Supe que las cosas iban mal en cuanto el viscoso secretario Bión me hizo pasar.
—Ah, Corvino. —Lamia era cortés como de costumbre, pero no estaba precisamente de buen humor—. Me alegra que hayas sido puntual. Siéntate, por favor.
Me senté y esperé. Esto era oficial: Lamia estaba detrás de su escritorio, y tenía una carta frente a él. Ningún premio por adivinar de quién era.
—Sulio Rufo me dice que lo visitaste en el campamento y fuiste muy impertinente. —Aún fruncía el ceño—. Algo sobre un auxiliar muerto. Quizá puedas darme tu versión de la historia.
—¿Rufo te contó que el hombre mató a una de las personas que estaba conmigo? ¿Qué hirió a otro y trató de matarme a mí?
Lamia no parpadeó.
—Sí, me lo contó. Mejor dicho, me dijo que eso le habías contado.
—¿No me crees?
—Me resultaría más fácil creerte si no hubieras sido tan reacio a dar a Rufo los nombres de tus amigos. Y ese corte en tu mejilla bien pudo ser obra de un barbero torpe.
Me levanté.
—Muy bien, gobernador. Parece que lo que yo diga no tiene importancia. Quizá…
—Siéntate, Corvino. —Lo dijo en voz baja, pero era una orden. Me senté. Señaló dos papeles que estaban sujetos a la carta—. Mis colegas griegos de la oficina de registros dicen que uno de sus amanuenses, llamado Orosio, no se presentó a trabajar esta mañana. Y según un informe de la guardia de la ciudad, un tal Gitón, cochero de un tal Apolonio, llevó un cadáver al establecimiento de un sepulturero del distrito de Afrodisia ayer por la tarde. La causa de la muerte era una herida de flecha en la espalda, aunque le habían extraído la flecha. El cochero aguarda para ser interrogado.
Vaya.
—Muy eficiente. Sobre todo porque la oficina de registros no puede haber abierto hace más de una hora. ¿Y la guardia de la ciudad le informa directamente al gobernador sobre cada muerte sospechosa?
—No. —Lamia me observaba con atención—. Sólo quería que supieras dónde estabas. Y dónde estoy yo. ¿Lo estoy logrando?
—Sí, no está mal. —Hice una pausa, tratando de ocultar mi furia—. Gobernador.
—Bien. Me alegra. Ahora bien… —Puso los papeles a un lado—. En cuanto al asesinato del cretense, estoy dispuesto a creer que no fuiste directamente responsable, aunque estuvieras implicado. Y que hubo circunstancias atenuantes… —Abrí la boca para decir algo, pero él alzó la mano—. Pero no hablaremos de ellas.
Estallé.
—¿Cómo que no? ¡Tú enviaste a ese hombre para…!
—¡Suficiente! —Lamia dio un manotazo en el escritorio—. Yo no envié a nadie a hacer nada, Corvino. Entiendo que el cochero Gitón ha admitido que conocía personalmente al difunto, y que había una reyerta entre sus familias. Eso es motivo suficiente para el ataque, en lo que a mí respecta, y ese aspecto de la situación está cerrado, te guste o no. —Hizo una pausa—. Sin embargo, me gustaría saber qué hacíais los tres en un sitio tan apartado.
—¿Me creerías si dijera que jugábamos a los dados?
—No te hagas el listo. Te lo pregunto oficialmente, como representante del emperador en Siria, y quiero una respuesta apropiada, por favor.
—Vale. —Si iba a caer, que parecía lo más probable, caería peleando—. La emperatriz me ha encomendado que averiguara quién mató a Germánico y por qué. Orosio me prestaba ayuda. Gitón era un amigo de él.
Lamia había ensanchado los ojos ante la mención de Livia.
—Pero la emperatriz… —comenzó.
Esperé.
—¿La emperatriz qué? Dejó la carta a un lado.
—Nada. Al menos, nada que te concierna. Y debes entender que nada de esto te concierne, Corvino, por mucho que menciones a la emperatriz. La situación está bajo control, ni yo ni mis colegas tenemos nada de que sentirnos culpables y me temo que tú, jovencito, eres sólo un fastidio. —Era la primera vez que le veía perder la calma, pero sólo duró un segundo. Luego recobró su actitud cortés y elegante—. Aun así, gracias por tu franqueza. Sin embargo, debo pensar en el bienestar de mi provincia y mis funcionarios, además de mi deber hacia el emperador. El Castor zarpa para Roma dentro de cinco días. Me gustaría que lo abordaras, por favor. Bión se encargará de las reservas.
Bien, eso era de esperar. Me levanté.
—Gracias, gobernador —dije—, por tu tiempo y tu… celo por la justicia.
—¿Celo por la justicia? —Lamia hizo una mueca—. Bien, quizá esté más desarrollado de lo que crees. Adiós, joven. Creo que no volveremos a vernos en el futuro inmediato. Ciertamente no en esta oficina. Buen viaje, y saludos a tu tío.
No me ofreció la mano, y yo tampoco. Bión ni siquiera alzó la vista cuando pasé frente a él.
Cuando llegué a casa teníamos una visita. Acutia, la amiga de Perila. Estaban en el pórtico, comiendo pasteles con zumo de fruta.
—Hola, primor. —Besé a Perila en la mejilla. Me miró con preocupación, pero sacudí la cabeza—. Te lo contaré después.
—¿Te acuerdas de Acutia, Marco? La esposa de Publio Vitelio.
—Sí, claro. —Me desplomé en una silla y Critias me puso una copa de vino llena en el puño. Maldición. Ahora que el hombre había aprendido, teníamos que irnos. Había una profunda verdad filosófica en todo esto, pero estaba demasiado agotado para deducirla—. ¿Cómo te encuentras, Acilia?
—Acutia, Marco —corrigió Perila.
—Oh, no te preocupes. —Acutia sonrió nerviosamente—. Estoy habituada a que la gente se equivoque con mi nombre.
—No, por favor, es culpa mía. —Era tan ratoncito que no podía creerlo, y me sentía tan culpable como si la hubiera abofeteado. Bonitos ojos, sin embargo—. No sé escuchar.
—Acutia pasó para invitarme a ir de compras con ella —dijo Perila con voz cuidadosamente neutra.
A pesar de mi abatimiento, sonreí.
—Estupendo.
—Pero esta mañana tenemos que hacer, Marco. Recuerda que querías llevarme a la galería Filadelfa. Para ver La muchacha de la flor de Zeuxis.
—Ah, claro. Es cierto. La muchacha de la flor de Zeuxis. Lo había olvidado. —¡Por Júpiter! Intelectualmente, Perila podía poner en aprietos a Aristóteles, pero si se trataba de inventar excusas creíbles, un loro lo habría hecho mejor. Y si de veras esperaba que yo fuera a mirar una pintura de cuatrocientos años sólo para no ventilar nuestros asuntos frente a Acutia, tendría que arrastrarme con un garfio.
—Perila me dijo que teníais otros planes. —Acutia parecía una niña a quien acaban de robarle su pastel del festival de invierno—. Qué pena. De todos modos, el Zeuxis es hermoso. Lo disfrutaréis.
—En otra ocasión, tal vez.
Quizá fuera algo en mi voz, pero Perila me miró intensamente.
—¿Qué sucede, Corvino? —preguntó.
En verdad no había ningún motivo para no decírselo, a pesar de la presencia de Acutia. Ya debía de saberlo media Antioquía.
—Lamia acaba de expulsarnos —dije—. Nos iremos en cinco días, en el Castor. —Perila ensanchó los ojos, pero no dijo nada. Tampoco Acutia. Me pregunté si ya lo sabría, y por qué, o si era mero tacto o parte de su papel de murino—. Fue bastante considerado, pero sólo tenemos cinco días.
—El Castor es muy agradable —dijo Acutia, rompiendo su silencio—. Es un buque de guerra del gobierno preparado para llevar pasajeros. Mucho más rápido y más cómodo que esos horrendos barcos mercantes. Por suerte, como Publio forma parte de la plana mayor, nosotros no tenemos que usarlos, pero aun así… —Su voz se extinguió como si no tuviera energías para concluir la frase, o mantener su actuación—. Y en verano hay mucho ajetreo en Antioquía. Por no hablar de Dafne. No es un lugar tan grato, lo odiaríais.
Perila aún me miraba. Ojalá hubiéramos estado a solas, pero yo no podía hacer nada, salvo agarrar a nuestra visitante del cogote y arrastrarla hasta el carruaje. Acutia cogió un pastel y mordió delicadamente. Yo sabía que masticaría treinta y tres veces antes de tragar. Fue lo que hizo.
—¿Pensáis regresar directamente? —me preguntó—. ¿O haréis alguna escala?
La charla menuda no es mi especialidad.
—Si el Castor es un buque del gobierno —dije—, no tendremos esa opción.
—Sí la tendréis. Claro que sí. No tenéis que permanecer en el Castor. Podéis trasbordar en Rodas. ¡Un lugar tan bonito! Y si no lleváis prisa, podéis ver algunas de las ciudades griegas. —Se volvió hacia Perila—. Éfeso es encantadora. Y allá tengo amigos que estarían encantados de recibiros. Y mi hermana está casada con un exportador de mármol de Corinto. Corinto tiene estatuas simplemente maravillosas, y desde luego que los templos…
—No creo, Acutia —murmuró Perila—. Sospecho que Marco ansiará llegar a casa. ¿Verdad, Marco?
—Así es. —Sin duda que sí, sobre todo si la alternativa consistía en más templos y estatuas. Tragué el vino de una sentada y alcé la jarra que Critias había puesto a enfriar.
—Desde luego —dijo Acutia—, si dejarais el Castor en Rodas, podríais viajar a Alejandría y navegar por el Nilo. Siempre he querido hacerlo, pero como Publio es senador, es imposible. Se requiere autorización del emperador. Siempre he pensado que es una regla tonta no permitir senadores en Egipto. Pero como tú aún no eres senador, Corvino, no hay motivo por el que no puedas…
—¡Mierda!
—¡Marco!
Cogí una servilleta y enjugué el vino que se había derramado en mi manto, mientras Perila me miraba con severidad y Acutia abría esos ojos grandes, hermosos y castaños. Podría haberla besado. Casi lo hice.
—Lo lamento —dije—. Se me resbaló la jarra.
—Eso no excusa tu palabrota —dijo recatadamente Perila—. Acutia, mis disculpas. Marco puede ser increíblemente grosero.
—No te preocupes. —Acutia cogió otro pastel—. Publio puede ser igual en ocasiones. Pero de veras, querida, piensa en ir a Alejandría y recorrer el Nilo. Dicen que el ocaso en las pirámides es fantástico. Y en cuanto a los templos…
Yo había dejado de escuchar. Tenía otras cosas en mente. Y mientras pensaba en ellas, todo encajaba perfectamente en su lugar.
Había comprendido por qué Germánico tenía que morir.