Tuvimos suerte; una nave mercante que llevaba pasajeros, llamada Artemisa, partía para Antioquía en diez días. No había problema con los camarotes; empezaba la temporada, y la mayoría de los viajeros esperan hasta junio, cuando pueden efectuar el trayecto en dos tramos rápidos vía Alejandría. Yo habría llevado a Batilo, pero Roma se habría paralizado sin él y se marea al cruzar al Sublicio, así que nos conformamos con Metón el cocinero, la criada de Perila, Frine, y tres esclavos por todo servicio.
Llegamos a Puteoli con un día de antelación y eché un vistazo al barco. Parecía apropiado: poco menos de doscientas toneladas, bien construido, con aparejos nuevos y una tripulación que no parecía dispuesta a abandonar la nave a la primera señal de tormenta. El capitán era un sujeto aplomado llamado Teón, con barriga y unas piernas entre las cuales podía pasar un carro sin rasparse la pintura. Era griego alejandrino, lo cual era una gran ventaja. La mayoría de los italianos no saben distinguir un nudo de una orza, pero los alejandrinos ya vienen envueltos en piel de foca; si les quitas las sandalias, nueve veces de cada diez tienen los pies palmeados. No llegué hasta ese extremo con Teón, pero calculé que conocía su oficio. Es mejor verificar estas cosas antes de partir, o lo lamentas después. Si hay un después. Máxime si eres como yo y nadas como un ladrillo.
Zarpamos al día siguiente, y en cuanto salimos a mar abierto nos internamos en lo que parecía la mayor tormenta de que se tenía memoria. Yo estaba en la toldilla con el capitán.
—Un viento favorable, señoría. —Teón se rascó la nariz con un pasador y se balanceó sobre el pórtico de sus piernas—. Tenemos suerte.
—¿Suerte? —Me aferré de un puntal o verga o como se llame técnicamente, mientras Neptuno y todas sus malditas ninfas y tritones nos envolvían en una manta y Puteoli corcoveaba a nuestras espaldas. Mierda. Quizá la palabra significara otra cosa en griego—. ¿Así la llamas, amigo?
Soltó una risa maligna; todos los capitanes son sádicos natos.
—No te preocupes, señoría. Dentro de un par de días no sentirás nada.
—Ya, eso me temo. —El barco se ladeó como si le hubieran pateado el vientre. Teón ni se movió. Yo casi caí por la borda.
—Claro que el cabo Escileo será otra cosa. Allí las cosas pueden ponerse bravas.
—Oh, albricias. —¡Cabrón! Miré el tumulto verdoso que jadeaba entre nosotros y la costa. No había delfines; eran demasiado listos para aventurarse a salir con este tiempo. Tal vez estuvieran acurrucados en una caleta con una buena provisión de sardinas, riéndose a pico batiente.
La cabeza de Perila asomó sobre la escalera de la toldilla. El capitán le ofreció una mano que ella no necesitaba.
—¿Todo en orden abajo, señoría? —preguntó.
—Sí, gracias, capitán. —Ella le dedicó una de sus mejores sonrisas y noté que ese cabrón náutico se preparaba para el abordaje. No sé cómo diablos hacía esa mujer para conservar la compostura cuando yo estaba a punto de perder el desayuno, pero así era—. Muy acogedor, en verdad. —Al menos habíamos tenido suerte con el alojamiento. Como éramos los únicos pasajeros, y patricios, Teón nos había dado media camareta. Mucho mejor que acampar en los imbornales.
—Si necesitas algo, señoría, sólo pídelo —le dijo el capitán, pavoneándose. Sonreí. Si le dabas dos días a Perila, tendría al almirante Agripa colgado del meñique.
Ella miraba en torno con más interés del que yo habría podido fingir. Señaló la punta del palo, donde alguien había colgado lo que parecía una vieja capa de cuero.
—¿Qué es eso? —preguntó—. ¿Una especie de bandera?
—¿Eso? —Teón alzó sus ojos de marino avezado—. No, no es una bandera. Es el cuero de una vaca marina. Nos protege de los rayos.
¡Por Júpiter! No había pensado en la posibilidad de un rayo.
Estaba resignado a ahogarme. Ser fulminado desde arriba era un servicio extra.
—¿De veras? ¡Qué interesante! —Lo peor era que no bromeaba. Esos detalles científicos fascinan a Perila—. ¿Cómo funciona?
—El rayo no ataca la piel de las vacas marinas, señoría.
—No, claro que no. Tonta de mí. —Perila me miró de soslayo, luego con mayor atención—. Marco, ¿te encuentras bien? Te has puesto gris. O verde. Ambas cosas.
—Ah… —Yo había cometido el error de mirar el pararrayos de cuero de Teón. Pésima idea. Si estás en un barco en movimiento y no lo disfrutas, lo mejor es mantener los ojos en un punto fijo. Como Italia. El problema era que hasta Italia había empezado a brincar. Tragué saliva y traté de poner todo en su sitio—. Sí, bueno, la verdad es que no me siento bien, Perila. Tal vez debería ir a acostarme un rato.
—No es aconsejable, señoría. —El almirante Agripa clavaba su garfio—. En caso de mareo…
¡Demasiado tarde! ¡Júpiter! ¡Magno y todopoderoso Júpiter!
Una sacudida.
—¡Marco!
Quería bajar a la camareta, pero ni siquiera llegué a la escalerilla. Mi único consuelo fue que le vomité encima a ese cabrón de piernas zambas.
Pensé que las cosas no podían empeorar mucho en los días siguientes. Empeoraron, claro está. Teón tenía razón; el Escileo fue duro. Cuando lo rodeamos y nos internamos en el estrecho, me importaba un bledo que Júpiter fulminara esa maldita piel de vaca marina con cada rayo de su aljaba, mientras lo hiciera rápido. Perila no era una gran ayuda. Lo último que necesitas cuando te mueres de mareo es que una mujer vivaz y sensual se acerque cada cinco minutos para decirte cuan vigorizante le resulta la brisa marina y cuan encantador y atento es el capitán. Tardé cinco días en decidir que quizá sobreviviera. Cuando abrí los ojos, Perila estaba sentada frente al espejo mientras la criada le arreglaba el cabello.
—Oye, primor —dije. Ninguna respuesta. Lo intenté de nuevo. Esta vez logré articular un sonido.
Se giró, desparramando alfileres.
—¡Marco!
—Sí, soy yo. Creo.
—¿Cómo te sientes? —Dedos frescos me tocaron la frente.
—¿Cómo quieres que me sienta? Cómo si me hubieran vaciado las tripas.
Ella frunció la nariz y apartó la mano.
—Tú mismo lo has hecho, querido. En todo el suelo. Varias veces.
—Sí, bueno…
—Frine —le dijo Perila a la criada—, dile a Mesón que prepare una sopa.
—Oye, Perila, no exageremos. —Traté de incorporarme. Error. La cabina se movió—. Pero una copa de vino me vendría bien.
—Sopa, Frine. —La criada se fue—. A menos que prefieras una medida de agua de mar, Corvino. Es lo que sugirió el capitán.
—Ese sádico.
—En absoluto. Es un conocido remedio para el mareo. Además, es un hombre encantador una vez que llegas a conocerle.
—Sádico y libidinoso.
Puso una sonrisa radiante y me dio un beso.
—Veo que te sientes mejor. Pero no exageres.
—Si esto es mejor, primor, entonces soy una marsopa.
—Pamplinas. Una taza de sopa de erizo de mar con las púas hervidas obrará milagros.
Se me revolvió el estómago. De nuevo traté de incorporarme. Esta vez lo conseguí, aunque las paredes todavía giraban.
—¿Es otro de los remedios de tu amigo el nauta?
—De mi tía, en realidad. Surcó el Mediterráneo de una punta a otra cuatro veces, antes de cumplir los diez años.
—Ya, ahora entiendo. —Las paredes se movían menos—. Tenías que heredarlo de algún lado. ¿Dónde estamos?
Se sentó en el borde de la cama.
—Frente a la costa griega, a poca distancia de Metona. Teón dice que las condiciones han sido excelentes y que vamos a buena velocidad.
—Teón puede irse…
—¡Marco!
—A saltar. Y no grites, primor. Por favor. Me hace vibrar la cabeza.
Sonrió.
—Esto fue idea tuya, ¿recuerdas?
—Sí, sí, lo reconozco. —La besé y saqué las piernas de la cama, apuntándolas al suelo—. Iré a ver cómo van las cosas.
—Corvino, no creo que sea buena idea por el momento.
La aparté con un gesto.
—Tú hazlo a tu manera, yo lo haré a la mía. Olvídate de la sopa, ¿quieres? Sólo necesito una bocanada de aire fresco. Y quizá una copa de setino puro y un trozo de pan para acompañarlo.
El suelo no estaba firme, pero no ondulaba tanto como me temía. Con ayuda de Perila, logré llegar a la puerta y salir.
Era una bella mañana, y había delfines. Jugueteaban alrededor del barco, brincando en el aire, arrojando gotas cristalinas al sol, zambulléndose en las olas y surcando el agua como flechas engrasadas. Me apoyé largo rato en la borda y los miré.
—¿No son maravillosos? —dijo Perila al lado mío.
—Sí. —La abracé—. Sí, son buena gente. Para ser peces.
Rozábamos la costa, apenas a distancia suficiente para evitar las rocas y recibir la brisa de tierra. Incluso llegué a oler pino y excremento de cabra en el aire. Cuando Metón apareció con la sopa, le di sus nuevas órdenes.
Cuando llegó el vino, me golpeó el estómago vacío como una pelota caliente, pero logré retenerlo y mordí el pan. Un pan maravilloso, recién horneado, caliente y crujiente. Terminé la hogaza sin darme cuenta. Una lástima. Me proponía arrojar el último trozo a los delfines.
—Veo que te has repuesto, señoría. —Teón bajaba por la escalera de la toldilla.
—Ah, sí. —Me sacudí las migajas de la túnica. Aún me daba vueltas la cabeza, pero quizá fuera el vino—. Lamento haberte manchado con mi desayuno, amigo.
—No hay motivo para avergonzarse. No todos podemos ser marineros natos, como tu esposa.
Caramba. Hacía sólo cinco minutos que estaba levantado y ya me estaba aguijoneando.
—Verás, amigo… —empecé.
—¡Marco! —intervino Perila. Sonreí y alcé las palmas.
—Está bien, está bien. No hay problema. Es un día demasiado bonito. —Me incliné en la borda y él se me acercó—. Conque vamos a buena velocidad.
—Bastante. Pronto llegaremos al golfo mesenio. Quizá avistemos Tenario dentro de dos días. Si el viento continúa.
—¿De veras? —La geografía nunca ha sido mi fuerte, y menos la geografía marítima, pero el hombre parecía complacido—. ¿Cuánto calculas que nos falta?
—Depende del viento y del tiempo. Hasta ahora hemos tenido suerte. Si ambos se mantienen, iremos hacia Rodas en línea recta. Luego tendremos un trayecto fácil a lo largo de la costa asiática. Dieciocho días, quizá veinte, según los chubascos. Viajamos con poco peso.
—¿Qué estáis transportando?
—Alfarería, principalmente. De Samia. Algunos encargos particulares. Pero eso es sólo como lastre. La mayor parte de nuestro comercio va en sentido contrario. Especias y perfumes. Bálsamo de Jericó. Algunas vasijas de vino de Laodicea.
Puse la oreja.
—¿De veras? ¿Vino de Laodicea?
Sonrió.
—¿Lo conoces? A su manera, es comparable al mejor italiano. Muy popular en Alejandría.
—¿Sí? —Quizá ese tipo tuviera el corazón bien puesto—. Por casualidad, ¿tienes un poco a mano?
—Marco… —intervino Perila.
Pero Teón aún sonreía. Con semejante barriga, esperaba que el hombre fuera enófilo. O quizá sólo le gustara el vino.
—Un par de jarras —dijo—. No para comerciar. Sólo para consumo personal. ¿Quieres probarlo?
—Acabas de ganarte mi voluntad, amigo.
—Esta noche, antes de la cena, entonces. La dama Perila también está invitada, desde luego.
—Claro —dije—. ¿Por qué no?
Quizá el viaje marítimo no fuera tan malo como pensaba. Ya me sentía mejor.