Llegamos a un acuerdo mutuo sobre las atracciones turísticas: accedí a visitarlas sin rechistar. Zoilo, el primo de Filótimo (¿alguien conoce a algún griego que no tenga un primo a mano?) era guía y nos ofreció precios especiales; es decir, ese canalla nos hizo un buen recargo sobre los precios habituales. Pasé los tres días siguientes fulminando estatuas con la mirada (incluida una de Verruga con aire estreñido en el tope de una columna) mientras me taladraban los oídos explicándome quién había construido qué templo en qué época, cuan grande era, cuánto mármol habían usado y cuánto había esquilmado a los contribuyentes el granuja que había tenido la idea. Perila asimilaba todo. Incluso hacía preguntas. Yo tenía dolor de pies, jaqueca, y la lengua tan seca como un afilador de navajas. El único lugar donde recobré el ánimo fue el mercado nuevo; «nuevo», desde luego, era un término relativo. Cuando Antíoco Epífanes lo creó, el viejo Catón mataba de aburrimiento al Senado romano, y Cartago todavía era un proyecto viable.
Con un grupo de turistas griegos, Zoilo habría empezado por señalar el altar de las Musas o el edificio del Senado. Cinco años atrás, para los romanos, habría empezado con el templo de Júpiter Capitolino, que era el trozo de mármol más grande de la ciudad y parecía tan fuera de lugar como un elefante en una joyería. Ahora sólo era posible un estribillo, fuera cual fuese la nacionalidad.
—Aquí es donde incineramos a Germánico.
—¿De veras? —Me enderecé—. ¡No bromees!
—¡Marco! —Perila me miró severamente—. ¡Compórtate, por favor!
Zoilo sonrió: nada complace más a un guía que tener un turista deslumbrado en el grupo.
—Así es, señoría —dijo—. Los padres de la ciudad habían construido un magnífico cenotafio en el sitio de la pira. ¿Quieres verlo?
—¡Seguro! —Cogí el brazo del hombre—. ¡Llévame allá, amigo!
Quizá había exagerado mi avidez, porque Zoilo quedó aturullado un segundo. Luego se recobró y mostró los dientes en una sonrisa.
—Ciertamente, señoría —dijo. Nos abrimos paso entre la muchedumbre.
En medio de la plaza había una masa de mármol nuevo que representaba una pira funeraria.
—Aquí, señoría —dijo Zoilo, subiendo la escalinata—. El príncipe Germánico permaneció expuesto tres días con sus noches, y su noble sangre empapaba los ricos tapizados que cubrían el catafalco…
—¿Quieres decir que lo habían apuñalado? —pregunté.
—… mientras toda una ciudad, toda una provincia, lo lloraba. La sangre, señoría, es metafórica.
—Ah, entiendo. —Carraspeé—. Sangre metafórica. Desde luego. —Perila sonrió—. ¿Tú estabas ahí?
—Estaba, como todo el mundo.
—¡Oye, eso es magnífico! —Sonreí.
—Incluso tuve la fortuna, señoría, de adquirir dos de las perlas de cultivo que orlaban el manto del príncipe. Si te interesa comprar un recuerdo…
—Quizá más tarde, amigo. ¿Qué aspecto tenía? El cuerpo, quiero decir. ¿Alguna señal de envenenamiento? ¿Distorsión facial? ¿Qué dices del color? ¿Una aureola azul alrededor de la boca? ¿Qué hay de las uñas?
—¡Marco! ¡Te dije que te comportaras!
—Sólo preguntaba, Perila.
Zoilo había regresado al pie de la escalinata. Noté que luchaba entre su instinto profesional y su conciencia. Oficialmente Germánico había muerto de fiebre. Si Zoilo proclamaba que el hombre tenía la cara azul y le sobresalía la lengua, habría sido estupendo para el turismo pero sumamente indiscreto. Podía haber repercusiones, y no serían metafóricas.
—No, señoría —dijo al fin—. No había indicios externos. Pero cuando incineramos al príncipe, su corazón no fue consumido, lo cual es señal segura de envenenamiento. Existe el famoso paralelismo con el dedo del pie del rey Filipo, que después de la cremación…
—El dedo del pie de Pirro —dijo Perila.
¡Demonios!
—¡Perila! —jadeé—. ¡Ahora no, por favor!
El guía palideció.
—¿Perdón, señora?
—El dedo del pie pertenecía a Pirro, rey de Epiro. Curó el bazo enfermo de un hombre al tacto, por lo que recuerdo. Y Pirro no fue envenenado, sino que murió en una pelea callejera, así que el paralelismo no es aplicable. Disculpa, Zoilo. ¿Decías?
¡Por Júpiter! ¡No era momento para ponerse quisquilloso con la historia! Le hundí un dedo en las costillas.
—Oye, Aristóteles, ¿por qué no paras? —susurré en latín—. Deja de fastidiar al guía. Esto es interesante.
Ella sonrió y agachó la cabeza. Me volví hacia Zoilo, que todavía estaba alucinado.
—Olvídate del dedo del pie, amigo —dije—. ¿Tienes idea de cómo murió Germánico?
Se espabiló.
—Sí, señoría. ¿Quién no lo sabe? —Para empezar, yo, pensé; pero me contuve, teniendo en cuenta que Perila ya lo había cacheteado una vez en los últimos cinco minutos—. El príncipe enfermó al regresar de Egipto. Empezó a recobrarse, y se hicieron ofrendas de gratitud en los templos, aunque nuestro gobernador Pisón… —escupió cortésmente— las desalentaba, por motivos que su señoría comprenderá.
Sí, claro. Ojalá los comprendiera.
—Y Germánico sospechó que Pisón y Plancina lo estaban envenenando, ¿verdad?
—No sólo hubo veneno sino brujería, señoría. Se encontraron cosas… —escupió de nuevo, esta vez por otros motivos— detrás de las paredes y debajo de los suelos de la casa del príncipe. Cosas maléficas.
—¿De veras? Dentro de la casa, ¿verdad? —Esto prometía cada vez más. Quizá las atracciones turísticas no fueran tan mala idea. Yo sabía lo de la brujería, pero no los detalles—. Danos algún ejemplo.
—Trozos de cadáveres en descomposición. Un feto deforme —dijo sombríamente Zoilo. ¡Por Júpiter! ¡El hombre lo disfrutaba más que yo!—. Otros objetos demasiado repulsivos para nombrarlos, de notable suciedad, y malignos.
—Marco, acabamos de almorzar —susurró Perila en latín—. ¿Tenemos que hablar de esto ahora?
—Claro que sí, primor. Es fascinante. —Me volví hacia Zoilo—. ¿Y esa mujer, Martina, era responsable?
—Sí, señoría. Eso se dice, al menos.
Perila abrió la boca para añadir algo, pero la hice callar con una mirada.
—Háblame de Martina.
—Una mujer maligna. Amiga de Plancina, la esposa del gobernador.
—¿Lo sabes con certeza?
—No, señoría. No por conocimiento personal. Pero sin duda la mujer era bruja. La esposa de mi primo conocía a su hermana. Se criaron juntas en Litarba, y también ella es una mujer maligna experta en magia y pócimas. Esas cosas se heredan en la familia.
¡Vaya, otro punto para los primos! Noté que Perila se ponía rígida.
—Aclaremos esto, amigo —dije con cuidado—. ¿La esposa de tu primo conoce a la hermana de Martina?
—Sí, señoría.
—¿Y esa mujer está en Antioquía?
—¿La hermana? Sí, señoría, claro.
—Ajá. —Saqué una pieza de oro y se la mostré—. ¿Puedes averiguar dónde vive?
Parpadeó, mirando la moneda. Una pieza de oro era la mitad de lo que pagábamos por el tour de tres días. Un buen dinero.
—Posiblemente —dijo—. Si su señoría está interesado.
—Su señoría está fascinado. —Le entregué la moneda, que desapareció—. ¿Trato hecho?
Zoilo se aclaró la garganta nerviosamente.
—Trato hecho —dijo.
—Bien. ¿Qué sucedió luego?
Volvió a su rollo habitual como un conejo buscando terreno seguro.
—El noble príncipe falleció, culpando al gobernador y su esposa por su muerte. Siria lo lloró, pero el gobernador no. Lo incineramos y construimos la tumba vacía. Fue un gran hombre y un gran benefactor de Antioquía, señoría, como he dicho.
Sí, lo había dicho. Varias veces, ad nauseam, durante los últimos tres días. En su estancia de pocos meses Germánico había causado sensación. Pavimento de mármol nuevo en las calles principales, una docena de estatuas nuevas que el lugar necesitaba como un agujero en la cabeza y tantas dedicatorias en los templos que no se podían contar sin un ábaco. Con razón se había ganado un encomio cinco estrellas.
—Y ahora, señoría, pasemos a cosas más felices. —Zoilo se alejó—. ¿Querrás ver el templo de Júpiter? Una réplica exacta del gran templo que tenéis en Roma…
Vale. El hombre había hecho su parte, en lo que a mí concernía, y merecía una retribución. La dirección de la hermana de Martina bien valía un par de templos, aparte de la pieza de oro que le había dado. Y al menos, con nuestras excursiones de los últimos días tenía buena idea de dónde estaba todo. Pero no los tugurios que había mencionado Teón. Quizá en otra oportunidad debiera dejar a Perila y pedirle a Zoilo que hiciéramos turismo alternativo. Si ambos estábamos de ánimo.
Pero no hoy. Suspiré y seguí a Perila por la escalinata del templo.