rígida.
—Bien, Corvino —dijo—. ¿Qué sucedió en Siria?