Bajamos a cenar. Justo a tiempo. Por suerte, porque Metón había cocinado especialmente mis vientres de cerdo rellenos, y nada es más temible que la ira de un chef agraviado. Después de terminar, envié a Batilo a buscar otra jarra de vino y puse a Perila al tanto sobre el caso.
—La trama se complica, primor —dije—. Según Cayo Segundo, Livila está implicada.
Perila mordisqueaba una fruta seca.
—¿Cómo está Segundo?
—Está bien. Se repone lentamente. —No mencioné a esa monada de pendientes musicales; ella podría haber hecho la asociación—. Me contó que Germánico visitó Panonia en su viaje al oriente.
—Panonia está un poco alejada de la ruta de Siria para hacer una visita al pasar, Corvino.
—Claro. Eso pensé. Pero Germánico realizaba una visita oficial con despachos de Verruga. Y daría mucho por saber qué había en esa valija diplomática.
Suspiró.
—Aún crees que Tiberio fue responsable de la muerte de Germánico, ¿verdad? —Lo decía como si yo estuviera loco.
—Sí. —Bebí un trago de setino—. Quizá Verruga y Druso estaban maquinando algo. Germánico estuvo en Panonia diez días. Es tiempo suficiente para que Druso hiciera un trato con uno de sus sirvientes. O quizá Druso y Livila actuaron por su cuenta.
Perila dejó el albaricoque seco que tenía en la mano.
—Marco, tienes que decidirte. Primero dices que el emperador se libró de un estorbo, luego dices que Tiberio y Druso estaban confabulados. Ahora acusas a Livila de haber intervenido. No todos pueden ser responsables.
—¿Por qué no?
—Porque es ridículo.
—Podría funcionar, primor. No lo descartes.
Batilo regresó con la nueva jarra. La alcé, pero Perila negó con la cabeza.
—No, gracias. Entonces sugieres en serio que Druso y Livila, en el escaso tiempo de que disponían, sobornaron a un criado de Germánico y le dieron instrucciones para que envenenara a su amo.
—Claro que sí. ¿Cuál es el problema?
En vez de responder, Perila se apoyó en un codo y rugió:
—¡Batilo!
El hombrecillo estaba saliendo. Se giró como si le hubieran clavado un garfio en la túnica y lo hubieran arrastrado.
—Sí, señora —dijo. Acobardado.
—Quiero que envenenes a Corvino, por favor —dijo Perila con calma—. No importa cómo y cuándo, pero quiero un trabajo profesional sin cabos sueltos y sin que queden preguntas pendientes. ¿Está claro?
—Ah…
Perila era muy convincente. Nunca había visto al hombrecillo quedarse sin palabras. Me miró y tragó saliva.
—Oh, lárgate, Batilo —resoplé. Se largó, mirándonos nerviosamente a ambos—. Bien, Perila, me has convencido. Pero había pensado en algo más sutil.
Ella recogió el albaricoque.
—Quizá. Pero en un caso de envenenamiento los esclavos de la familia son los primeros sospechosos. En este caso, nadie lo fue. Creo que eso es significativo.
—Porque ya habían pensado en Martina.
—Marco, si un esclavo envenenara a su amo, la sociedad se colapsaría. Es algo que no se hace.
—Entonces bogamos sin remos por un río de excremento, primor.
—¿De veras? Qué interesante.
—Hablo en serio. —Me serví otra copa de setino—. No podemos trabajar a partir de nada, y en este momento no tenemos nada. Claro, Verruga podría haber sido responsable, teóricamente. Lo mismo vale para Druso y Livila, juntos o por separado, con o sin respaldo del emperador. O Pisón y Plancina. Todos tenían motivos para matar a Germánico. Nuestro problema es que hay demasiados sospechosos y pocos datos concretos.
—¿Medios y oportunidad?
—Todos ellos los tienen, también. De primera o segunda mano. O quizá el asesino fuera un demente que decidió que era buena idea matar a un César y tenía la tarde libre. —¡Por Júpiter! Cuanto más pensaba en ello, más deprimente era. Miré mi copa de vino con el ceño fruncido—. Las teorías están bien, Perila, pero necesitamos pistas. Régulo ha muerto, Carilo anda por la campiña evaluando cabras y yo ni siquiera he recibido una buena tunda que me permita rastrear a los culpables.
—Te olvidas de alguien.
—¿Ah, sí? ¿Y quién sería, listilla?
—¿No mencionaste a un hombre llamado Crispo?
Erguí la cabeza.
—¿Qué?
—Celio Crispo.
Dejé la copa. Tenía razón. Mierda. Celio Crispo. El mercader de rumores. El tipo que había advertido a Livinio Régulo que yo iba a visitarlo. ¡El escurridizo Crispo, decano del Tesoro! Me incliné para plantar un beso al sur de la perfecta nariz de Perila.
—¿Sabes que te amo?
—Sí, Marco, lo sé.
—¡Oye, Batilo! —grité.
Vino corriendo; esa faja para la hernia había obrado maravillas.
—Sí, señor.
—Olvídate de envenenarme, hombrecillo. En cambio, tráeme el manto. Y pide la litera y media docena de antorchas.
Perila me miraba de hito en hito.
—¿Irás a verle ahora? —preguntó—. ¿A esta hora de la noche?
La besé de nuevo.
—Claro que sí. Es la hora en que Crispo cobra vida. Si se puede llamar vida. Se levantó.
—Entonces iré contigo. Me paré en seco.
—¡Ni lo sueñes!
—Corvino, esto fue idea mía e iré contigo. Punto. O bien podemos ir mañana. Una cosa o la otra.
Maldición. Arrinconado. Encontrar a Crispo durante el día sería engorroso: no tenía un trabajo diurno oficial y no sabía dónde vivía. Por la noche era diferente. Pero llevar a Perila complicaría las cosas. Sentí la tentación de hacer valer mi rango de jefe de familia, con la remota esperanza de ella cediera. Luego eché un buen vistazo a su rostro y decidí ahorrar saliva.
—Vale —dije—. Puedes venir, mientras te abrigues y contengas la lengua. Pero no digas que no te lo advertí.
Crispo pasaba las noches en cierta casa del Pinciano: costosa y apartada, para garantizar que la Guardia no fuera a llamar a la puerta a menos que tuviera un buen motivo. Pero nunca había ocurrido, y nunca ocurriría: una redada habría pillado a algunos de los nombres más importantes de Roma, incluido el comandante de la Guardia. No había desistido de tratar de disuadir a Perila mientras nos dirigíamos allá. Cuando aparcamos la litera frente a la anónima puerta del frente, hice un último intento.
—¿Quieres esperarme aquí, Perila? —dije con aire ingenuo—. No tardaré mucho.
—No seas tonto, Marco —resopló ella—. No he venido hasta aquí para esperar en una litera.
Sí, claro. Qué diablos. Era su decisión, y ante la obcecación de las mujeres hasta los dioses se dan por vencidos.
—De acuerdo —dije—. Pero prepárate para ampliar tu educación.
—Desde luego. —Sonrió—. Lo espero con ansiedad. Nunca estuve en un burdel. Es un burdel, ¿verdad?
—Eh… Sí. —¡Por Júpiter!—. Sí, claro. En cierto modo. Pero no de los que crees.
—¿Quieres decir que hay varias clases?
¡Por Príapo en un balancín! No había tiempo para explicarle los hechos más turbios de la vida.
—Claro que sí. Cuando entremos, pórtate normalmente, ¿sí? —Hice una pausa—. Corrección: no digas nada en absoluto.
—Muy bien, Corvino.
Salimos y llamé a la puerta. Una mirilla se abrió.
—¿Está Celio Crispo, amigo? —pregunté.
Quizá fuera el nombre, o mi tono seductor. Quizá fuera la pieza de oro que le mostré. Lo cierto es que abrieron la puerta. Hice pasar a Perila (estaba embozada, así que nadie podía ver que no cumplía con el requisito indispensable para ser miembro del club) y la seguí.
Sabía que le había pedido demasiado. Miró con ojos desorbitados el titilante vestíbulo y su rebuscada decoración corintia y procedió a eliminar toda duda sobre sus credenciales. A voz en grito.
—Corvino, ¿qué hacen aquellos hombres? —preguntó—. ¿Y por qué ese chico está desnudo?
Mierda. Le tapé la boca con la mano antes de que causara más daño, pedí disculpas con una sonrisa y me volví hacia el esclavo que nos había dejado entrar.
—¡Rápido! —exclamé—. ¿Dónde está Crispo?
El hombre señaló con reprobatorio silencio un nicho con cortinas entre dos sátiros de bronce. Batilo no podría haberlo hecho mejor, aun sin el pelo dorado y rizado y sin el tutú.
—Gracias, amigo —dije. Apoyé la boca en la oreja de Perila y susurré—: Bien, primor, escúchame. Otro comentario como ése y date por divorciada. ¿Entiendes? —Asintió y noté que su boca se ensanchaba en una sonrisa. Aparté la mano con cuidado—. Ahora quédate aquí y no muevas un músculo hasta que te diga lo contrario.
Moví la cortina para anunciarme: fueran cuales fuesen sus preferencias, Crispo tenía derecho a la intimidad.
—Adelante.
La voz de Crispo. Corrí la cortina. Por suerte estaba solo, reclinado en un diván detrás de una mesilla provista con una selección de refrigerios caros, incluida una pina. Se quedó boquiabierto al verme. Se le cayó la mandíbula al ver a Perila. Esa mujer nunca escucha.
—¡Corvino! —exclamó—. ¿Qué diablos haces aquí?
—Ampliando la educación de mi esposa.
—¡Por amor de Júpiter! —Se cubrió sus accesorios desnudos con una servilleta—. ¡No puedes traer a una mujer aquí!
—¿De veras? —Cerré la cortina—. Lo siento. Se me habrá olvidado.
—¡Éste es un club exclusivo! —Hacía alharaca como una matrona cuyo mayordomo acaba de aparecer en taparrabos en medio de una cena. Y yo que pensaba que el tipo era inconmovible. Bien, cada día se aprende algo nuevo.
—¡Calma, calma! —Me senté en el diván frente a él—. No te alteres, Crispo. No hay ningún problema. Enseguida nos vamos, lo prometo.
Perila le sonrió dulcemente. Comenzaba a divertirse, y se le notaba.
—Encantada de conocerte, Celio Crispo —dijo—. Qué club tan encantador. ¿Quién diseña los trajes?
Se puso rojo y empezó a farfullar. Me di la vuelta.
—¿Quieres comportarte, por favor?
—Lo lamento. —Perila se sentó recatadamente en un taburete y se entrelazó las manos sobre el regazo—. ¿Así está mejor?
La fulminé con la mirada.
—¡Basta, Perila! Mira las pinturas de la pared o algo parecido. —Yo mismo las miré. ¡Por Júpiter!—. Pensándolo bien, no las mires. Coge una tajada de piña. —Me volví hacia Crispo—. Lo siento, amigo. Una riña conyugal. ¿Dónde estábamos?
—Corvino, largo de aquí. —El hombre jugaba con su servilleta. Ahora tenía un interesante matiz de castaño rojizo—. Los dos.
—Seguro. —Me recliné—. Con gusto. Después de que me expliques por qué encendiste una fogata debajo de tu amigo Régulo. Y no trates de buscar evasivas ni de pedir ayuda porque puedo ser bastante cruel cuando quiero. Si no ahora, después.
—Mira, te juro…
—Sin juramentos. A mi mujer no le gustan. —Me serví un puñado de pasas—. Y sin adornos. Sólo una explicación llana, por favor.
—Corvino. —Crispo estaba sudando. A mares. Yo mismo tendría que haber pensado en llevar a Perila. Era mejor que retorcer pulgares—. Marco, si fuera sólo mi secreto, o el de Régulo, te lo diría. Créeme.
—Pues no te creo.
—¡Claro que sí! Somos amigos, Marco. Pero esto es peligroso. Ya viste qué le pasó a Régulo. —Nerviosamente, sus dedos se frotaron la garganta en el sitio donde un garfio habría cabido cómodamente—. Hay otra gente metida en esto. Gente importante. Si empiezas a olisquear, ambos estamos muertos.
Me estaba cansando de esto, y hacía rato que tendría que haberme acostado.
—¡Venga, Crispo! Basta de patrañas. Habla de una vez. De lo contrario, la próxima vez que nos veamos será mejor que calces sandalias muy rápidas.
El hombre no fingía. Se le olía el miedo a través de la mesa, a pesar del perfume. Pero él era mi única pista. No podía soltarlo. De ningún modo.
—Vale —dijo al fin—. Una solución intermedia. Yo te digo una cosa y tú me dejas en paz. De lo contrario, pido ayuda a gritos y puedes irte al cuerno. ¿Aceptas?
No me gustaba, pero era lo mejor que podía conseguir.
—Acepto.
—Bien. —Tragó saliva—. Régulo era el intermediario de Pisón.
Esperé.
—¿Y?
—Eso es todo, amigo. Es todo lo que obtendrás. Tómalo o déjalo.
Le clavé los ojos.
—¡Por Júpiter, Crispo! ¿De qué diablos hablas? ¿Intermediario ante quién? ¿Haciendo qué?
—Averígualo por tu cuenta. No diré más.
Pensé en la servilleta, pero me acordé de Perila. Quizá no. En cambio, estiré el brazo, le cogí del cabello y tironeé.
—¡Crispo, cabrón! A menos que…
No dije más porque la cortina se abrió bruscamente y un sujeto del tamaño del Capitolio y hecho del mismo material asomó la cabeza.
—¿Tienes problemas con tu invitado, señor? —gruñó. Me ignoraba deliberadamente. Y a Perila. En los mercados exclusivos, crían gorilas corteses.
Crispo se zafó y se recostó jadeando. Me enjugué la mano sucia de aceite en el manto.
—No, está bien, Escorpio —dijo al fin—. Sólo una discusión amistosa. Valerio Corvino ya se iba. —El matón abrió la cortina para que yo pasara. Una exótica selección de miembros del club nos miraba con curiosidad—. Ya nos veremos, Marco. Quizá. Sin rencores, ¿sí?
De no haber sido por Perila, me habría resistido, con más tozudez que sensatez, pues el pequeñín se moría por una excusa para averiguar hasta dónde podía botar yo. Dadas las circunstancias, nos fuimos apaciblemente.
Quizá echaran al cabrón por conducta indebida, a pesar de todo. Eso esperaba.
Perila se quedó callada durante el regreso. Abrió la boca un par de veces y aspiró como si fuera a hacer una pregunta, pero no dijo nada. La observé solapadamente y sonreí para mis adentros.
Tenía que admitir que me había divertido, y también ella. Tendríamos que visitar clubes con más frecuencia.