Mientras Perila estaba en su reunión social, caminé hacia las Puertas de Hierro para ver si encontraba la casa de Apolonio. Ningún problema: le pregunté a un vendedor de zumo de fruta y me señaló una casa que estaba a poca distancia.
Los carruajes (Apolonio debía de ser rico, porque tenía cinco de diferentes tamaños) estaban en los establos, al lado de la casa. Si Gitón andaba por ahí, lo encontraría en ese sitio. Podría haber llamado a la puerta, pero no quería: un romano desconocido que preguntara por el cochero de la familia habría provocado mucha intriga, y habría puesto muchas lenguas en movimiento. Tenían que ser los establos.
Rico, sin duda. Los caballos que me observaban por encima de las puertas divididas habrían matado de vergüenza a los Verdes de Roma. Y no sabes lo que es una mirada socarrona si no te has enfrentado a una criatura que tiene un largo tramo de separación entre los cascos y las orejas. Aun así, los caballos son amables si te tomas el tiempo para conocerlos. Una vez que rasqué varias narices, éramos viejos amigos.
—¡Oye! ¿Qué demonios estás haciendo?
Al dar media vuelta, vi a un grandullón con una melena que parecía un estropajo de alambre negro dirigirse hacia mí. Gitón, sin duda. Critias me había dicho que tenía un trato especial con la gente.
—Perdón, amigo. Sólo admiraba tus ejemplares. Auténticas bellezas. ¿Qué son, árabes?
—Sí. —Se calmó tras oír el acento romano y ver la franja púrpura en mi túnica; yo no llevaba manto, pues aun en ese calor moderado me habría sofocado—. Del desierto del sur de Palmira. Los mejores de Antioquía. ¿Buscas al amo, señoría? No está en casa.
—No. Quería verte a ti. Si te llamas Gitón.
Volvió a mirarme con suspicacia.
—Ése soy yo. ¿Y con eso qué?
—No te inquietes. —Saqué un par de tetradracmas de la cartera—. No tiene nada que ver contigo ni con Apolonio, y no es nada ilegal. Sólo quiero conversar. Diez minutos de tu tiempo, ¿sí?
Clavó los ojos en las monedas. Ocho dracmas era la suma de las propinas de un mes.
—De acuerdo —dijo al fin—. Vamos al cuarto de arreos.
Cruzó el patio para dirigirse a un establo que había contra la pared lateral. En el interior un par de muchachos jugaban a los dados, despatarrados en la paja. Les hizo una señal y se marcharon. Me dio un banco y se sentó enfrente.
—Bien, ¿qué tienes en mente?
—Tú pertenecías a un exiliado parto llamado Vonones.
—Sí, ¿y con eso qué?
En efecto, ¿y con eso qué? Tenía que pisar con cuidado, y no tenía sentido hacer preguntas directas sobre asuntos políticos porque el hombre se negaría a hablar.
—¿Él era amigo del gobernador romano, Calpurnio Pisón?
—Cenaban juntos un par de veces al mes, sí. El gobernador Pisón y su esposa también venían aquí con cierta frecuencia.
—¿Sólo eso? ¿Cenas?
—Por lo que yo sé. —Ya estaba poniendo mala cara, pero las ocho dracmas aún obraban su magia—. A veces yo lo llevaba a la residencia en horas de oficina. Quizá fuera a ver a Pisón, quizá a otra persona.
—¿Tenía otros amigos del alma que conozcas? Romanos, quiero decir.
—Amigos del alma, no sé. Aunque es muy probable. Se llevaba bien con un par de romanos. —Puso cara aún más larga—. ¿De qué se trata, amigo?
—Sólo curiosidad.
—Claro. Ocho dracmas de curiosidad. Es mucho metálico, considerando que el tipo está muerto.
—Digamos que le estoy haciendo un favor a un cliente mío de Roma. —¡Ah, a la emperatriz le encantaría eso!
—Ajá. —Extendió la mano—. En tal caso, quizá no te moleste abrir un poco más esa cartera. Podría refrescarme la memoria.
Le puse las dos tetradracmas en la palma.
—De nuevo lo mismo cuando te las hayas ganado, amigo. Pero recuerda que quiero nombres, no cháchara. Y después de eso, no hablas con nadie.
—¿Con quién hablaría? —Las monedas desaparecieron en su cinturón de cuero.
—¿Conoces a Marso? ¿El vicegobernador?
—Sí. —Mi estómago dio un vuelco. Mierda. No quería que Marso estuviera implicado—. Sí, le conozco. Él era uno de esos romanos. Pero el hombre que te interesa es Céler.
—¿Domicio Céler?
—El mismo.
—¿Todavía está en Antioquía?
—Seguro. Es comandante de caballería en la Tercera. No sé para qué. Esas jacas que montan no sirven ni para fabricar buen pegamento.
—¿Por qué me interesaría Céler?
Se encogió de hombros.
—Preguntaste con qué romanos se llevaba bien el jefe. Se llevaba bien con Céler. Y no sólo para las cenas.
Vaya.
—Cuéntamelo.
—¿La misma cantidad?
—Si la información lo vale.
—Lo vale. —Una pausa, pero decidí no darle nada antes de que él me diera algo—. A veces íbamos por la carretera de Berea, hacia el campamento de la Tercera. Hay un bosquecillo cerca de los baños de Agripa. Yo me detenía allí y él continuaba a pie para reunirse con ese hombre colina arriba.
—¿Cómo sabes que era Céler?
—Dejaba su caballo en el claro. Castrado negro, con una mancha semejante a una corona sobre el ojo. Cola nerviosa.
—¿Esto pasaba a menudo?
—Ni a menudo ni con regularidad. En ocasiones. Un par de veces al mes.
—¿Sabes de qué hablaban?
—¿Crees que soy tonto? Yo me quedaba en el carruaje. Las orejas cerradas y los ojos en los caballos.
—No era una… ¿cita romántica?
—¿Con Céler? ¡Ni por asomo! Céler no es de ésos. —Volvió a extender la mano—. Ésa es la historia, amigo. Es todo lo que obtendrás. —Le pasé las otras monedas y se las deslizó bajo el cinturón—. Un placer hacer negocios contigo. Siempre he tenido debilidad por los romanos.
—Sí, me imagino.
—De veras. —Se puso de pie—. ¿Quieres un consejo para las carreras de mañana? Apuesta por los Verdes en la tercera carrera. No la segunda ni la cuarta, la tercera. ¿Vale?
—Vale. —Yo también me puse de pie. El Orontes se congelaría antes de que yo aceptara esa recomendación, y no porque Gitón no supiera sobre caballos. Pero ese cabrón era capaz de aconsejarte que apostaras la camisa a un equipo sólo por la diversión de saber que la perderías.
Perila llegó al caer la tarde, e intercambiamos información.
—Debes saber, Corvino —dijo, una vez que le conté lo de Gitón—, que estás hablando con la actual experta de Antioquía sobre los peinados que usan las mujeres de Roma en la actualidad.
Sonreí.
—¿En serio?
—En serio. También me preguntaron cuál era el modo más elegante de envolverse con el manto, qué autores estaban de moda (los alejandrinos más livianos, desde luego) y quién tenía una aventura con quién. —Bebió con indolencia su zumo de granada. El efecto que esa bebida surtía en ella empezaba a preocuparme—. No necesariamente en ese orden.
—¿Pasaste un rato agradable?
—Maravilloso.
—Considéralo un trabajo, primor. ¿Averiguaste algo interesante? ¿Aparte de cómo hacer budín de huevos invertido?
—No. Nada específico. Sulpicia estaba muy parca y no me atreví a preguntarle nada abiertamente.
—¿Quién estaba ahí?
—¿Quieres una lista? Había al menos una docena.
—Sólo los nombres clave.
—De acuerdo. —Hizo una pausa—. Sulpicia. Cecilia Gemela, la esposa del gobernador…
—¿Y la esposa de Céler?
—Sí, se llama Popila. También estaba Acutia, una mujer rellenita que se da ínfulas de entendida en arte. Y varias otras que no recuerdo.
—¿Y no obtuviste nada? ¿Nada de nada?
Perila miró su vaso de zumo.
—No diría que nada, Marco, pero es difícil de explicar. Había cierta… atmósfera.
—¿Sí?
—En todo grupo hay tensiones. Simpatías. Facciones. Celos. Nada que alguien de fuera pueda identificar, sólo… tensiones. Pero éstas eran muy fuertes.
—¡Vamos, primor! ¡Sé más concreta!
—Lo estoy intentando. Déjame pensar. Sulpicia, por ejemplo, no se llevaba bien con Popila. Y Acutia no se llevaba bien con nadie. No es que la excluyeran sino que… no la incluían. Es bastante insufrible, pero el motivo no era ése. Había otras que eran peores.
—¿Quién es Acutia?
—La esposa de Publio Vitelio.
Sí, eso encajaba. Vitelio había sido uno de los principales simpatizantes de Germánico; había ayudado a preparar la acusación contra Pisón en Roma. Marso y Céler, por su parte, habían sido hombres de Pisón. Dado el conflicto, eso explicaba de sobra cierta frialdad entre las esposas.
—¿Crees que es un resto de la época de Germánico? —pregunté.
—Quizá. Probablemente. Pero parecía más general. Cecilia también era distante con Acutia, y Cecilia no estaba en Antioquía cuando Germánico vivía. Y tampoco algunas de las otras.
Aquí estaba en territorio desconocido, y lo sabía. Las cosas sencillas como gente que se apuñalaba por la espalda o se reunía en secreto fuera de la ciudad me resultaban comprensibles, aunque no entendiera el cómo ni el porqué, pero todos estos nombres de mujeres me hacían girar la cabeza. Lo que decía Perila era importante, desde luego, pero no había nada con lo que yo pudiera conectar. Todavía no, al menos.
—Vale, dejémoslo así —dije—. ¿Tienes ganas de volver mañana?
—No. Pero iré, desde luego.
—Bien. —La besé—. ¿Alguna de esas monadas irá esta noche a la fiesta del gobernador?
—La mayoría. Es su cumpleaños, después de todo.
—¿Es qué?
—El cumpleaños del gobernador, Marco. Sulpicia me lo dijo.
—¿Y por qué no decía nada en la invitación? —¡Por Júpiter! Era lo único que nos faltaba. Aparecer en la fiesta de cumpleaños de Lamia sin un regalo sería como eructarle en la cara. Él no diría nada, desde luego, pero podíamos olvidarnos de toda gentileza posterior.
—No te preocupes. Compré algo en la ciudad en el camino de regreso. Una redoma de alabastro. Parece que le interesan las antigüedades.
Como a mi amigo Sejano, aunque a éste no le interesaban por una cuestión estética. Solté un suspiro de alivio.
—Un amante de la cultura, por lo visto. Primero cristal de Tiro, ahora antigüedades. ¿Crees que también será poeta, como tu amigo Marso?
—Quizá. No lo sé, Corvino. ¿Tienes un motivo para preguntármelo?
No lo tenía, pero sí tenía la sospecha de que pronto causaríamos un revuelo. Y cuando eso sucediera, necesitaríamos toda la buena voluntad que pudiéramos conseguir.
Al día siguiente miré con Critias las noticias sobre las carreras. El equipo Verde perdió en la tercera. Por una nariz, pero perdió.