XXV

Tampoco podíamos hacer mucho al día siguiente. Envié a Troas, nuestro último esclavo, a casa de Marso con una nota: él no estaría, pero la recibiría más tarde. Sólo le decía quiénes éramos y mencionaba a la madre de Perila. El resto dependía de Marso, pero si era mínimamente hospitalario lo menos que podíamos esperar era una comida gratis. Ya que era nuestro último día en Los Dos Cedros, podíamos dedicarnos a remolonear en el jardín, asimilando la atmósfera y dejándonos mimar por Teano. No lo hicimos. Perila me arrastró a otra jornada de atracciones turísticas, esta vez en dirección contraria, hacia las colinas de Dafne. De nuevo templos y estatuas. Un sitio encantador, pero mejor evitar enumerarlos.

Cuando regresamos, Sextilo ya estaba allí, con una carta de Lamia en que se disculpaba y prometía que no volvería a suceder. Ninguna mención de Rufo, pero leyendo entre líneas era evidente que el gobernador le había hablado, y el legado podía darse por contento si no actuaba como soprano en el próximo concierto del club de canto de la Tercera Gálica. Con la carta había una invitación a una fiesta dentro de dos días. Podía haber prescindido de ella. Disfruto las cenas y las fiestas, pero habría apostado los cordones de las botas a que ésta sería una de esas ocasiones formales en que bebes vino de segunda y entablas conversaciones insulsas con gente de la que normalmente huirías, y que a su vez huiría para evitarte a ti. Aun así, podía ser útil, y sería el único sitio de Antioquía donde no nos toparíamos con Rufo.

Al día siguiente nos mudamos a la casa nueva. Estaba en la esquina noroeste de Epifanía, cerca del Parmenio, el arroyo que los lugareños llaman Ahogador de Asnos. Como decía, un área bonita, llena de elegantes villas urbanas con patio central y un discreto jardín que en Roma habría sido un parque público; una de nuestras villas del Janículo podía caber entre los canteros. Comodidad era decir poco. En cuanto entramos, tuve la clara sensación de que habíamos ascendido en el mundo.

El mayordomo nos recibió en la puerta. Era un griego sirio llamado Critias.

—Bienvenidos, señorías —dijo—. Espero que seáis muy felices aquí.

—Haremos un esfuerzo. —Mientras él guardaba la enorme propina que le di para asegurarme de que fuéramos felices, eché un vistazo al costoso decorado. Al margen del tema de las pinturas, me recordaba el club de Crispo. Carretadas de mármol embutido. Frescos. Y estatuas, desde luego. Al menos una docena de esas cosas, suficientes luchadores de bronce y dioses fluviales como para aprovisionar una plaza menor en Roma. Y esto era sólo el vestíbulo.

—Oye, Critias, ¿has trabajado antes con romanos?

—No, señoría. —Frunció la nariz—. No obstante, estoy dispuesto a hacer concesiones. Si quieres conocer la casa, los aposentos principales están por aquí.

Precedió la marcha. Por lo visto, tendría que vigilar a ese cabrón. Y esa nariz fruncida era puro Batilo. La próxima vez que viera al hombrecillo tendría que preguntarle si eran primos.

Estábamos en el primer piso, inspeccionando la ropa de cama, cuando abajo estalló algo que sonaba como una batalla campal. Perila y yo nos miramos.

—¿Hay gladiadores en la casa, amigo? —le pregunté a Critias—. ¿O los partos nos están dando la bienvenida?

Ni siquiera había pestañeado: de nuevo Batilo. Quizá fuera la dieta.

—Ninguna de las dos cosas, señoría. Sospecho que los dos chefs, el nuestro y el vuestro, están discutiendo los futuros menús.

Mierda. Ahora me acordaba, y era demasiado tarde. Personal completo, había dicho Perila. Tendríamos que haber pensado en ello antes de permitir que Metón echara a andar por su cuenta. Bajé la escalera como una tromba, esperando llegar a la cocina antes de que se derramara sangre.

Justo a tiempo. Gladiadores, en efecto: esos tipos no bromeaban. Había visto peleas más moderadas en los juegos del mediodía. Nuestro hombre estaba arrinconado contra la mesa, blandiendo una cuchilla mientras su colega le sostenía la muñeca con una mano y lo estrangulaba con la otra.

—Oye, Metón —dije, con la mayor calma posible—. Deja la cuchilla, por favor. ¡Abajo! Así me gusta. Y tú, como te llames, afloja un poco, ¿quieres?

—¡Lisias! —bramó Critias.

El otro chef apretó el pescuezo de Metón por última vez y apartó la mano con renuencia.

—Así está mejor —dije—. Ahora escuchad. Sé que dos chefs en la misma cocina no es una idea excelente, pero tendréis que llegar a un acuerdo. ¿Pensáis que es remotamente posible? —Se miraron con cara de pocos amigos. Quizá no fuera posible, pero mala suerte para ellos. No quería encontrar orejas cortadas en el soufflé—. De lo contrario, queridos míos, llamaremos a un proveedor externo y podéis pasar el tiempo hirviendo mosto de cebada para los caballos en los establos. Y comiéndolo, además. ¿Enterados?

Me marché sin esperar una respuesta. Perila aguardaba en el vestíbulo, examinando las estatuas.

—¿Problemas con la servidumbre, Corvino?

—No es broma, primor. Casi nos quedamos con un chef estrangulado y otro demediado. Critias. —El hombre me siguió—. Vigila a ese par, ¿entiendes? El primero que clave un trinchante en cualquier otra cosa que no sea un pollo es hombre muerto.

—Sí, señoría. —El hombre sonreía como una alcantarilla. ¡Por Júpiter! ¿Yo era la única persona cuerda en ese lugar?—. Por cierto, un esclavo del vicegobernador Vibio Marso trajo un mensaje. Le encantaría que fueras a cenar esta noche, si no tienes otro compromiso. Estaría bien al atardecer.

—¡Ah, estupendo!

—¿Puedo enviar un recado a ese efecto, señoría? Quizá contribuya a apaciguar la situación de la cocina. Por el momento.

—Sí, está bien. Hazlo.

—Y luego quizá desees almorzar temprano. Informaré al chef. A los chefs. —Hizo una pausa—. Chuletas de cordero y una lengua fría, quizá.

Vaya. El primo de Batilo, sin duda alguna. Perila rió entre dientes, y la fulminé con la mirada.

—Oye, amigo, haz tu trabajo y no te pases de listo, ¿vale?

—Sí, señoría.

Ya veía que ese lugar sería la mar de divertido.

Vibio Marso era mucho más joven de lo que suponía; un treintañero en buen estado físico con una nariz semejante al espolón de un buque de guerra. Cuando el esclavo nos condujo al comedor, saltó del diván como si alguien lo hubiera manejado con cordeles.

—¡Valerio Corvino! ¡Adelante, estimado amigo! —exclamó—. ¡Encantado de verte! No, tú siéntate en el diván del invitado principal. Esta noche estamos solos, una cena íntima y familiar. Ésta es mi esposa Sulpicia.

Podrían haber sido hermanos. En todo caso, Sulpicia le llevaba ventaja con la nariz. Cuando se besaban, debía de ser como una representación de Accio.

—Encantada de conocerte, Valerio Corvino. —Me sonrió como un loro bien criado—. Bienvenido a Antioquía.

—¡Y ésta debe de ser Perila! —Marso estaba radiante—. Cielos, cómo has cambiado. Eres toda una… eh… —Hizo una pausa.

—Sí que lo es, ¿verdad? —dije—. Mucho.

—Siéntate y pórtate bien, Publio —murmuró Sulpicia. Yo sonreí, y también Perila—. Simeón, sirve el vino, por favor.

El esclavo sirvió vino helado. Marso aún aferraba los hombros de Perila como un pulpo distraído.

—¿Cuánto tiempo ha pasado, querida? ¿Catorce años? ¿Quince?

—Más —dijo ella—. Fue justo antes del exilio de mi padrastro. Yo tenía siete años. No creí que te acordaras.

—¡Pamplinas! ¡Claro que me acuerdo! —Le dio un último abrazo antes de tenderse junto a su esposa—. ¡Sulpicia, no te pongas celosa! Siéntate, Perila. ¿Cómo está tu madre?

—No muy bien —dijo Perila con discreción, ocupando la otra mitad de mi diván.

—Lo lamento. —Marso no insistió en el asunto; quizá ya tuviera noticias sobre Fabia Camila, o quizá había reparado en el tono de voz—. Corvino, tu copa. Simeón, sirve vino para todos y trae los entremeses. ¡Vamos, muchacho, en marcha!

Las copas no eran tan finas como las de Lamia, pero aun así la artesanía era exquisita. Sostuve la mía mientras el esclavo la llenaba, para ver el brillo del vino a la luz de las lámparas. Antes de volver, tendría que encontrar una docena de ésas para llevarlas. En Roma no había nada comparable. Lo único que necesitaban para destacar era un buen falerno.

—¿Y qué os parece Antioquía? —nos preguntó Sulpicia.

—Es maravillosa —dijo Perila.

—¿Habéis estado en Dafne?

—Sí. Fuimos ayer.

—Una ciudad encantadora —observó Marso—. Aclaro que no soporto andar de turista. Si viste una estatua, las viste todas. Sulpicia me arrastró de aquí para allá cuando llegamos, pero ahora ni lo intenta. Por tu cara, parece que estás de acuerdo, Corvino.

—Sí. —El hombre empezaba a caerme bien. Y el vino también era bueno, aunque no podía identificarlo. Chipriota, tal vez. No era buen conocedor del chipriota blanco—. ¿Sabes cuántas estatuas hay en Dafne?

—Trescientas veintiséis —dijo Marso al instante—. ¿Tú también las contaste?

—Sí.

Nos reímos. Los esclavos trajeron los entremeses: una gran fuente de mariscos al vapor, pequeñas croquetas, judías frías con hinojo y las habituales aceitunas y verduras crudas con una salsa de pescado en salmuera.

—¿Y cómo es vuestra nueva casa? —Sulpicia escogió una croqueta—. Pertenece al viejo Atenodoro, ¿verdad?

—Así es —dijo Perila—. Se ha ido a Corinto por dos meses.

—Ah, sí. Su hermana. Un hombre encantador, Atenodoro, aunque su esclavo Critias puede ser insufrible, por lo que recuerdo.

—Creo que Marco puede manejarlo. Pero tuvimos problemas con el chef.

—¿Lisias? —preguntó Sulpicia, con ojos desorbitados—. ¡Imposible! ¡Es uno de los mejores cocineros de la ciudad!

Les contamos la anécdota de la riña en la cocina. Sulpicia rió.

—Claro, eso es harina de otro costal —dijo—. Celos profesionales. Aquí pasa continuamente. —Se volvió hacia Marso—. ¿Recuerdas cuando el cochero de Partenio amenazó con un cuchillo a ese otro sujeto, querido? ¿El pobre mozo de cuadra de Vonones? —Me puse rígido—. Disentían en cuanto al mejor tratamiento para un casco hendido, por lo que recuerdo.

—Vonones. —Perila fijó los ojos en el plato—. ¿No era un aspirante al trono parto? —¡Qué chica astuta! Muy bien hecho.

—No —respondió Marso, frunciendo levemente el ceño—. No, Perila. Pasó un tiempo aquí antes de que lo enviáramos a Cilicia, eso es todo. Pero hablando de mozos de cuadra…

—Sí, he oído hablar de Vonones. —No podía permitir que Marso se me escabullera; quizá no tuviéramos otra oportunidad—. Uno de los príncipes partos domesticados de Augusto, ¿verdad? Al final lo mataron cuando intentó escapar del arresto domiciliario para huir a Escitia.

—Sí, Corvino, así es. —Marso fruncía aún más el ceño y ya no estaba tan animado—. Estás muy bien informado. Notablemente bien informado, de hecho.

—¿Cómo sucedió, exactamente?

—No lo recuerdo, a decir verdad. No es mi especialidad ni mi terreno. En ambos sentidos.

—No seas tonto, querido. —Sulpicia había cogido otra croqueta y la cortaba pulcramente—. Fue el primo Fronto quien volvió a arrestarlo. Y luego fue apuñalado por ese necio que estaba entre las tropas de Fronto. El carcelero que tenía el mismo nombre que ese esclavo que teníamos, el que bebía demasiado. Remio.

Marso se inclinó y cogió una cucharada de almejas. Su rostro no tenía expresión.

—Correcto —dijo—. Lo había olvidado.

—Pamplinas, Publio. —Sulpicia masticó su trozo de croqueta con delicadeza—. El primo Fronto es comandante de caballería, Corvino, y está con la Sexta en Laodicea. Lo designaron para la guardia de Vonones.

—¿Quién lo designó? ¿El gobernador? —Le ofrecí mi mejor sonrisa—. En aquel entonces era Pisón, ¿verdad?

—Sí, lo era. —Marso intentó sonreír—. Perila, prueba una almeja antes de que me las coma todas. Están realmente deliciosas.

—¿Sí, verdad? —Perila se sirvió un par—. ¿Dónde las consigues?

—El mejor lugar está cerca del mercado viejo. Nuestro chef podrá darte los detalles.

—¿De veras? ¿Y qué hay de las anguilas? El otro día Metón preguntaba si…

Perfecto. Mientras ella entretenía a Marso, encaré a Sulpicia.

—¿Conocías bien a Vonones? Me refiero a su vida social, naturalmente.

—Ah, sí. Era un hombre encantador. Un poco… —Hizo una pausa—. Bien, no era muy aficionado a las mujeres, si me comprendes. Muy raro en un parto. Pero totalmente encantador. Y sumamente generoso. Recuerdo que una vez Plancina me mostró un collar que él le… ¡Oh, Publio! ¡Qué torpe eres! ¡Mira lo que has hecho! ¡Simeón, un trapo, por favor!

—Lo lamento, querida. No lo vi. —Marso trató de contener el charco de vino que se derramaba de su copa volcada—. De todos modos, ya es hora de que sirvan el plato principal. Simeón, ordena a tus muchachos que despejen, por favor. Bien, Corvino. —Me clavó los ojos—. Hablemos de las noticias realmente importantes. ¿Cómo les va a los Rojos en Roma, en esta temporada?

Tan bien como a mí, al parecer. Como el accidente, el cambio de tema era intencionado, y no podía hacer nada para evitarlo. Hablamos de esto y aquello, y fue una velada bastante grata, pero cuando intentaba encauzar la conversación hacia Pisón me topaba con un sutil obstáculo. Era muy metódico; Marso sabía lo que hacía, y sabía que yo lo sabía. Después del postre, cuando Sulpicia y Perila se fueron para hablar a solas, no me sorprendió que Marso le pidiera a Simeón que se marchara.

—Escúchame, jovencito —me dijo. Tragué saliva: el hombre no parecía tan bonachón y amable como antes. Ni siquiera amigable—. No sé a qué estás jugando en Antioquía, pero te aconsejo que desistas. Ya. Antes de que ambos os metáis en problemas.

—¿Es una advertencia oficial, vicegobernador? —dije.

Me miró lentamente, como si una de esas dichosas almejas se hubiera incorporado para escupirle en el ojo.

—No, todavía no —dijo al fin—. Aunque llegará a serlo. Y no seré yo quien la haga.

—¿Puedes explicarme por qué?

—¿Por qué te advierten que desistas? —Bien, eso era bastante claro—. No, Corvino, no puedo. Sólo diré que Pisón y Germánico son temas de conversación delicados en esta ciudad y el caso de ambos está cerrado. Cerrado y bajo llave. Si eres sabio, lo dejarás así. ¿Vale?

—¿Eso también incluye a Vonones, vicegobernador?

—Especialmente a… —Se contuvo—. Sí, también a Vonones.

—Vaya. —Bebí el vino—. Una pregunta. Sólo una. ¿Por qué Pisón ordenó matar a Vonones?

Esperaba sobresaltarlo, y lo sobresalté; pero no como pensaba. El vicegobernador de Siria tuvo que contener una carcajada. Lo cual me decía justo lo que quería saber.

En ese momento Sulpicia y Perila regresaron, y Marso fingió que habíamos hablado de otra cosa.

Cuando fue hora de irnos, me palmeó el hombro, besó a Perila y nos acompañó hasta la puerta.

—Buenas noches, Corvino —dijo—. He disfrutado esta velada. Cuídate, y cuida a esta muchacha.

—Claro. —Esperé mientras Perila subía al carruaje. La mano de Marso me contuvo.

—Y no olvides nuestra charla —dijo.

No le respondí. Me agradaba Marso; me agradaba mucho. Pero sabía que el cabrón me ocultaba algo. Con el tiempo averiguaría qué era.