XVI

A la mañana siguiente fui a cortarme el pelo en una barbería del foro. Tenía mi propio barbero en casa, pero la gente no va a esos lugares sólo para que les arranquen el cuero cabelludo. En ellos se oyen chismes jugosos, y son magníficos para sentarse a meditar sobre la vida, el universo y el asesinato. Y eso era lo que me proponía. Me senté en la silla, le dije al tipo de las tijeras que cortara a gusto y cerré los ojos.

Bien. Régulo había sido el «intermediario» de Pisón. Eso significaba un trato, o quizá un chanchullo; dadas las predilecciones de Régulo, sin duda se trataba de algo ilegal o al menos turbio. El trato obvio era el que había hecho con Verruga, pero lo deseché de inmediato. No porque no creyera en su existencia; tenía que existir para que todo lo demás tuviera sentido. Pero Crispo se habría cortado la lengua antes de darme una pista que me llevara a Tiberio. O a Druso. Ese tío escurridizo no se arriesgaría a ofrecer información que pudiera provocar la cólera imperial. Y menos en estas circunstancias. Además, si necesitábamos un intermediario con el emperador, el mejor candidato era Carilo. Era exesclavo de Pisón, y Pisón lo había usado como mensajero para llevar la misteriosa carta fantasma al misterioso destinatario, que quizá fuera Verruga.

No, Pisón y su abogado Régulo debían compartir otro pastel al margen del emperador, un asunto sobre el cual yo no sabía nada. Un negocio personal que no se relacionaba directamente con Germánico…

—¿Te recorto más los lados?

—¿Eh? —Abrí los ojos.

—Perdona, señor. —El barbero aguardaba con un espejo—. ¿Así está bien o quieres que corte más?

Miré el bronce bruñido. ¡Por Júpiter! ¿Siempre tenía esa cara de preocupación? Quizá necesitara vacaciones.

—Sí —dije—. Sí, así está bien, amigo.

Me recosté mientras él me recortaba la coronilla. El abogado de Pisón. Sí. Otra cosa que no encajaba. ¿Por qué Pisón le había pedido a Régulo que lo representara? ¿Y por qué Régulo había aceptado? La regla tácita de las causas judiciales es que el abogado y el cliente comparten un vínculo común, social o político. Los otros dos se atenían a esa regla: Lucio Pisón era su hermano y Lépido le había sucedido como gobernador de Tarraco. Régulo no casaba. Política y socialmente no era nadie, no era del tipo de Pisón, y al parecer no existía ningún lazo entre ellos.

Al parecer: eso lo resumía todo. Allí entraba en escena el «intermediario», naturalmente. Si podía identificar la conexión faltante, quizá entendiera lo que me había dicho Crispo.

Siempre que pudiera. El único problema era que Pisón y Régulo estaban muertos, Carilo se había esfumado y sin duda permanecería perdido hasta que el infierno se congelara, y ese camino estaba cerrado. Crispo había sido buena idea, sí, pero el cabrón no me había ayudado demasiado. Aún necesitábamos una pista importante, y no sabía cómo conseguirla.

—¿Crees que los Rojos podrán ganar mañana, señor?

Maldición. Volví a abrir los ojos. La mayoría de los barberos saben evaluar el estado de ánimo del cliente y parlotean o cierran el pico según esa evaluación; así reciben mejores propinas. Evidentemente este sujeto era nuevo, o tenía la sensibilidad de un ladrillo. Aun así, hay que ser cortés. Y algunos temas son sagrados.

—Tienen tantas posibilidades como una vestal en un juego de dados, amigo —dije—. Por el modo en que estos retrasados han corrido últimamente, los Verdes barrerán la arena con ellos.

—Así es, así es. Una vergüenza. Si Félix cogiera las curvas de otro modo, ganaría fácilmente cinco yardas.

—¿Eso crees? —Mantuve una voz neutra. Félix era el auriga principal de los Rojos, un inepto que no sabía coger una curva aunque practicara de aquí al próximo festival de invierno. Pero no pensaba decirlo. Era evidente que el barbero era simpatizante de los Rojos, y no disientes con el que empuña las tijeras—. Seguro —dijo—. Escucha…

Afortunadamente podía acudir a mi experiencia con Prisco, así que al menos logré fingir un vago interés. Pero eran buenos comentarios, muy atinados, hasta yo podía verlo, aunque no soy experto. Si hubiera sido el entrenador de los Rojos, tendría suficiente para llenar una libreta.

—Pareces saber mucho sobre carreras, amigo —dije cuando terminó de parlotear y cortar.

—Estaba en ese negocio, señor. —Me apartó los cabellos sueltos del manto y alzó el espejo—. No era auriga, sino peón del establo, pero aprendes cosas sobre los carros. Además, soy sirio. De Antioquía. ¿Conoces a un hombre de Antioquía al que no le gusten las carreras?

—No, la verdad es que no. —Y menos un barbero. La mitad de los barberos de Roma eran sirios, y siempre se veían más barbas crecidas en los días de carrera.

—¿Has estado en Siria, señor? —El barbero se sacudía pelos del paño.

—No. Nunca estuve al este de Atenas.

—Tendrías que ir alguna vez. Un bonito lugar. Hermoso país. Salvo por los recaudadores de impuestos, naturalmente.

No sonrió, y me pregunté si usaba esa frase para despedirse de todos sus clientes. Había metido la mano en la cartera para pagar. Me detuve.

—¡Mierda!

El barbero se sobresaltó.

—¿Algún problema?

—No. No, ningún problema. —Le di mi mejor sonrisa y media pieza de oro—. Gracias, amigo.

Miró la pieza de oro como si fuera la llave de la casa de moneda.

—Lo lamento —dijo—. No tengo cambio.

—No hace falta. —Sonaban campanas. Sería un buen día a pesar de todo—. Guárdalo, y gracias de nuevo. Muchas gracias.

—Sí, bien, lo mismo digo. —Aún me miraba boquiabierto cuando su nuevo cliente ocupó la silla vacía. Tal vez esperando que mi enfermero saltara de detrás de una columna para llevarme a un lugar tranquilo.

Me proponía recorrer el foro con la esperanza de cruzarme con Crispo y exprimirlo un poco más. Ya no era necesario. Podría haber ido al Capitolio y pedirle la información al esclavo de la recepción del Tesoro, pero querría saber por qué le hacía esa pregunta. Y quizá me derivara a un superior, y eso no era conveniente. Cuantas menos olas hiciera, mejor. De todos modos, había otra persona a la que podía preguntarle. Me dirigí al Palatino.

¿Quién dice que los oráculos siempre hablan con acertijos? Yo acababa de oír uno, y no podría haber sido más claro aunque me hubiera cogido del cogote para darme la respuesta en monosílabos. Gracias al hombre de las tijeras mágicas, ahora sabía cuál era la conexión entre Pisón y Régulo.

Cuando llegué a casa, Batilo estaba frente a la puerta, regañando a un esclavo joven por dejar sus huellas lodosas en su bonito mosaico limpio. Lo encaré mientras el chico se escabullía.

—Oye, Batilo, tengo un trabajo para ti.

—¿De veras? —El hombrecillo puso su mejor cara de rodaballo hervido; Batilo tiene una rutina fija y no le agradan las alteraciones súbitas.

Mala suerte, pero hasta Batilo tenía que estar dispuesto a tropezar con algunos adoquines flojos en el camino pavimentado de la vida.

—Sí, quiero que corras al Aventino. Ya.

—¿El Aventino? —Hizo un mohín, demasiado melodramático para ser convincente—. ¿Yo, señor? ¿Ahora? ¿Correr?

Me había olvidado de su hernia. A pesar de la faja.

—Bien, sólo camina. Pero camina rápido, amigo mío.

—Gracias, señor. Eres muy generoso.

¡Por Júpiter! No tenía tiempo para sarcasmos.

—¡Basta, hombrecillo! Esto es importante y quiero que vayas tú porque sé que lo harás bien a la primera. —Un poco de adulación.

—Tu valoración de mis aptitudes es muy halagüeña, señor. Aun así, planeaba…

Al cuerno con esto.

—Haz lo que te digo y basta —rugí. ¡Por los genitales de Júpiter! ¿Todo el mundo tenía estos problemas con la servidumbre o era sólo yo? Le di instrucciones para llegar a la casa de Lípilo y le dije lo que quería—. Y si no está en casa, pregunta en la jefatura de la Guardia. ¿Sabes dónde está?

—Desde luego. No es un edificio imponente, por lo que recuerdo. —Frunció la nariz.

—¿Te estás resfriando, Batilo?

—No, señor. —Envaradamente.

—Bien. ¿Se encuentra en casa la señora?

—Entiendo que sí, señor.

—Bien. Lárgate, pues.

Se largó con la rapidez de una tortuga acelerada. Entré, sin olvidarme de limpiarme los pies en el mosaico.

Perila estaba en el jardín, enfrascada en un libro. Me acerqué con sigilo y le mordí el cuello. No se dio la vuelta.

—Aléjate, Corvino. Apestas a talco de barbero.

Buen comienzo.

—Eso es porque he tenido un corte de cabello muy interesante, primor. —Miré por encima de su hombro y examiné el libro. Un material denso, y en griego: Theriaca de Nicandro, un estudio sobre los venenos y sus antídotos—. ¿Estás investigando o la otra noche hablabas en serio sobre envenenarme el desayuno?

—Lo primero, aunque lo segundo me resulta cada vez más atractivo.

¡Ay! Con el humor de Batilo y Perila, el equipo hogareño no andaba muy bien esa mañana. Quizá debiera irme y regresar como otra persona.

—Cuidado con la lectura, primor. Si abusas de ella, puede enloquecerte.

Perila cerró el rollo con un suspiro.

—¿Te esmeras para ser fastidioso, Corvino, o te sale naturalmente?

—Ambas cosas. —Me acerqué por delante y la besé—. Sé en qué chanchullo estaban metidos Pisón y Régulo. O creo que lo sé. Batilo acaba de salir al galope para conseguir la prueba.

Eso despertó su interés.

—Cuéntamelo —dijo.

Me senté junto a ella en el banco de piedra.

—Pensaba que se relacionaba con el juicio, pero no es así. Ninguna relación directa, al menos. Régulo trabajaba en la oficina de impuestos. La división imperial.

—¿Entonces?

—Entonces apostaría las botas a que se encargaba de Siria.

Calló largo rato.

—Ya veo —dijo al fin—. ¿Piensas que Pisón y Régulo metían la mano en los impuestos cuando Pisón era gobernador?

—Es una teoría.

—Supongo que es posible.

—Claro que es posible. El sueño de todo gobernador es tener un amigo en la oficina de impuestos que pueda jugar con los números y alisar las arrugas del balance. Y eso explica por qué Régulo casi me abraza cuando le dije que me interesaba el juicio. Se disponía a huir con una tonelada de documentos bajo el brazo, y uno contra diez a que no eran las cuentas de lavandería de la residencia.

Ella arrugó la frente.

—¿Y eso qué tiene que ver con Germánico?

—Es sencillo. Un motivo por el que enviaron a Germánico al este, además del trato con los partos, era que los lugareños estaban rezongando por el monto de los impuestos. Es una ley tácita que todo gobernador tiene derecho a sus travesuras, pero sospecho que Pisón se estaba volviendo codicioso. Estaba abusando de su suerte y esperaba que su amistad personal con Verruga lo protegiera, como en Hispania. De pronto descubre que un honrado familiar del emperador llama a la puerta y quiere ver los recibos, y es presa del pánico.

—¿Ahora dices que fue Pisón quien mató a Germánico? ¿Personalmente, para encubrir un desfalco?

Me moví incómodamente.

—No, no llegaría tan lejos. Pero ayudaría a explicar por qué los dos se llevaban tan mal desde el principio. Si Germánico estaba reuniendo pruebas fehacientes contra él, Pisón ansiaría quitárselo de encima. Quizá lo ansiara tanto como para aceptar ser el agente asesino de otro. Alguien que tuviera poder suficiente para sacarle las castañas del fuego.

—¿Agente de quién? No de Tiberio, por motivos obvios. ¿De Druso y Livila?

—No lo sé, primor. De veras que no. Quizá. —Suspiré—. Pero te diré una cosa. No obtendremos muchas más respuestas en Roma. Estamos andando en círculos, y necesitamos entrar en un terreno nuevo.

—¿Qué sugieres, entonces? ¿No podemos desistir de todo el asunto? A fin de cuentas, no tiene nada que ver con nosotros.

Pasé por alto ese comentario. No lo decía en serio.

—¿Alguna vez estuviste en Siria? —pregunté.

Ensanchó los ojos.

—¡No hablas en serio!

—Claro que hablo en serio. Hermoso país, me han dicho. Buenos barberos. Lugareños joviales. Aman las carreras.

Perila frunció el ceño.

—No, Marco, nunca he estado en Siria. Pero conozco a alguien que ha estado. Y que está. Y es muy visible.

Mierda. Me había olvidado de su ex. Rufo había pertenecido a la plana mayor de Germánico, y ahora comandaba una legión en Siria. No sólo estaba allí, sino que era un mandamás.

—Bien, supongo que eso es una desventaja.

—Marco —dijo con voz glacial—, lo lamento, pero esto no es buena idea. Olvídalo, por favor.

Emprendí la retirada.

—Sí, quizá no sea muy estimulante. Olvídalo, era sólo una sugerencia.

—No quiero estar en el mismo país que Rufo, y mucho menos en la misma ciudad.

—Siria es bastante grande, Perila. —Maldición. No había pensado en seguir la investigación en el otro lado hasta que mi amigo el barbero me puso la idea en la cabeza. Al menos, no conscientemente. Pero cuanto más pensaba en ello, más me gustaba—. Es probable que él esté tierra adentro, ensartando puercos.

—La Tercera Gálica tiene base en Antioquía, Corvino, como bien sabes. Supongo que irías allí para realizar tus investigaciones. —Se agachó y recogió su libro—. Si me disculpas, quiero seguir con esto. El bibliotecario del Polio me lo dio como préstamo especial y debo devolverlo mañana.

Se había petrificado. Detecté los síntomas. Era comprensible: yo no conocía personalmente a Rufo, pero por lo que me había dicho sobre él la primera vez que cenamos juntos y las pocas veces que lo había mencionado después, parecía un canalla hecho y derecho. No me molestaba toparme con él, pero no me desvivía por invitarlo a cenar.

Pero necesitábamos un nuevo enfoque. De veras. E investigar en Siria nos habría dado esa perspectiva.

Bien, quizá Lípilo hubiera averiguado algo. Besé a Perila en la cabeza y entré para catalogar mi colección de piezas de alfarería.