XVII

Batilo regresó por la tarde. ¿Correr? Qué va. Ese cabrón no habría podido alcanzar a una tortuga. Y sonreía cuando entró en el estudio. Eso siempre es mala señal.

—Hola, hombrecillo —le dije—. ¿Encontraste a Lípilo?

—Sí, señor. Después de un rato. Había salido a hacer compras. Su madre.

—La consiguió barata, ¿verdad? —Ni una mueca. Júpiter sabrá para qué me molesto—. Bien, dime qué pasó.

—Livinio Régulo trabajaba en la sección encargada de Nórico, señor.

Lo miré.

—¿Dónde?

—Nórico. Es una de las provincias septentrionales menores. Más allá de los Alpes Cárnicos. Entre Recia y Panonia.

—¡Ya sé dónde queda Nórico, payaso! ¿Régulo no tenía ninguna relación con Siria? ¿Ninguna en absoluto?

—No, señor. Anteriormente había estado en el departamento de Sicilia.

—Maldición. Doble maldición.

—En efecto, señor. —Batilo se detuvo, con una mano en el picaporte—. Ahora bien, si ya no me necesitas, regresaré a mis deberes de costumbre. En el poco tiempo que me queda.

—Sí, sí —resoplé—. Ve a contar las cucharas. Y tráeme una jarra de setino. No abuses del agua.

—Sí, señor. —Esperaba que se largara, pero no se fue—. Casi me olvido, señor. Algo más. Flavonio Lípilo pregunta si el nombre de Vonones significa algo para ti.

Me erguí en el asiento.

—¿Quién?

—Vonones. La pregunta surgió a raíz de tus averiguaciones sobre Siria. Aunque Régulo no tenía conexiones con la provincia en sí, era amigo personal de un joven caballero parto de ese nombre cuando éste residía en Roma.

¿«Casi me olvido»? Patrañas. Batilo podía dar lecciones de memoria a un elefante. El cabrón se lo había guardado adrede. Habría podido agarrarle del pescuezo y matarlo a golpes con su estropajo.

—Vale, Batilo. Habla de una vez. ¿Qué dijo Lípilo, exactamente?

—Sólo que mientras ese caballero oriental estaba en la ciudad, Régulo era muy apegado a él, señor. —Batilo apretó los labios con reprobación—. A decir verdad, eran inseparables.

Lo traduje a buen latín.

—¿Amantes?

—Al parecer, Lípilo tenía esa impresión, sí.

—Ajá. —Batilo aún seguía revoloteando—. ¿Eso es todo, hombrecillo?

—Sí, señor.

—¿Estás seguro?

—Sólo que Lípilo pidió explícitamente que su nombre quedara excluido de toda investigación subsiguiente.

—Sí, muy listo. ¿Nada sobre la investigación del asesinato?

—No, señor.

—Bien. Vete a jugar con tu trapo. No te olvides del vino.

Cuando se fue, me recosté en el diván para pensar. Habíamos abierto un auténtico saco de gusanos. Yo no sabía nada sobre las predilecciones de Vonones, pero sabía quién era: nada menos que un exrey de Partia que había pasado sus primeros años como rehén en la corte de Augusto. Eso explicaba el «ex» del título: había resultado ser demasiado romano para los partos, que se lo quitaron de encima cuatro años después de su acceso al trono. Expulsado de Partia, había recalado en la vecina Armenia y había ocupado el trono vacante de allí.

Aquí entraba en escena la conexión siria. Bajo presión diplomática de Partia, Silano, predecesor de Pisón, había obligado a Vonones a abdicar y lo había llevado de vuelta a Antioquía, donde lo mantenían en lo que equivalía a un lujoso arresto domiciliario. Luego comenzaron la gobernación de Pisón y las negociaciones de Germánico con Artabano, el nuevo rey parto. Una de las condiciones de Artabano era que Vonones debía ser expulsado de Siria, y así se hizo. Sólo que en algún momento (yo desconocía los detalles) intentó escapar y resultó levemente muerto.

Había lagunas, pero ésa era la idea general, y la implicación de la última parte era bastante clara: Vonones había conspirado para volver a Partia desde allende la frontera romana y Artabano se había hartado y había finiquitado el juego. La pregunta era si todo esto tenía relevancia. Sí, Régulo lo había conocido cuando era joven y no tan inocente, y Vonones quizá tuviera entrañables recuerdos de noches cálidas en el Pinciano, pero eso había sido doce años antes de que Pisón llegara a Siria. Desde entonces había corrido mucha agua bajo el puente. Si Pisón era cómplice de Vonones en algún asunto, doce años eran demasiado tiempo para explicar que Régulo fuera intermediario. ¿O no?

No lo sabía, pero era evidente que no lo averiguaría si me quedaba sentado en Roma. En fin. Era una pena lo de Rufo…

Alguien llamó a la puerta: Batilo con el vino.

—¡Entra, hombrecillo! —grité. Pero no era Batilo quien sostenía la bandeja, sino Perila.

La dejó en la mesilla y me besó.

—Marco, lamento haberte dado un dolor de cabeza —dijo—. No era mi intención, de veras.

—No te preocupes. Aunque «congelamiento de los genitales» describiría mejor el efecto que lograste.

Ella ocultó una sonrisa.

—Vaya. Pues repito mi disculpa. Pero he pensado en ello y he tomado una decisión. ¿De veras crees que el viaje a Antioquía es necesario?

—Ayudaría bastante. Antioquía fue la escena del delito, y allá hay gente que puede decirnos exactamente qué pasó. En cuanto a la necesidad del viaje, sí, empiezo a pensar que tendríamos que ver las cosas desde allá. Todo se facilitaría.

—Muy bien. En tal caso, iremos.

Me quedé mirándola. Se sentó en el borde del diván y sirvió una copa de vino.

—Se han reanudado los viajes marítimos, ¿verdad? ¿Habrá un barco disponible?

—Sí, sí, habrá un barco. —La cabeza me daba vueltas. Cogí la copa y bebí—. ¿Estás segura, Perila?

—Sí, totalmente.

—¿Lo juras por la cabeza cana de tu abuela y escupes en el suelo para tener suerte?

—Sí.

—¿Y qué hay de Rufo?

—Estamos divorciados, Marco. Legalmente. No tengo por qué dirigirle la palabra si no quiero. Y Siria, incluso Antioquía, es un lugar grande, como bien dijiste.

—¡Estupendo! —La abracé—. ¡Magnífico! Gracias, primor.

—Bebe tu vino.

Lo bebí, mientras ella se inclinaba contra mí.

—Por cierto, ¿cómo va ese libro? —pregunté—. El trabajo sobre venenos de como se llame.

—Acabo de terminarlo. Una lectura fascinante.

—Me imagino. ¿Ya sabes cómo lo hicieron? Me refiero a Germánico.

—No, claro que no. Existen muchos métodos con el uso de muchas sustancias. Siempre que lo hayan envenenado. Pero descubrí algo que podría interesarte, Marco.

—¿Sí?

—Al parecer, si tocas las… partes pudendas con acónito, la muerte se produce al cabo de un día.

Hice una mueca. ¡Por Júpiter!

—¿En serio?

—En serio. —Me dio otro beso. Más largo, esta vez—. No te preocupes. Ni siquiera sé qué aspecto tiene.

—¿El acónito?

—El acónito.

Vaya. Sé reconocer una propuesta. Los divanes del estudio, sin embargo, están diseñados para una casta lectura en solitario. Cinco minutos después desistimos y decidimos ir arriba.

Batilo nos esperaba en el pasillo para preguntarnos por la cena; con tacto, porque el hombrecillo había visto el rumbo que seguíamos.

—Pídele a Metón algo ligero —dije—. Y envía a alguien a Puteoli para que pregunte por los barcos para Antioquía, ¿sí? —Los buques grandes no zarpan de Ostia; la bahía está demasiado llena de barro del Tíber para que flote cualquier cosa mayor que un barco de juguete, y para la navegación de altura hay que ir al sur—. Para partir cuanto antes, ¿sí?

—¿Antioquía de Siria, señor?

—¿Acaso hay otra?

—Que yo sepa no. ¿Te apetece pescado? ¿Atún asado con mousse de verduras y vino de Clazómenes?

Lo miré atentamente. A veces sospecho que el hombrecillo tiene sentido del humor, a pesar de todo, pero está sepultado a gran profundidad y es bastante extraño. No entendí la broma del pez (si era una broma), pero sí la del vino. Algo sé de vinos, y al clazomeneo se le añade agua de mar: los lugareños dicen que le da un sabor único.

Batilo me devolvía la mirada con blanda inocencia. Qué diablos, quizá fuera sólo mi imaginación.

—Sí —dije—. Atún está bien. El vino no. Beberemos setino, como de costumbre.

—Si insistes, señor.

—Insisto, hombrecillo. Y no te olvides de Puteoli.

—Claro que no, señor. —Se dirigió a la cocina. Juro que un día de éstos ajustaré cuentas con ese cabrón.