Veinte días después desembarcamos en Seleucia, el puerto de Antioquía, en medio de un enorme terremoto. Al menos daba esa impresión. Pero aunque el suelo bailaba como la tapa de una sopera, los edificios se mantenían en pie, y ninguno de los lugareños que acudió al muelle para vendernos cosas parecía alarmado. Así son los griegos. Se necesita más que un terremoto para impedirles que se ganen sus dracmas con el sudor de la frente.
Cuando la gente normal planea un viaje al extranjero, organiza su estancia en el lugar de destino varios meses antes de guardar la llave bajo el felpudo e interrumpir las entregas de aceite. Nosotros habíamos tenido diez días, lo cual significaba que empezábamos de cero. Teón había sugerido que provisionalmente nos alojáramos en el hostal de su primo, al sur de la ciudad, sobre la carretera de Dafne, y parecía buena idea. Dejamos la mayor parte del equipaje y a un esclavo para recogerlos después y abordamos un barco que seguía río arriba hasta el centro de Antioquía. Llegamos allí al atardecer y desembarcamos en un atracadero más allá de la Puerta del Puente.
—¿No es encantador, Marco? —Perila miraba en torno mientras yo supervisaba la descarga y regateaba con los carreteros para el último tramo hasta el hostal del primo de Teón. Estábamos en pleno centro de la ciudad vieja, donde la mayoría de los edificios databan de la época de la fundación. Mármol color miel, pórticos sombreados. Mucho verdor y agua, además, y en Roma esas dos cosas sólo se consiguen junto con la roña del Tíber.
—Sí, magnífico —respondí, luchando con las irregularidades de un optativo.
—Tan maravillosamente griego. Tengo la sensación de estar de vacaciones.
Por mi parte, yo tenía una sensación de abatimiento. Regatear en griego callejero con un cardumen de tiburones malignos que se empeñan en interpretar mal tus acentos tónicos no es mi fuerte, y para colmo tenía graves problemas con la tasa de cambio y no había bebido una copa de vino desde el desayuno. Se pueden decir muchas cosas a favor de los viajes al extranjero, pero para un aficionado son un auténtico martirio. Ojalá hubiera llevado a Batilo. Con su genio organizativo, el hombrecillo habría hecho todos los arreglos telepáticamente mientras aún estábamos al oeste de Creta.
Perila dejó de asimilar el color local y se me acercó.
—¿Tienes problemas, Corvino? —preguntó.
—Podría decirse que sí, primor. —¡Por Júpiter, me estaban comiendo vivo! Metón tampoco me ayudaba; se había alejado para echar un vistazo a un puesto de pescado. Si apartabas a ese desgraciado de la cocina, estaba tan despistado como una matrona en un burdel—. Sí, «problemas» es la palabra atinada.
Perila frunció el ceño.
—¡Pero es sencillo, Marco! ¿Cómo se llamaba el hostal de Teón?
—Eh… Los Tres Laureles. Dos. Dos Laureles. No, Dos Cedros.
—Los Dos Cedros. Bien. —Volviéndose hacia el grupo de carreteros que reñían por nosotros, señaló al azar—. Tú, tú y tú. ¿Conocéis Los Dos Cedros? ¿En el camino de Dafne?
Se miraron entre sí y tragaron saliva. Era comprensible. Cuando Perila se pone firme, sonríes, asientes y obedeces. A menos que puedas poner pies en polvorosa, pero estos cabrones no tenían dónde refugiarse. Además, los acentos tónicos de Perila eran bastante buenos.
—Sí, señora —dijeron.
—Necesitamos dos carruajes y una carreta. ¿Algún problema?
—No, señora.
—Una tetradracma cada uno. Y podéis guardar el cambio. Siempre que conduzcáis con cuidado y no rompáis nada.
—Sí, señora. Gracias, señora.
—De nada. Los demás, largo.
Cinco segundos después el atracadero estaba desierto, salvo por tres carreteros, aparte de un par de sandalias que habían quedado abandonadas en la prisa. Hasta los pájaros se habían callado.
—Ahí tienes —me dijo Perila—. ¿Ahora todo está bien?
—Sí, claro. Creo que ya está resuelto.
Mierda.
Salimos de la ciudad por la puerta de Dafne. Hasta yo había oído hablar de Dafne, y Teón se había puesto lírico al mencionarla en el barco. Es una de las atracciones turísticas más famosas de Siria, una pequeña ciudad en las colinas, al sur de Antioquía, con un templo de Apolo y una abusiva cantidad de prados y manantiales. Mucha gente camina por allí en verano, y el turista medio —e incluso el lugareño— no tarda en hacer un alto, así que la carretera está bordeada por establecimientos que ofrecen de todo, desde una taza de zumo de fruta helado hasta cama y pensión completa con banquetes de diez platos y una docena de bailarinas como extras opcionales.
Nadie que respete su pellejo o su estómago se aloja en un hostal italiano. Si no te esquilma el propietario, te devoran las pulgas, y las cocinas son tan higiénicas como una fosa común durante la peste. La variedad grecosiria es diferente. En comparación, los nuestros parecen chozas del Danubio. Aun a esta escala, Los Dos Cedros era de primerísima calidad: un edificio largo de dos pisos con un techo chato y un balcón a lo largo, sito en un bosquecillo a poca distancia del río. Al lado vi un jardín con un arroyo, y mesas a la sombra de pérgolas. Fresco en verano, e igualmente grato en primavera, sobre todo con una jarra de vino blanco bien helado y un plato de aceitunas del país servidas por…
Servidas por…
¡Júpiter!
—¿Marco? —dijo Perila.
—¿Sí?
—¿Te molestaría bajar y dejarme salir, por favor? Cuando hayas terminado de echarle un vistazo a esa camarera, desde luego.
—Eh… Sí. Sí, claro, Perila. —¡Por Júpiter! Era una muchacha robusta, con hermosos tobillos. Ya me gustaba Los Dos Cedros.
Descargamos. Les pagué a los carreteros y los seguí con los ojos mientras volvían a la ciudad como si el rayo hubiera atacado a sus postillones. Entre tanto Perila le hablaba a un sujeto gordo y menudo de pelo rizado. Presuntamente, el primo de Teón.
—He tomado la mitad del primer piso, Marco —dijo al concluir—. Es independiente, con cocina privada abajo y baños en el fondo. ¿Te parece bien?
El hombrecillo parecía ebrio como una cuba y tenía los ojos vidriosos. ¿Si me parecía bien? Claro que sí. Quizá hubiéramos conseguido su mejor suite por la mitad del precio normal.
—Sí, estupendo, Perila —dije. Metón ya se había alejado con una expresión resuelta y su mejor juego de cuchillos bajo el brazo para encontrar la cocina. Les hice señas a los otros dos esclavos—. Llevad todo adentro y acomodadlo, muchachos.
—Filótimo, señoría, a tu servicio. —El dueño gordo hacía una reverencia—. ¿Tuvisteis un viaje agradable?
—Sí, estuvo bien. Hermoso lugar. —Un lameculos, obviamente. Pero hay que hacer concesiones. Los modales son distintos en el oriente.
—Su señoría es muy amable. —Señaló el jardín con su mano llena de anillos—. ¿Un poco de vino fresco y fruta? La ciudad puede ser fatigosa. Mis propios esclavos pueden ayudar a los vuestros con el equipaje mientras ambos descansáis.
Quizá no fuera mal tipo, después de todo. Al menos tenía sus prioridades en orden.
—Me parece bien —dije—. ¿Qué dices, Perila?
Dejamos que los muchachos llevaran nuestros bolsos y baúles arriba y nos dirigimos al jardín.
—Pues bien. —Bebí un trago de vino (era de Quíos, enfriado en el arroyo que pasaba junto a nuestra mesa) y aparté mis ojos culpables de la muchacha de tobillos torneados que lo servía. Quizá fuera la hija de Filótimo, pero si había cierto parecido familiar la madre debía de haber sido una belleza—. ¿Cuál es nuestro plan, primor?
Perila bebió un sorbo de zumo de granada helado.
—Sugeriría que, una vez instalados, preguntemos si hay propiedades para alquilar —dijo—. Y hagamos una visita de cortesía al gobernador.
¡Por Júpiter!
—¿Te parece? —No era algo que ansiara hacer. No tenía malas referencias sobre Elio Lamia, y quizá fuera buena persona, pero de sólo pensar en el zapateo diplomático que suponía una visita a la residencia me daba ganas de ir a un lugar tranquilo, cubrirme la cabeza con un saco y esperar hasta la primavera.
—Desde luego, Marco. La cortesía lo requiere. Y también la política. Después de todo, eres el sobrino del cónsul.
—Sí, claro. —Fruncí el ceño—. Pero yo pensaba en un Plan con P mayúscula. Ver a la gente que estaba en relación directa con Pisón. Sus amigotes Céler y Marso, para empezar. El fiscal Vitelio. Quizá alguien que conociera a Martina, la envenenadora. Las cosas realmente útiles, ¿me entiendes?
Perila suspiró.
—Marco, acabamos de llegar después de un viaje marítimo de un mes. No fue desagradable, pero fue agotador. ¿No te convendría relajarte y disfrutar un poco? ¿Tomarte unas vacaciones? ¿Visitar las atracciones?
—Estoy disfrutando, primor. —Así era: el vino era bueno, la muchacha de los tobillos era una vista grata y existía la posibilidad de obtener una buena pista en el caso Germánico. ¿Qué más podía pedir de la vida?—. Éstas son vacaciones. En cuanto a visitar las atracciones, puedes tomar esa idea, arrojarla a un pozo muy profundo y ponerle la tapa. ¿De acuerdo?
—¡Marco, no hablas en serio! —Perila me miró con ojos enormes—. Antioquía es una de las ciudades más hermosas del oriente griego. ¡Tienes que ver una parte mientras estás aquí!
Vaya. Obviamente teníamos un conflicto de conceptos. No era momento para andar perdiendo el tiempo en tonterías.
—Créeme, primor, la exposición prolongada a bronces de trescientos años me provoca erupciones. Serás testigo de ese prodigio.
Recibió el mensaje. Se reclinó.
—Muy bien, Corvino. Entonces sugiero que dividamos nuestras fuerzas. Tú te encargas del aspecto… serio mientras yo busco un alojamiento apropiado. Por las experiencias que hemos tenido hasta ahora, creo que soy mejor que tú para eso.
—Sin duda, querida. —Con los antecedentes de Perila, lo más probable era que termináramos alojándonos gratuitamente en el ala imperial de la residencia mientras Lamia dormitaba en un diván—. Mientras seas feliz.
—Oh, lo soy. —Eso era evidente. Hacía tiempo que no la veía tan relajada—. El viaje a Antioquía fue una idea encantadora a pesar de todo, Marco. Me alegra que pensaras en ello.
A mí también me alegraba. Lo cual me recordó…
—Eh, ¿has visto nuestros aposentos, Perila?
—No. Pero Filótimo dice que tenemos vista al río.
—¿Quieres echarles una mirada?
—¿Ahora? Aún no he terminado mi zumo. Y tú no has terminado el vino.
—El zumo puede esperar. Y el vino también.
Fue extraño volver a hacer el amor en una cama que no se movía. Y la vista del río no estaba mal, cuando al fin nos decidimos a mirarla.