XIX

Al final Perila no asistió a la cata del vino; una estratagema para hacerme volver a tiempo para la cena, y tan sobrio como para ingerirla. El esfuerzo valió la pena. Una vez que Teón estaba a solas, sin su rollo de experto en misterios de las profundidades, era buena compañía. Útil, además, porque conocía Antioquía como la palma de la mano, y sin la presencia de Perila para estropear su estilo, obtuve una buena enumeración de aquellas partes de la ciudad de las que no se habla a los turistas. El laodiceo, por lo demás, no estaba mal, aunque no era tan bueno como había prometido Teón. No era comparable a un setino común, por no hablar de mi mejor falerno. Demasiado especiado, y por eso les gustaba a los alejandrinos. Estos cabrones hipercivilizados le echan perfume al vino. Con razón Cleopatra perdió Accio. Sospecho que la mitad de sus marineros se habían envenenado con pétalos de rosas.

Tal como le había prometido a Perila, me fui apenas liquidamos la primera jarra y antes de que el sol estuviera debajo del peñol. De todos modos, no me habría quedado mucho más. Aún me bailaba la cabeza, y el vino no había contribuido a mi equilibrio. Era una hermosa noche. Habíamos dejado atrás a los delfines pero la costa griega era una larga franja púrpura: presuntamente, mientras el capitán y yo intercambiábamos comentarios sobre la vida nocturna de Roma y Antioquía, un tripulante se había cerciorado de que no nos estrelláramos contra Creta, Egipto o lo que tuviéramos delante. Me tomé un momento para apoyarme en la borda y pensar que era magnífico estar vivo…

Otro segundo, y no lo habría estado. No sé qué me hizo girarme, quizá el movimiento del aire cuando mi atacante echó hacia atrás el brazo con que empuñaba el cuchillo. Apenas tuve tiempo de dar la vuelta, moverme a la derecha y apuntarle un rodillazo a la entrepierna mientras él me empujaba contra el flanco del barco. Le erré.

Quizá fuera porque había estado yaciendo cinco días, quizá estaba falto de práctica, pero le erré. Y cuando te enfrentas a un tipo con cuchillo no tienes una segunda oportunidad.

Intentó apuñalarme bajo la costilla inferior. Le cogí la muñeca antes de que me ensartara y empujé hacia abajo y afuera, sintiendo que la hoja cortaba el lado izquierdo de mi túnica y se clavaba en la madera del barco.

Yo no tenía cuchillo. Cuando camino por Roma, llevo uno sujeto al antebrazo, pero ahora no estaba en la Suburra. En todo caso, mi mano izquierda estaba ocupada. No era momento para hacerse el héroe. Solté un grito mientras volvía a apuntarle a la entrepierna. Esta vez mi rodilla dio en el blanco. Jadeó y aflojó su apretón.

Ahí tienes, cabrón, pensé, y le pegué con la frente en el tabique nasal. Cayó hacia atrás, sangrando, pero volvió a la carga. Aún tenía el cuchillo, sólo que esta vez lo movía en un arco, esperando para ver hacia dónde iba yo. Alcé el pie para pegarle en el hígado a través de los riñones…

Y el barco se movió. No sé si fue una ola o un cambio en el viento, pero de pronto perdí el equilibrio y quedé despatarrado boca arriba sobre la borda. El otro era más ducho que yo con los pies. Avanzó sonriendo. Rodé para esquivarlo, pero con años de retraso.

Hubo un golpe seco, y un ruido horrible y crujiente. El atacante se detuvo, languideció y se desplomó en la cubierta. A sus espaldas estaba Teón, empuñando lo que parecía una voluminosa herramienta naval.

Me giré y me apoyé en la borda, recobrando el aliento.

—¿Estás bien, Corvino? —El capitán me aferró con la mano.

—Sí, sí, gracias. —Me alegraba que ya no me tratara con formalidad, aunque en griego no sonaba tan mal.

—¿Qué demonios pasó? —Él estaba más conmocionado que yo.

—Quién sabe. Uno de tus tripulantes me atacó. ¿Sabes quién es?

Bajó la mano, cogió al hombre por el cuello de la túnica y lo alzó como si fuera un muñeco. La cabeza se meció desagradablemente: la herramienta con que Teón lo había golpeado había roto la tapa de los sesos como una cáscara de huevo. Era definitivamente un exasesino.

—Se llama Albiano —dijo Teón—. Es nuestro pinche de cocina.

De pronto algo blanco cruzó la cubierta y se arrojó sobre mí. Lo atajé por reflejo y descubrí que era Perila.

—Marco, ¿te encuentras bien? —dijo.

—Claro. ¿Por qué no?

—Te oí gritar.

—Tú y el resto del barco, primor. Quizá la mitad de la costa griega de aquí a Corinto.

—No exageres, Corvino. No estamos cerca de Corinto.

—Qué más da. —La separé suavemente, sin soltarla del todo—. Donde sea.

Miró al hombre muerto (Teón lo había soltado) y tembló.

—¿Qué sucedió? —murmuró.

—Un malentendido con la tripulación.

—Marco…

—Quizá debas regresar adentro, señora —dijo Teón.

—Si crees…

—Vamos, Perila. —Le besé la mejilla—. Iremos enseguida, lo prometo.

Se fue. Una vez que se perdió de vista, Teón alzó el cadáver y lo arrojó a los peces.

—Abordó el barco en Puteoli —dijo Teón. Ocupaba el único taburete de la camareta. Perila y yo estábamos castamente sentados en la cama, lado a lado—. Nuestro pinche de cocina habitual había ido a emborracharse y no regresó.

—¿Eso es normal? —pregunté.

—Ocurría a veces. Pero hasta ahora siempre sabíamos dónde encontrarlo.

—¿Esta vez no?

—Esta vez no. —Teón se dispuso a escupir, pero recordó dónde estaba—. Cuando el tal Albiano se presentó pidiendo trabajo, una hora antes de que zarpáramos, lo contraté. En el puerto de Puteoli merodea mucha gente de ese tipo. En cualquier puerto. No son auténticos marinos, pero si saben pelar una cebolla, limpiar una sartén y mantenerse sobrios, nadie hace demasiadas preguntas.

—Entonces, ¿no le conocías?

—No. —Frunció el ceño—. ¿Y tú?

—Tampoco.

—¿Y por qué te atacó?

—Júpiter sabrá. —Sí, claro. Quizá Júpiter supiera, pero yo podía deducirlo por mi cuenta—. Tal vez le afectó el calor.

—¿Qué calor?

—Bien, quizá fuera la vasta inmensidad de la mar, amigo. —Alcé la copa de vino (mi propio setino) de la mesa lateral—. ¿Cómo quieres que lo sepa?

—Lo denunciarás cuando lleguemos a Seleucia, naturalmente.

—No.

Eso lo desconcertó. Claro que sentía alivio: ningún capitán quiere que corra la voz de que sus tripulantes tratan de ensartar a los pasajeros. Para colmo, yo era un patricio, sobrino del actual cónsul de Roma. Si yo hacía la denuncia ante las autoridades de Siria, él pasaría el resto de sus días cargando repollos en el mar Negro. Pero estaba perplejo, y un tipo como Teón odiaba estar perplejo.

—¿Puedes decirme por qué no? —preguntó.

Me encogí de hombros.

—Porque no fue culpa tuya. Porque me salvaste el pellejo. Y porque el cabrón ya está muerto. Por cierto, ¿con qué le pegaste?

—Con una cabilla.

—¿En serio? —¡Por Júpiter! Quizá hubiera entendido eso en latín, pero lo dudo—. Bien, entonces coincidiremos en echarle la culpa al calor, ¿sí? Sin más preguntas.

—Bien, Corvino, mientras estés satisfecho. —Teón se puso de pie—. Nunca sucedió nada parecido en un barco mío. Te ofrezco mis disculpas. Y mi gratitud.

Era buen tipo, aunque estuviera perplejo. Nos dimos la mano, y lo acompañé hasta la puerta para que fuera a ordenar un sentinazo o cualquiera de esas cosas que los capitanes hacen por la noche. Luego me serví otra copa de vino y me apoyé en el cabezal.

—Ese hombre quería impedir que llegaras a Siria ¿verdad? —dijo Perila.

—Sí. —Bebí un trago de setino. Después del laodiceo, sabía como terciopelo líquido—. Sí, claro que sí.

—¿Quién lo envió?

—Júpiter sabrá, Perila. Pero te diré una cosa.

—¿Sí?

—Significa que estamos bien encaminados.

Calló largo rato, con su cabeza en mi hombro.

—Ahora yo te diré una cosa, Corvino —dijo luego.

—¿Sí?

—Antioquía no es Roma. No la conoces, allá no tienes amigos. Estaremos bien encaminados, pero el que envió a Albiano puede tener éxito si lo intenta de nuevo. Y quizá ya haya gente esperándote. Espero que tengas mucho cuidado, por favor, pues no quiero que te maten. No vale la pena. ¿Entiendes?

Le besé la frente.

—Entiendo, primor.

Claro que lo entendía. Yo tampoco quería que me mataran, pero el pequeño episodio de esa noche me sugería que quizá fuera difícil evitarlo.