Al día siguiente Perila estaba en una de sus reuniones sociales cuando Critias me trajo un mensaje de Gitón, el cochero. Eso me sorprendió; pensaba que Gitón apenas sabía escribir su propio nombre.
Bien, quizá no supiera.
—Oye, Critias. —El trozo de papel estaba arrancado de una factura por la recepción de un cargamento de grano. Se la mostré—. ¿Quién entregó esto?
Critias se acercó.
—Un esclavo de Apolonio, señoría.
—¿Seguro?
—Eso me dijo.
—¿Qué aspecto tenía ese chico?
Frunció la nariz.
—Bizco, por lo que recuerdo, señoría. Con verrugas.
Sí, coincidía. Recordé que uno de los chicos que jugaba a los dados en el cuarto de los arreos tenía bizquera. Aun así, convenía andarse con cuidado. Sobre todo porque no le había dicho a Gitón quién era yo, y mucho menos dónde vivía.
—¿Dijo de qué se trataba?
—No, señoría. Sólo que el mensaje era del cochero.
Lo releí. Estaba escrito con pulcritud y la ortografía era correcta: «A Marco Valerio Corvino, en la casa de Atenodoro. Encuéntrame en el altar de las Dríadas dos horas antes del ocaso. Trae bastante dinero».
—¿Dónde está el altar de las Dríadas? —pregunté.
—En Iópolis, señoría, al oeste del Capitolio. Encima de los baños de César.
—Ya, entendido. —No había figurado en nuestra excursión, aunque habíamos recorrido toda Iópolis—. Supongo que no es uno de los monumentos importantes de Antioquía.
—No, señoría. El altar es una ruina aislada.
—Bien. Gracias, amigo mío. —Era lógico que estuviera aislada. ¿Qué otra cosa se podía esperar? Todo este asunto olía mal. Gitón me había dicho todo lo que sabía la última vez que lo había visto. ¿Por qué querría que nos reuniéramos de nuevo? Por otra parte, «bastante dinero» sonaba a Gitón auténtico. Y prometedor. Demasiado prometedor para desechar el asunto por una sospecha. Aun así…
Iría, claro que sí, pero tomaría mis precauciones.
Al fin encontré el altar. «Ruina aislada» era una buena descripción: era sólo un amontonamiento de vieja mampostería medio oculta por rocas y arbustos al final de un sendero que le habría dado vértigo a una cabra. Al decir «encima de los baños de César», Critias había sido literal: prácticamente habría podido escupir en la chimenea del horno. Si Gitón quería un lugar discreto dentro de la ciudad, no podía haber escogido mejor.
Estaba allí, sentado con otro sujeto en la escalinata rota del altar.
—Conque recibiste la nota, Corvino —dijo.
—Sí. —Me rasqué la muñeca izquierda bajo la larga manga de la túnica, cerciorándome de que el cuchillo estuviera bien sujeto. Hasta ahora todo iba bien, pero no correría ningún riesgo—. ¿Cómo supiste adónde enviarlo?
—Tengo mis métodos. Los listillos recién llegados de Roma no abundan. ¿Trajiste dinero? ¿Bastante dinero, como te dije?
—Quizá. —Señalé al otro—. ¿Quién es él?
—Mi nombre es Orosio, señoría. —Era un alfeñique con cara de comadreja y aspecto de amanuense, o de maestro de escuela—. Un placer conocerte.
—Orosio es amigo mío —dijo Gitón—. Trabaja en la oficina de registros. Escúchalo, Corvino. Es inteligente.
Sí. Y si trabajaba en la oficina de registros, también tendría buena ortografía. Eso resolvía un misterio. Me senté con la espalda contra un fragmento de columna.
—¿De qué se trata?
Fue Orosio quien respondió.
—Preguntabas por el parto Vonones, señoría. Yo le conocí. —Puso una sonrisa de aceite de oliva de mala calidad—. Quizá pueda darte la información que necesitas.
—Si el precio es atinado —gruñó Gitón.
Esperaron. Yo esperé más. Había calado a Gitón en nuestro último encuentro.
—Tres nombres, señoría —dijo al fin Orosio. Noté que a pesar de la sonrisa estaba nervioso como un gato, y sudaba—. Arquelao, Epífanes y Filopátor.
—¿Y eso con qué se come, amigo?
—Arquelao de Capadocia, Epífanes de Comagene, Filopátor de Amano.
Ahora los reconocía.
—¿Los reyes clientes?
—Ex reyes, señoría. Ése es el meollo de la cuestión.
Gitón le apoyó una mano en el brazo.
—Bien, Corvino, eso es todo lo que obtendrás gratis. Si quieres más, tendrás que pagar. Quince piezas de plata. Sesenta dracmas. Cada uno.
Silbé. Gitón no estaba dispuesto a vender barata la información. Lo cual significaba que quizá valiera la pena.
—Treinta tetradracmas es mucha pasta, amigo —dije—. No he traído tanto.
—Entonces púdrete, romano. —Gitón se levantó—. Dije bastante dinero y lo dije en serio. Ya sabes dónde encontrarme.
—Aguarda. —Orosio lo detuvo—. ¿En principio estás de acuerdo con el precio, señoría?
—Si eso es lo que vale, sí. Quince a cuenta, quince después.
—Muy bien. —Orosio se volvió hacia el cochero—. Siéntate, Gitón, por favor. Confiaremos en la buena fe de su señoría. —Noté que ese hombre no estaba acostumbrado a esto, y eso era otro punto a su favor. Su entorno era un escritorio o una biblioteca, no el mundo real. Empecé a relajarme—. Primero, señoría, ¿sabes dónde están estos lugares? ¿Comagene y los demás? Es importante.
—Claro. —La geografía no será mi especialidad, pero no soy tan bruto—. Comagene y Capadocia están al norte, entre nosotros y Armenia. Amano está sobre la principal ruta terrestre que va al Asia por las Puertas Sirias.
—Bien. ¿Y los reyes?
Ese hombre tendría que estar dando clases en la escuela.
—Arquelao de Capadocia fue enviado a Roma hace tres años, acusado de traición. Los otros dos son meros nombres para mí.
—Muy bien. ¿Conoces los detalles del juicio de Arquelao?
—No, salvo que lo retuvieron en la cámara del Senado, a puerta cerrada, y que se mató antes de que se pronunciara el veredicto. —Como Pisón. Sentí el primer cosquilleo de interés—. Verruga se anexionó Capadocia y la transformó en provincia.
—Correcto.
Me estaba hartando de esto.
—Mira, amigo, ¿quieres hablar tú, para variar? Pago por respuestas, no por preguntas.
—Paciencia, señoría. Arquelao murió, pues. Los otros dos reyes también murieron, en sus propios países pero aproximadamente al mismo tiempo. De causas naturales, según se dijo. Sus reinos también fueron anexionados.
—Estás implicando que las muertes no fueron naturales.
—Lo estoy afirmando, señoría. Ambos reyes murieron envenenados.
—Eso dices tú.
—Eso digo yo.
No había vacilado. Equivocado o no, ese hombre creía en sus palabras.
—¿Y Arquelao?
—El emperador Tiberio sentía antipatía por ese anciano. Quizá quería que su muerte fuera más… personal.
Me recliné. Esta información era de gran calibre. Si lo que Orosio decía era cierto, ciento veinte dracmas era un precio justo. Más que justo.
—¿Tienes pruebas de todo esto?
—No, señoría.
Bien, al menos era franco.
—¿Y qué papel desempeña tu amigo Vonones?
—Él causó la muerte de los reyes.
Eso no me lo esperaba.
—¿Estás diciendo que Vonones los envenenó?
—No. —Orosio sonrió—. Perdón, señoría. Fui un poco melodramático. Vonones los mató con dinero. Y sin proponérselo. Los reyes murieron porque Vonones los había comprado y el emperador lo descubrió.
—¿Por qué?
—Quería allanarse el camino para regresar a Armenia. Quizá más, quizá Partia misma. Y una alianza con los reyes clientes del norte protegería su flanco meridional.
Sí, seguro. Estaba decepcionado, muy decepcionado. Si este hombre sólo podía ofrecerme rumores sin fundamento y divagaciones estratégicas que habían vencido dos siglos atrás, estaba perdiendo el tiempo. Habría podido ahorrarme la subida.
—Sólo hay un pequeño problema, amigo —dije—. O dos pequeños problemas. Nosotros y los partos. Artabano no habría aceptado que Vonones volviera a asentar sus posaderas en el trono armenio, y mucho menos en el trono parto. Y un par de nuestras legiones podrían arrasar cuatro reinos clientes en menos de un mes sin siquiera sudar.
Si esperaba aturullarlo, me equivocaba. Sólo puso su sonrisa aceitosa.
—Esto es el oriente, señoría —dijo—, y tú estás pensando como romano. Concede que los griegos tenemos cierta sutileza.
—Bien, convénceme.
—Primero, Partia. Artabano tiene sangre real sólo por parte de su madre, mientras que el padre de Vonones era rey. Eso es importante para los partos. Vonones fue expulsado con dificultad después de una guerra civil, y aún tenía considerable apoyo en Partia cuando murió. Segundo, Armenia. Los armenios invitaron a Vonones a gobernar. Más aún, para los partos Armenia es parta. Un rey romano sería un insulto permanente, y cualquier rey parto que lo aceptara sería considerado un traidor a su pueblo.
—Pero de eso se trata, sin duda. Vonones era un títere romano con educación romana. Por eso los partos lo expulsaron.
—Espera, señoría, por favor. —Se aclaró la garganta—. Tercero, Roma. Para nosotros los orientales, tanto griegos como otros, Roma significa (perdóname, pero debo hablar con franqueza) fuerza bruta e impuestos. Cada vez más en los años recientes. No sois… considerados. Si nos dejaran decidir, preferiríamos prescindir de vosotros.
—Gracias, amigo. —Pero entendía sus palabras. Su argumento era válido. En el fondo, somos una manada de bestias rapaces. Ecuánimes, pero rapaces.
—Podéis gobernar Siria directamente —continuó Orosio—, pero controláis los territorios del norte y del sur a través de monarcas locales. Ellos no están comprometidos con Roma, salvo en el nivel más elemental. Y la gente del común no os tiene la menor simpatía. ¿Comprendes?
—Sí. —El hombre volvía a tener razón, a pesar de la retórica pomposa. La civilización romana nunca ha echado raíces entre Siria y Egipto. En Judea, menos: los judíos siempre han sido un hatajo de cabrones envarados y quisquillosos. Y hay mucho odio bajo la superficie, aun en las ciudades costeras romanizadas.
—Conque ésa es la situación, señoría. —Orosio volvió a sonreír—. Ahora planteemos una hipótesis. Vonones regresa a Armenia. Al mismo tiempo, siguiendo sus instrucciones, los tres reyes clientes del norte rompen con Roma y Amano fortifica el paso de las Puertas Sirias para impedir que llegue ayuda del oeste. ¿El resultado?
El estilo profesoral de ese presumido empezaba a irritarme.
—Te lo he dicho. Las legiones de Siria marcharían al norte y barrerían el suelo con ellos. Y los partos echarían a Vonones a la calle.
—Es verdad. A menos que los reyes fueran respaldados por una revuelta universal (y popular) de los territorios meridionales. Coincidiendo con el asesinato de Artabano por parte de los simpatizantes partos de Vonones, y por consiguiente una amenaza desde Partia. Como orquestador de la revuelta, Vonones ya no sería considerado un títere romano. Y a pesar de lo que has dicho, los ejércitos de los reinos clientes no son desdeñables. Sobre todo si tienes en cuenta que lucharían en su propio territorio.
¡Por Júpiter! Me cosquilleaba el cuero cabelludo. Sí, con cuatro legiones en el lugar podíamos afrontar algo parecido, pero la situación sería precaria; mucho peor de lo que había pasado en Panonia varios años atrás, y eso había sido bastante malo. Los ejércitos y las guarniciones estaban reducidos al mínimo en todo el imperio, y la seguridad de Roma dependía de delicados juegos malabares que no dejaban margen para grandes cambios. Hombre a hombre, las tropas de los reyes clientes no eran rival para las legiones, pero estaban bien armadas y bien entrenadas. Mucho mejor que los germanos y los panonios. Era posible, claro que sí. Y si las revueltas se sincronizaban como sugería Orosio, y Partia tomaba partido por los rebeldes, todo el oriente romano se iría al traste en un mes. Como hipótesis, era una pesadilla en potencia.
—¿Estás diciendo que eso es lo que ocurrió? —pregunté.
Orosio negó con la cabeza.
—No, señoría. Claro que no. Estoy diciendo que es lo que estuvo a punto de ocurrir. Con la muerte, mejor dicho, con la ejecución de los tres reyes del norte, la revuelta se abandonó en silencio. El emperador Tiberio es un hombre astuto, señoría. Demasiado astuto, para ser romano. —De nuevo la sonrisa aceitosa—. Y eso fue la perdición de Vonones.
Guardé silencio y reflexioné. Había puntos flojos, pero el plan que describía Orosio era viable. Sobre todo si Vonones hubiera actuado en invierno, cuando las Puertas Sirias quedaban bloqueadas y resultaba difícil traer refuerzos por mar o por tierra. Los rebeldes tendrían tres meses para consolidarse. Tiempo de sobra.
—¿Y cómo sabes todo esto, amigo? —pregunté al fin.
—Vonones hablaba en sueños. Eso me dio las pistas principales. En cuanto al resto, viene de varias fuentes, incluida mi propia capacidad de razonamiento.
—Un detalle. ¿Por qué Verruga no hizo matar también a Vonones? A fin de cuentas, era responsable de todo el plan.
—Te olvidas, señoría, de que Vonones tenía cierto derecho al trono de Partia. Mientras estuviera inerme dentro del dominio romano, era útil para negociar con Artabano, demasiado útil para matarlo sin más. Y con los tres reinos bajo control romano directo, el complot había muerto sin remedio.
Gitón sonreía. Había escuchado el discurso de Orosio como si ese hombre fuera su mono amaestrado.
—¿Ves, Corvino? Te dije que era inteligente.
—Sí, sin duda es inteligente. —Y lo era, a pesar de la cara de comadreja y las uñas mugrientas. Demasiado inteligente para su propio bien.
—Bien. —Gitón sonrió aún más y extendió la mano—. Veamos el dinero.
—Un minuto. —Mi cabeza aún daba vueltas—. Todo esto puede ser correcto, pero es historia antigua. Cuando Pisón llegó a Siria, los reyes ya habían muerto, y es él quien me interesa. Y si el complot estaba muerto, como dices, ¿qué tramaban él y Vonones?
Orosio extendió las manos.
—Nada, señoría.
Fruncí el ceño.
—¿Cómo has dicho?
—Nada por parte de Pisón, en todo caso. Vonones creía que Pisón favorecía sus intereses, y él seguía en contacto con sus aliados partos. Pero me temo que esta vez era excesivamente optimista y poco realista, y estaba demasiado dispuesto a aferrarse a cualquier posibilidad que surgiera. Cuando un amigo de Roma se comunicó con él para decirle que el nuevo gobernador sería… más flexible que el anterior, sus esperanzas renacieron. Desproporcionadamente.
Sí, eso encajaba. Y el «amigo», desde luego, había sido Régulo, el intermediario de Crispo. Encajaba. Aun así…
—Vonones no podía ser tan tonto —objeté—. Pisón tendría que darle algo a cambio de sus sobornos, además de promesas. Algo más concreto.
—¡Y se lo dio, desde luego! —Orosio se incorporó—. Gracias a su contacto con la familia imperial, Pisón pudo decirle a Vonones que era improbable que la situación actual se prolongara porque el emperador había…
Detrás del altar, los árboles susurraron. Oí un siseo agudo y un ruido sordo. Orosio tembló, con la boca abierta y los ojos desencajados. Luego cayó lentamente, mostrando el asta de flecha sepultada en su espalda.
Me arrojé a un lado. Gitón fue más lento: la segunda flecha le acertó en el hombro izquierdo y gritó como un puerco ensartado. Una tercera rebotó en el terreno pedregoso y se partió contra una roca. Yo me había levantado y corría cuchillo en mano, agazapado y zigzagueando. Había avanzado un trecho cuando una cuarta flecha me hizo arder la mejilla y avisté al arquero a través del matorral. Bajó el arco y huyó hacia la montaña.
—¡A la izquierda! —le grité a Gitón; ya estaba levantado y había sacado su cuchillo—. ¡A la izquierda, cabrón! ¡Córtale la retirada!
Gitón asintió. Se aferraba el brazo, pero la herida no debía de ser grave porque no había rastro de la flecha. Me interné en el matojo y me encontré al pie de un barranco angosto. El hombre estaba a cincuenta yardas, trepando por la ladera con el arco apoyado en un hombro. Se hallaba en buen estado físico, sin duda: a mí empezaba a arderme el pecho por el esfuerzo y no sacaba ventaja.
El barranco terminaba en un borde de roca, y él se dirigía hacia allí. A medio camino supe que estaba en un brete porque él ya había llegado mientras yo todavía ascendía por el barranco. No había refugio y sólo podía ir arriba o abajo, y en cualquiera de las dos direcciones sería un blanco fácil. Solté un juramento y me concentré en acortar la brecha. Aún me faltaba un buen tramo cuando se encaramó al borde de roca, se quitó el arco del hombro y calzó una flecha en la cuerda. Esperé, disponiéndome a esquivarla, pero la flecha nunca llegó.
El arquero me miraba atentamente, aguardando el momento oportuno. De pronto alzó la vista y se echó hacia atrás. Otra silueta se irguió sobre él y el arquero gritó y cayó de espaldas. Subí a toda velocidad por la ladera, con la cabeza gacha. Me estallaban los pulmones cuando me encaramé al borde para arrojarme sobre la meseta.
Aterricé sobre él. Estaba muerto. Muy muerto; el cuchillo de Gitón casi lo había decapitado. El arco estaba a un lado. La flecha no estaba, así que debía de haberla lanzado sin que yo me diera cuenta.
Gitón estaba sentado en un peñasco, mirando el cadáver.
—Gracias, amigo —dije, cuando dejaron de dolerme las costillas y pude volver a respirar.
No alzó la vista.
—Púdrete, romano. ¿Crees que lo hice por ti?
Guardé el cuchillo en la vaina de mi muñeca y guardé silencio.
—Era inteligente, ¿verdad? —Gitón no me miraba—. Endiabladamente inteligente.
—Sí, era inteligente. —Me arrodillé junto al muerto. Era un soldado, a juzgar por los cueros y las botas del ejército—. Oye, Gitón. ¿Sabes si la Tercera tiene un regimiento de arqueros?
Se quedó callado tanto tiempo que creí que no respondería.
—Claro —dijo al fin—. El Séptimo de cretenses. La mayoría del oeste, del monte Leuca.
Había olvidado que también él era cretense.
—¿Conoces a este hombre, por casualidad?
Gitón se levantó, se acercó y escupió con rabia en la cara del muerto.
—Se llamaba Linceo, Julio Linceo. Hace años maté a su tío en Dictineo.
—¿De veras? —Hice una pausa y toqué el cadáver con el pie—. ¿Quieres ayudarme a enterrarlo?
Pero Gitón ya regresaba hacia el altar. Ni siquiera se dignó mirarme.
—Te debo treinta piezas de plata, amigo —grité. Pero le hablaba a su espalda.