XXIII

Rufo no se abalanzó sobre mí, a pesar de todo. Pero estuvo a punto, y sospecho que se contuvo porque sólo había dos pulgadas de madera entre nosotros y el gobernador. El sistema imperial romano no alienta las grescas en el seno de sus instituciones.

—¿Tu nombre es Corvino? —dijo lentamente—. ¿Marco Valerio Mesala Corvino?

—Así es. El mismo, amigo. Yo soy los cuatro. —Me apoyé en el escritorio, pero estaba preparado y el corazón me martillaba en el pecho—. ¿Quieres un autógrafo?

—Legado… —El secretario se había levantado con nerviosismo: ese puesto no incluye la tarea de lidiar con gorilas homicidas que además comandan un cuarto del ejército romano entre Egipto y el mar Negro.

Rufo no le prestó atención.

—¿Perila también está aquí?

—No creo que eso sea de tu incumbencia, amigo —murmuré.

—Legado, por favor…

—Tienes suerte, Corvino. Mucha suerte. —Los ojos me taladraban como alambres calientes perforando queso—. Ahora no podemos hablar como corresponde. Pero me alegra que nos hayamos visto, y no será la última vez. ¿Lo entiendes?

—Seguro.

—Bien, espero ansiosamente el momento. —Me dio la espalda, se dirigió a la puerta del gobernador y alzó la mano para llamar.

—¡Oye, Rufo! —dije.

Se detuvo. Pensé que respondería o se daría media vuelta, pero se limitó a esperar.

—Quiero que tú también entiendas algo, amigo. Perila se divorció de ti porque eres un cabrón. Un cabrón hecho y derecho de veinticuatro quilates. Para ella no existes, y para mí tampoco. Si te le acercas, te mataré. ¿De acuerdo?

El puño golpeó la puerta.

—¡Adelante! —gritó Lamia desde el interior de la oficina. Rufo abrió la puerta y entró. No miró hacia atrás.

Cuando regresé, Perila había encontrado una casa para alquilar.

—Es encantadora, Marco. —Su cara era una gran sonrisa—. Muy céntrica, en Epifanía. Y un terreno maravilloso.

—¿Ah, sí? —Me senté en la silla de enfrente (estábamos en el jardín, bajo la pérgola) y llamé a la muchacha de los tobillos. Ella me sonrió y se apresuró a buscar el vino de Quíos—. Epifanía, ¿eh? Bonito vecindario.

Lo era: Epifanía estaba en lo que aquí llamaban ciudad nueva, en las laderas del este. Grandes villas, grandes jardines, grandes cuentas bancarias. Habíamos pasado durante la excursión en litera que formaba parte del paquete turístico de Zoilo.

—Hermoso. —Perila aún sonreía—. Y el alquiler es tan barato que no lo creerías.

Claro que lo creería, conociendo su capacidad para negociar.

—No me digas. Filótimo tiene otro primo en el negocio de las propiedades.

—No, el propietario es un amigo del tío Cota. Tiene que ir inesperadamente a Corinto y pensaba dejar la casa desocupada hasta su regreso. No tendremos que preocuparnos por el personal, tampoco. Viene incluido.

—¡Estupendo! —Me incliné para besarla—. ¿Cuándo nos mudamos?

—Pasado mañana.

—Perfecto. —Llegó mi vino. Hermosos tobillos. Encantadores. Serví una copa y la empiné—. Podría acostumbrarme a este vino, ¿sabes?

—¿De veras? —Perila clavó los ojos en la espalda de la muchacha que se alejaba y sorbió su copa de zumo de fruta—. ¿Cómo fue tu día?

—No estuvo mal. El gobernador es buena persona. Tuvimos una gran charla. —Ni siquiera pensaba decirle a Perila que había conocido a su ex: sólo lograría preocuparla. Ya bastante me preocupaba a mí—. Eso me recuerda que Lamia ofreció ayuda con el alojamiento. Enviaré a uno de los muchachos para decirle que no se moleste.

—Será mejor que también se lo digamos a Graciano.

—¡Demonios! ¡Me había olvidado de él! —Graciano era el esclavo que habíamos dejado con el equipaje en Seleucia. Ojo, quizá lo estuviera pasando mejor que nunca: yo había sido generoso con los gastos y algunas muchachas de la zona portuaria parecían dispuestas a contonear sus brazaletes sólo por la promesa de un trago gratuito. Bonitos brazaletes, además—. Por cierto, descubrí que Marso es vicegobernador.

—¿Marso?

—Vibio Marso. ¿Te acuerdas? ¿El colaborador de Pisón?

—Ah, sí. El poeta.

—¿Qué?

—Escribe poesía, Corvino. Sólo como aficionado, claro. —Frunció levemente la nariz. Perila también escribe poesía, y según dicen es bastante buena, pero no cabe esperar menos con un padrastro como Ovidio Nasón—. Viene de una familia de literatos. Una vez escribió una oda para mi madre. Aclaremos que entonces él era muy joven.

Bajé la copa de vino lentamente.

—Perila, ¿me estás diciendo que conoces personalmente a este tipo?

—No tanto como para sacar provecho de esa relación. Era amigo de mi madre. Pero eso fue años atrás.

Mantuve la voz calma.

—¿Por qué diablos no lo mencionaste antes? —Porque sin duda se habrá olvidado de mí. Entonces yo era una niña.

¡Que Júpiter me dé paciencia o me fulmine! ¿Esa mujer no tenía la menor idea de cómo funcionaban estas cosas? Llamé a la muchacha de los tobillos. Se acercó.

—¿Está tu padre?

—Está dentro, señoría. ¿Quieres verlo?

—Sí. Ah, Teano…

—¿Sí, señoría?

—Pon otra jarra a enfriar, por favor.

Ella sonrió.

—Sí, señoría.

Me volví hacia Perila.

—Quizá no lo sepas, primor, pero me pasado la mañana devanándome los pocos sesos que tengo para ver cómo podía abordar a Marso en privado, y tú tenías la respuesta todo el tiempo.

—Pero si es el vicegobernador, sólo hay que concertar una cita.

—¡En privado, Perila! Lamia ya está bastante suspicaz. Quizá lo haya convencido de que soy sólo un joven consentido que se pasa de listo, con más dinero que cabeza…

—¿Acaso no lo eres?

—… pero el hombre no es ningún tonto. Así que debo andarme con cuidado.

—Y ahí entro en escena yo, supongo.

—Claro que sí.

—Pero, Marco…

—¿Deseabas verme, señoría?

Filótimo se había acercado sigilosamente, y sonreía. No era su sonrisa de veinticuatro quilates. Perila le había dicho que nos iríamos en un par de días, y siendo principio de temporada éramos los únicos huéspedes.

—Sí, Filótimo. Por casualidad, ¿sabes dónde vive Vibio Marso, el vicegobernador?

—No, señoría. Pero puedo averiguarlo.

—Por favor. Y avísame en cuanto sepas, ¿sí?

—Sí, señoría. —Hizo una pausa—. Por cierto, esta mañana recibí un mensaje de mi primo Zoilo. ¿Necesitabas una dirección?

¡Vaya! ¡Las cosas se estaban moviendo!

—¡Así es! ¿Ya la tiene?

—La mujer vive en la ciudad vieja, señoría. Tiene una pequeña perfumería cerca de la Puerta Tauriana.

—Sí, sé dónde queda. —La Puerta Tauriana estaba en la punta de uno de los puentes que conducían a la isla—. ¿Cómo se llama ella?

—Baucis, señoría.

—Estupendo. Gracias, amigo. —Bebí un trago de vino de Quíos—. No te olvides de la dirección de Marso, por favor. Ahora llama a un carruaje y dile a Teano que mantenga el vino frío.

—¿Vas a verla ahora, Marco? —Perila fruncía el ceño—. Acabas de regresar.

—Pensaba ir, sí.

—Muy bien. —Se puso de pie—. Esta vez te acompañaré.

Encontramos la perfumería sin problemas. Era pequeña, en efecto: apenas una choza recostada contra la muralla de la ciudad, a poca distancia de la puerta; pero Baucis no vendía perfumes. Sí, la palabra estaba escrita en el letrero, pero yo sólo veía pilas de hierbas y raíces. El olor no se parecía en nada al agua de rosas, y el lugar tenía aspecto de vertedero. Estoy acostumbrado a los vertederos, pero no tan exóticos como éste. Puedo soportar las cucarachas, pero las tiendas que venden raíces exóticas y menudillos de murciélago seco me ponen la piel de gallina. No me moría por entrar.

—¿Quieres esperar un minuto mientras le echo una ojeada? —le dije a Perila.

Pensé que pondría reparos, pero llevaba puesta una manta limpia, y Perila es muy meticulosa.

—De acuerdo, Marco —dijo, y se puso a examinar un ramillete de hierbas que colgaba del alero. Quizá fuera para sopa, pero no lo habría apostado. Aspiré profundamente y me agaché bajo el dintel.

Había dos personas en el interior: una vieja marchita con edad suficiente para ser la abuela de Eco y otra mujer. La vieja agitaba un puñado de estiércol seco y mascullaba lo que parecía ser una maldición terminal. Iba a hablarle, pero dio media vuelta y salió a la calle. Sólo quedaba la otra mujer.

Era alta, media cabeza más alta que yo, y no soy bajo. Y por lo que llegué a ver en la oscuridad, era despampanante.

—Perdón —dije—, ¿te llamas Baucis? ¿La hermana de Martina?

Avanzó sin advertencia. Fuertes dedos me aferraron el brazo y me sacaron de la tienda, para consternación de Perila. En el exterior, la mujer se veía aún más atractiva. Aparte de eso, tenía músculos suficientes para un par de amazonas.

Me soltó y me miró de hito en hito.

—¿Qué coño quieres, romano?

Noté que Perila se ponía rígida, pero no habló. Muy sabia.

—Sólo un poco de información, mujer —dije con la mayor calma posible—. Si tienes tiempo.

—Primero dime qué pasó con mi hermana. ¿Está con vida?

Caramba. No había pensado en esta posibilidad. Habían enviado a Martina a Roma en invierno y hacía apenas un par de meses que habían abierto las rutas marítimas para el tráfico comercial. Éramos los primeros que podíamos darle noticias de ella.

—No, me temo que no —dijo suavemente Perila—. Lo lamento muchísimo, pero ha muerto.

La mujer no se inmutó, sólo asintió. Luego, repentinamente, con los ojos abiertos, se derrumbó contra el lado de la choza. Traté de sostenerla, pero pesaba una tonelada. Tuvimos que actuar los dos para mantenerla erguida y ayudarla a sentarse de espaldas contra la pared.

—Trae un poco de agua, Marco —dijo Perila.

—¿De allí dentro? ¿Quieres envenenarla, primor?

—¡No seas tonto! —bramó Perila. Se metió en la tienda y reapareció un minuto después con una taza llena. La mayor parte del agua (si eso era) se derramó por la barbilla de Baucis, pero al fin tosió y tragó. Los ojos perdieron su mirada vacía.

—Oye, Baucis —dije—. ¿Estás bien?

—Vete, Marco. Por favor. —Perila aún hablaba en voz baja—. Vuelve en diez minutos.

No discutí. Perila es mucho mejor que yo para atender a una persona en apuros, y conozco mis limitaciones. Cuidar brujas no es mi especialidad. Me fui.

Cuando regresé, estaban sentadas en el banco junto a la tienda. Baucis miraba hacia delante. Tenía la misma expresión rígida que había puesto cuando Perila le dio la noticia.

—¿Cómo murió Martina? —me preguntó.

Me senté al otro lado.

—No lo sé con certeza. Dicen que tomó veneno antes del juicio. En Brindisi.

—No —dijo secamente.

—Pero ¿es posible? —sondeó delicadamente Perila—. ¿Teóricamente, al menos?

Baucis asintió.

—Es posible. Martina sabía sobre venenos. Si eso es lo que preguntas. —Perila no respondió—. Yo no me dedico a eso. Ni siquiera para ratas. —Sí, seguro. Y yo era la abuela de Hécate—. ¿Sabéis quién la mató?

—No —dije yo—. Es una de las cosas que intentamos averiguar.

—Cuando lo averigües, dame el nombre de ese cabrón y yo misma lo mataré. Lentamente. ¿Me oyes?

—Te oigo. —¡Por Júpiter! Se me había erizado el vello de la nuca—. Pero antes tienes que decirnos algo. ¿Ella asesinó a Germánico?

Se encogió de hombros. Ni siquiera había parpadeado. Aún miraba el vacío.

—Quién sabe, romano. ¿Y a quién le importa?

—A nosotros —dije. Perila me miró con el ceño fruncido, pero no le hice caso; esto era demasiado importante para andar con remilgos—. Y si no lo averiguamos, tampoco averiguaremos quién mató a tu hermana. Así que dínoslo, por favor. ¿Martina envenenó a Germánico o no?

Baucis guardó silencio largo rato.

—Quizá —dijo al fin.

—¿Por encargo de Pisón y Plancina?

—Quizá.

—Cuentan que tu hermana era amiga de Plancina. —Eso he oído.

Empecé a sudar.

—¿Y lo era?

—Por lo que sé, no conocía personalmente a esa zorra. Pero quizá nunca me lo dijo.

Esto era como caminar en medio de pegamento.

—¿Ella…? —empecé.

—Marco, déjalo de mi cuenta —intervino Perila—. Nos encontraremos junto a la estatua de Seleuco cuando haya terminado. La que está junto a la puerta. —La miré a ella y luego a Baucis, que aún escrutaba el vacío. Esto no me gustaba. En absoluto. Pero quizá Perila tuviera razón.

—¿Segura, primor?

—Segura.

—¿Te encontrarás bien?

—¡Claro que sí, Corvino! Lárgate.

Me largué.