El campamento de la Tercera estaba a cinco millas por la carretera de Berea. Podría haber vuelto a casa a buscar mi carruaje, pero habría tardado demasiado. Cogí un carruaje público frente a los baños de César y dejé al cochero haciendo girar los pulgares mientras cruzaba el terraplén y me presentaba ante el guardia.
—¿Sí, señor? —Me atendió un decurión corpulento. Por su aspecto, parecía que lo hubieran hervido en su coraza de cuero y luego lo hubieran puesto a secar en una fogata de roble.
—¿Tu legado está en la base, soldado? —pregunté.
Los ojos duros me barrieron como si yo fuera un recluta chapucero que acababa de soltar la lanza. Tal vez tendría que haber ido a casa para acicalarme un poco, pero estaba demasiado furioso para postergarlo, y esperaba que mis vocales patricias y la franja púrpura de mi túnica raída compensaran mi apariencia.
—¿Quién lo busca? —Era bastante amable, pero ya no me trataba de señor. Me palpé el rasguño de la flecha en la mejilla. Había dejado de sangrar, pero habría apostado un buen dinero a que mi cara tampoco se veía muy respetable.
—Mi nombre es Valerio Corvino. Marco Valerio Mesala Corvino. Rufo sabe quién soy. Dile que acaba de perder un arquero.
El decurión se puso rígido, y por un momento pensé que me haría echar por su tropa. Luego asintió lentamente.
—Aguarda aquí —dijo—. ¡Gemino! —Se acercó un legionario—. Mensaje para el ayudante de guardia. Un visitante para el legado en la puerta principal. Dale el nombre de este cabr… —Se contuvo—. Dale el nombre de este caballero y pide instrucciones.
—Gracias, amigo.
Me senté en el banco del cuerpo de guardia para esperar, sin que me invitaran.
Diez minutos después, sin una sola palabra de charla menuda, el tipo reapareció, jadeando.
—El ayudante dice que debo llevarlo dentro, decurión —dijo.
—Hazlo, pues. —El decurión me dio su ancha espalda.
Cuando entré en la oficina de Rufo, estaba de pie junto al escritorio, la cara oscura de furia.
—Bien, Corvino —dijo—. ¿Qué pasa con el arquero?
—Se llamaba Julio Linceo. Uno de tus cretenses. Mató a una de las personas con las que yo estaba en el altar de las Dríadas, hirió a otra y estuvo a punto de ensartarme a mí. Pensé que debíamos hablar de ello, Rufo.
—¿Dónde está el cretense?
—La última vez que lo vi estaba tendido en una meseta bajo el Capitolio, con la cabeza colgando. Puedes recogerlo cuando quieras, amigo.
Pensé que se me echaría encima, pero no lo hizo.
—¿Tú lo mataste?
—Yo no. El otro, el que fue herido en el hombro. Por mi parte, habría preferido que el cabrón estuviera vivo, para poder interrogarle.
Rufo se volvió abruptamente y cruzó hacia la puerta a mis espaldas.
—¡Sabino! —gritó—. ¡Aquí! ¡Ya!
El ayudante que me había recibido en la oficina externa vino a la carrera. Era un hombre joven, de mi edad, y parecía asustado. Rufo me clavó los ojos.
—Quiero que escuches atentamente lo que dice este… caballero, Sabino. Y que lo recuerdes.
El ayudante tragó saliva.
—Sí, señor.
Yo estaba más tranquilo, aunque la furia no se me había pasado. Todo lo contrario.
—Linceo era uno de tus hombres. Tú lo enviaste, tú o Céler.
—Entiende esto, Corvino. —Rufo se me acercó tanto que pude olerle el aliento—. Me han ordenado que me mantuviera alejado de ti y he obedecido. No sé qué tiene que ver Domicio Céler, pero si yo quisiera tu muerte, te mataría yo mismo. Has venido aquí sin que te llamaran y confesaste haber participado en la muerte de uno de mis auxiliares. Cuando se entere el gobernador, y se enterará en cuanto pueda enviarle un mensajero, saldrás de Siria tan rápido que tus pies no tocarán el suelo, aunque seas sobrino del cónsul. ¿Está claro?
—Clarísimo. —Había un taburete cerca. Lo acerqué y me senté—. Quiero que entiendas algo, Rufo. Esto no fue nada personal. Nada que ver con Perila. —Él me miraba de hito en hito, y no parpadeó—. La primera flecha no estaba destinada a mí, a menos que el hombre fuera el peor arquero del ejército. Todavía no sé qué chanchullo político estás encubriendo con tus camaradas, pero ya lo averiguaré. En todo caso, sé que apesta, y aunque me expulses de Siria, has llegado al asesinato y al intento de asesinato. No te olvides de meter ese dato en las alforjas de tu mensajero, amigo. A menos que Lamia ya lo sepa, desde luego.
Rufo resollaba y apretaba los puños.
—Sabino, escolta a Valerio Corvino hasta la puerta, por favor. Dile al guardia que no le permita volver a entrar. En ninguna circunstancia.
—Sí, señor. —El joven oficial se cuadró; noté que no me miraba. Más aún, no miraba a Rufo. Me levanté para irme.
—Aguarda, Corvino. Algo más —dijo Rufo con rígida formalidad—. El nombre de tu amigo muerto, por favor. Y el nombre del hombre que mató a mi cretense.
Le sostuve la mirada.
—Creo que ya sabes ambos nombres. De lo contrario, puedes preguntarle a tu amigo Céler.
—Sácalo de mi vista, Sabino. —Rufo volvió al escritorio.
No me sentía muy orgulloso de mí al regresar a casa. No lamentaba haber afrontado a Rufo, pero había dejado que mi temperamento me dominara y eso era un error. No faroleaba al decir que se comunicaría con el gobernador, estaba seguro de ello, y podíamos considerarnos afortunados si no nos ponían en el primer barco que zarpara. Aun así, no había podido hacer otra cosa. Teníamos a toda la plana mayor de Siria contra nosotros. Actuar con discreción era seguirles el juego. El único modo de salir adelante era gritar a voces frente a testigos con la esperanza de que se sintieran demasiado abochornados para intentar otra cosa.
Le había dicho a Rufo que estaba a punto de averiguar qué encubrían. Ni por asomo. Lo que me había dicho Orosio sobre Vonones era interesante pero no me ayudaba demasiado. La única parte útil era el final, justo cuando lo habían matado. Pisón le había dicho a Vonones que la situación era provisional. Y que Verruga estaba metido. La implicación era que Pisón, como amigo del emperador, o quizá como gobernador, sabía algo que los demás ignoraban.
Me recosté en los cojines. Bien. ¿Qué situación? Presuntamente la única en que Vonones tenía interés, a saber, Partia y Armenia. Partia era improbable: la ley romana se detiene en el Orontes, y cualquiera que no sea parto de nacimiento enloquecería en un mes tratando de comprender las luchas dinásticas de Partia, ni hablar de manipularlas. Armenia, pues. Sólo que Germánico, el representante de Tiberio, había zanjado la cuestión de Armenia de una vez por todas. Pero si Pisón le había dicho a Vonones que no se preocupara por las medidas de Germánico porque no durarían, la implicación era…
No, eso tampoco funcionaba. Tiberio no había derogado las medidas de su hijo. Habían durado incluso después de la muerte de Germánico, porque Germánico, actuara por su cuenta o no, había hecho un buen trabajo. Los partos también estaban contentos. Al menos, no podían permitirse el lujo de fingir lo contrario. Así que no era eso. Ni Partia ni Armenia.
A ver, pensé, retrocedamos un poco. Quizá Pisón se refería a Germánico mismo: que Germánico era provisional. Ese enfoque era más interesante. Claro que Pisón podía estar inventando historias para seguir recibiendo sobornos, pero no me lo parecía: Orosio estaba seguro de que tenía algo sólido para ofrecer, y yo confiaba en el criterio del astuto amanuense. Estábamos de vuelta en la teoría de que Pisón tenía un chanchullo personal con Tiberio. Una relación especial. ¿Pero qué era?
Bien. Tal vez Verruga hubiera enviado a Pisón porque la situación armenia era demasiado importante para fastidiarla. Dicho de otro modo, como niñera oficial y extraoficial del chico de ojos azules.
Tenía sentido. Germánico había estropeado la campaña de Germania; estaba a prueba, aunque fuera el príncipe heredero. Pisón era un diplomático ducho y amigo personal del emperador. Digamos que Tiberio lo había llamado, le había dado Siria, y le había dicho que empuñara las riendas. Que se asegurase de que Germánico manejaba los malabares diplomáticos tal como los había manejado Verruga; con sencillez y sin la ostentación habitual del joven. Lo cual significaba que Tiberio también le había dado a Pisón poderes discrecionales secretos que tenían prioridad sobre los poderes oficiales de Germánico. Eso explicaría por qué Pisón había osado afrentar a un César; eso explicaría las fricciones, sobre todo si Germánico estaba al corriente de ese arreglo; explicaría por qué los dos habían sido tan reacios a permitir que el Senado viera su correspondencia; y explicaría la actitud arrogante de Pisón cuando regresó a Roma. Había seguido órdenes de Verruga y esperaba respaldo. Al no obtenerlo, debió de ser como un puntapié sorpresivo en el trasero…
Pero esa teoría tampoco funcionaba. Siempre me tropezaba con la objeción de que el chico había hecho las cosas bien en cuanto a Armenia y los partos. Tiberio era agrio pero justo. Si había puesto a prueba a Germánico como diplomático, o quizá su voluntad para acatar órdenes y seguir consejos, Germánico había aprobado con óptimas calificaciones. Si alguien merecía volver castigado, era Pisón, y eso era lo que había pasado. Pisón había presionado a Germánico desde el principio. Había sido grosero, obstructivo, mezquino, y al fin había causado más problemas que un rinoceronte en una florería al cometer un acto de flagrante traición. Si Tiberio había permitido que el Senado le arrancara los genitales, lo había merecido ampliamente.
Sí, seguro. Pero aún no podía sobreponerme a lo que había dicho Orosio. Pisón prácticamente le había dicho a Vonones que Germánico tenía los días contados. Lo cual implicaría, en definitiva, que Verruga lo había hecho matar. Y eso no tenía el menor sentido. Germánico no merecía un veneno en el desayuno y un regreso en una urna, y para colmo Tiberio no actuaba de ese modo. Livia sí, seguro, pero no Verruga. Tampoco explicaba el encubrimiento por parte de las autoridades. Así que aún me faltaba algo…
Al diablo. Mejor olvidarlo. Miré por la ventanilla del carruaje. Estábamos en la calle Epífanes, poco más allá de la plaza central, con el altar de las Ninfas y el Cesario. Quizá debiera dedicar más tiempo a ver las atracciones. Si Rufo se salía con la suya, quizá fuera mi última excursión por Antioquía. Perila quedaría defraudada, también; lo había pasado bien aquí. Y Antioquía no era mal lugar. No era Roma, pero no se puede tener todo.
Giramos hacia Epifanía y las montañas, y a nuestras espaldas el ocaso cubría la montaña de púrpura como el manto de un emperador.
Cuando llegué, me aguardaba un mensaje de Lamia. Quería verme en su oficina a la mañana siguiente. Temprano.