Odio las fiestas formales. La bebida es mala y escasa, no sabes qué hacer con el plato, y el tipo con quien terminas hablando (siempre es un tipo, o bien una arpía cincuentona con una cara que evoca el peor perfil de un camello) es un latoso, o bien piensa que yo lo soy. Y habitualmente tiene razón: no soy buen conversador cuando tengo que hablar en postura vertical. Y tras comentar los problemas de viajar fuera de temporada y las bellezas de Antioquía por décima vez consecutiva con el décimo politicastro, habría matado por una partida de solitario.
Entonces sentí una palmada entre los omóplatos, tan fuerte que casi derramo el vino. Di media vuelta, y reconocí a Estatilio Tauro.
—¡Hola, Corvino! —Sonreía como una alcantarilla—. ¿Qué diablos haces aquí?
Podría haberle hecho la misma pregunta. La última vez que había visto a Tauro estábamos en Roma, dos años atrás, y él estaba a punto de viajar a Creta como funcionario de finanzas. Ahora estaba en Antioquía, y con uniforme de tribuno en vez de manto de administrador.
—¡Tauro! —Sonreí—. ¿Qué pasó con Creta? ¿Te echaron del cuerpo diplomático?
—Nunca ingresé, muchacho. Hice un cambio con un amigo que perseguía a la hija del recaudador. Pero fue un trato justo. Él manejaba las cuentas diez veces mejor que yo.
No me costaba creerle: Tauro nunca tuvo cabeza para las estadísticas, salvo las vitales, pero era un soldado nato. Sospeche que el amigo no había tenido que presionar demasiado. Y me alegraba ver una cara conocida.
—¿Estás con la Tercera? —pregunté.
—La Décima, en Cirro. Traigo un informe para el jefe. —Vació la copa de vino y se la extendió a un camarero que pasaba—. ¿Y tú?
—Digamos que de vacaciones.
—¡Claro! Alguien mencionó a un patricio que venía de Roma. ¿Eres tú?
—Debo de ser.
—Una luna de miel, entonces. Oí decir que te casaste con la tal Perila. Enhorabuena. —Vaciló—. ¿Sabes que Rufo está aquí?
—Nos hemos cruzado.
—No me digas. —Vi que quería preguntarme qué había pasado, pero era demasiado educado—. ¿Dónde está tu esposa?
Miré en torno. Perila estaba conversando con Marso, y no quería arriesgarme a otro roce con el vice.
—Por allá. Luego te presentaré. —Hice una pausa—. Oye, Tauro. ¿Cuánto hace que estás aquí?
—¿En Siria? Más de un año. Llegué hace dos noviembres.
—¿De veras? —Entonces había coincidido bastante tiempo con Germánico. Quizá yo tuviera suerte y los tragos pudieran esperar—. Por casualidad…
No llegué a hacer la pregunta. Un movimiento en la linde de la sala me llamó la atención. El gobernador se acercaba, seguido por un militar de cara delgada. Obviamente éste no era el lugar ni el momento para abordar ese asunto, si quería obtener respuestas.
—Escucha, Tauro —me apresuré a decir—. ¿Estarás mucho tiempo en Antioquía? —Dos o tres días.
—De acuerdo. Compartamos un trago. ¿Mañana?
—Mejor pasado. —Me hizo un guiño—. Mañana por la noche estaré ocupado. O eso espero.
—Entiendo. ¿Conoces la casa de Atenodoro? ¿En Epifanía?
—Puedo encontrarla. —Lamia ya estaba casi sobre nosotros—. Marco, ¿te encuentras bien? ¿Qué diablos sucede?
—Luego, amigo. —Me volví hacia Lamia.
—¡Ah, Corvino! —El gobernador sonreía—. Lamento interrumpir. Quiero presentarte a Domicio Céler, comandante de caballería de la Tercera. —¡Estupendo!—. Creo que vuestras esposas se conocieron hoy.
—Así es. —Estreché la mano de Céler—. Un placer, comandante.
—Bien. —Lamia volvió a sonreír—. Si me disculpas, creo que mi esposa intenta llamarme la atención. Una crisis doméstica, sin duda. Hermoso regalo, por cierto, Corvino. Gracias.
Se marchó, y me volví hacia Céler.
—Rufo envía sus saludos —me dijo.
Como comandante de caballería de la Tercera, Céler sería el segundo de Rufo. Me puse rígido.
—¿Sí? Qué amable por su parte.
Tauro nos miraba a los dos. Céler ni siquiera había reparado en su presencia, pero lo hizo ahora.
—No queremos demorarte, tribuno —le dijo.
Tauro parpadeó y se sonrojó. Me dispuse a aferrarle el brazo por si decidía tumbar a ese cabrón de un puñetazo, aunque fuera la fiesta del gobernador. No lo hizo, aunque estuvo a punto. En cambio le dirigió una mirada intensa, asintió, me saludó y se alejó para reunirse con otro grupo.
Céler lo siguió con los ojos, y volvió a encararme.
—¿Qué tal Antioquía? —preguntó.
—No está mal. —Descubrí que había apretado el puño, y tuve que hacer un esfuerzo de voluntad para relajarme: no me había gustado esa salida sobre Rufo, ni el modo en que había tratado a Tauro, y estaba llegando rápidamente a la conclusión de que podía vivir sin Céler. Punto y aparte—. ¿Quieres una disertación, amigo?
—No. Sé exactamente cómo has pasado el tiempo, Corvino. Más aún, por eso pensé que era conveniente charlar contigo.
—No me digas.
—Te digo. —Se me acercó más. Su armadura olía a cera y abrillantador de metales—. Una advertencia amistosa. Olvídate de todo. Si sigues husmeando, saldrás lastimado.
Había bajado la voz hasta reducirla a un susurro. Retrocedí y hablé normalmente.
—Ajá. ¿Y Lamia sabe algo sobre esta «advertencia amistosa»?
Varias cabezas se volvieron; Céler parpadeó, pero no se movió, y esta vez no se molestó en ser discreto.
—El gobernador coincide conmigo —dijo con calma—. Más aún, me temo que aquí eres una minoría de uno. Y no es una minoría muy popular.
—No me molesta. —Le extendí la copa vacía a un camarero que servía vino. Había juzgado mal a Lamia: el vino no era malo, aunque un poco dulzón para mi gusto. Quizá fuese del país, aunque no identificaba la procedencia, pero buen vino del país—. Por cierto, y ya que no hablábamos del paisaje, me han dicho que conoces un bonito paraje en las colinas, camino a Berea. Lindo lugar para una merienda, ¿verdad?
Noté que lo había conmocionado. Frunció el entrecejo.
—Ten cuidado, Corvino —dijo lentamente—. Ten mucho cuidado. Como te dije, podrías salir lastimado. Y Antioquía no es tu ciudad.
—Sí, eso me han dicho.
—Recuérdalo, entonces. —Me dio la espalda sin otra palabra y fue a reunirse con dos oficiales junto a la piscina ornamental.
Yo temblaba de furia pero no podía hacer nada, salvo seguirlo y sumergirle la cabeza en el agua hasta que los pies se le pusieran azules. Al menos sabíamos dónde estábamos cada uno, y el hecho de que hubiera sido tan directo sugería que decía la verdad y que la mayoría de los notables lo respaldarían, incluso el gobernador. Como él había dicho, yo estaba solo. Vi que Tauro hablaba con un bombón en seda roja, pero decidí no acercarme: ya habíamos concertado nuestra cita, y más me valía no hablar con Tauro en público. Quizá él pensara lo mismo, porque no me prestaba atención, aunque sin duda había visto que Céler se alejaba. Además, yo sería un estorbo. Fui en busca de Perila.
Ya no hablaba con Marso sino con una mujer pálida y rechoncha de manto oscuro y con un tipo grandote y mofletudo como un puerco.
—Oh, Marco, aquí estás —dijo—. Te presento a Acutia y su esposo, Publio Vitelio.
Nos saludamos con un cabeceo. Vitelio me echó esa ojeada que empezaba a reconocer: una mirada aguda y evaluadora que estaba a un paso de ser hostil.
—Tu esposa nos hablaba de su padrastro. —Acutia parecía una paloma, pero su voz y sus modales eran de ratón. Tuve que agacharme para oír las palabras—. Qué fascinante, tener un poeta famoso en la familia. Y qué satisfactorio debía de ser artísticamente.
—¿Conociste personalmente a Ovidio Nasón, Corvino? —preguntó Vitelio. El hombre tenía toda la presencia que le faltaba a la esposa. Daba la sensación de que esas mandíbulas podían triturarte si te atrapaban.
—No, pero mi tío le conocía bien.
—Ah, el cónsul actual. ¿Cómo está ese caballero?
¡Ay! Podía reconocer un sarcasmo. Empezaba a preguntarme si Cota tenía algún amigo.
—Estaba bien cuando nos despedimos.
—Entiendo que él… bien… que debía agradecer su ascenso a ciertas circunstancias. Quizá relacionadas contigo.
—¿De veras? —Quedé sorprendido, y actué con cautela. No era frecuente cruzarse con alguien que conociera el caso Ovidio. Pero Vitelio había sido allegado de Germánico y tenía otras conexiones de gran calibre—. Entonces sabes más que yo. Cota merecía su silla curul. Tanto como cualquiera, al menos.
Vitelio se tironeó de la oreja (noté que le faltaba la punta del índice derecho) y frunció el ceño: en esa cara, era como una arruga en un bollo de pasta.
—Quizá tengas razón —dijo—. Sin duda Cota está en buena compañía. Si esa palabra es aplicable cuando se habla de favoritismo.
¡Cabrón!
—¿Compañía? ¿Como Sejano, por ejemplo? Hizo una pausa.
—No —dijo de mala gana—. No como Sejano.
—Vitelio es asistente del gobernador, Marco —intervino Perila—. En cuestiones económicas.
—¿De veras? —Hice lo posible por sonreír cortésmente—. Me preguntaba por qué no usabas uniforme. Fuiste legado en el Rin, ¿verdad?
Sus ojos emitieron un destello que no pude identificar, pero quizá imaginaba cosas: los ojos estaban tan hundidos en grasa que apenas los veías.
—Correcto, lo fui. Pero descubrí que tengo más talento para la administración.
—Y para los asuntos judiciales.
Volvió a fruncir el ceño.
—No, Corvino, en absoluto. Mi última incursión en ese campo no fue precisamente exitosa.
—¿Te refieres al intento de condenar a Pisón y Plancina por envenenamiento?
—En efecto. —Yo había ido demasiado lejos, aun con ese sondeo inocente. El hombre se había endurecido como si estuviera relleno de cemento—. ¿Y qué te parece nuestra ciudad? Distinta de Roma, sin duda.
Diablos. De nuevo templos y estatuas. Acutia floreció, y habló con Perila sobre las proporciones de las columnas. Luego Lamia se acercó con una mujer de cara equina cogida del brazo.
—¿Lo estás pasando bien, Corvino? —preguntó.
—Sí, muy bien, gobernador. —Evité la mirada de Perila.
—Me alegra. Mi esposa, Cecilia Gemela. —La cara equina asintió benignamente. Recordé el establo de Gitón y me pregunté si debería rascarle la nariz, o incluso soplársela—. Conque ésta es la adorable Rufia Perila. No hemos tenido la oportunidad de hablar, querida. He sabido que ya no necesitas mis servicios para obtener alojamiento.
—No, gobernador. —Perila le sonrió—. Gracias de todos modos.
Yo había observado la conducta de Lamia y Vitelio. Era interesante: los dos eran amigables (se habían saludado con un cabeceo cuando se acercó el gobernador), pero había cierta cautela que no lograba explicar. Y era obvio que las esposas no se llevaban bien, tal como había dicho Perila; Acutia estaba pegada al brazo del marido como una lapa y sus ojos no dejaban de mirarlo. Cecilia la había ignorado olímpicamente.
—De paso —le dijo Lamia a Perila—, Domicio Céler me ha dicho que estabais preguntando por lugares para una merienda campestre.
Perila me miró de soslayo.
—Sí, así es —dijo—. Marco mencionó las meriendas campestres el otro día. Es un fanático del aire libre.
El gobernador rió.
—Un rasgo de carácter más común aquí que en Roma, aunque yo, como buen romano, no lo comparto. —Se volvió hacia mí—. Céler dijo que alguien te recomendó ese lugar de Berea, Corvino. Por mi parte, creo que la dirección contraria es mejor. Al sur, hacia Dafne. ¿No te parece, Vitelio?
Los ojos grasientos se habían fijado en mí.
—Claro que sí —dijo Vitelio—. Sin la menor duda. Máxime desde el punto de vista de la salud.
Vaya.
—Gracias, caballeros —dije—. Muchísimas gracias. Es bueno saber que todos concordáis en esto. Lo tendré en cuenta.
—Por favor, Corvino —dijo blandamente Lamia—. Dafne es perfecta para fanáticos del aire libre como tú. Si te mantienes de ese lado de la ciudad, no puedes equivocarte. —Se volvió hacia Perila—. Y ahora, querida, debes decirme dónde encontraste esa hermosa redoma egipcia.
Conque Lamia, Céler y Vitelio: fuera cual fuese la relación entre esos tipos (y evidentemente era una relación tortuosa), todos estaban en el mismo bando contra Corvino. No era muy auspicioso. Como había dicho Céler, yo era una minoría de uno. Se encubría algo de suma importancia, y el encubrimiento era oficial, al menos por parte de las autoridades provinciales. La pregunta era si llegaríamos a algún lado con semejante musculatura en el equipo rival.
La fiesta estaba en su apogeo cuando dimos las gracias y nos fuimos a casa. Me alegraba haberme cruzado con Céler y Vitelio, pero el resultado había sido deprimente. Había pensado que alguien estaría de mi parte, o al menos sería neutral. En cambio, me topaba con una conspiración de silencio, y empezaba a sentirme como un arenque en un estanque de lampreas hambrientas.
Pero aún tenía que hablar con Tauro.