XIV

Perila había salido cuando regresé. Almorcé deprisa y me dirigí al Celio para ver a Cayo Segundo, lo más parecido que conocía a un experto en Druso. Hasta seis meses atrás había sido un joven oficial de la plana mayor en Panonia; el muy torpe se había caído de un peñasco, se había hecho trizas los huesos de la pierna derecha y había vuelto a Roma inválido. Habíamos compartido algunos tragos en el pasado, y confiaba en que él pudiera darme ciertas respuestas directas.

El esclavo me condujo por el jardín. Segundo estaba sentado en una silla con la pierna estirada y un bastón al alcance de la mano. Aún no había empezado a usarlo, pero pronto llegaría a esa etapa. Quizá. Si tenía suerte.

—¡Hola, Corvino! —exclamo—. ¿Cómo está el muchacho?

—Nada mal. —Me senté frente a él y traté de no mirar ese desastre lleno de costurones que se extendía entre nosotros—. ¿Cómo está Segundo?

—Mejor que nunca. ¡Fidias! —le gritó al esclavo que se alejaba—. Tráenos una jarra de reserva y dos copas. —El esclavo se volvió y sonrió—. ¿Perila aún no se ha cansado de ti?

Me reí.

—¡Púdrete!

—Sí, bien, sólo avísame cuando ocurra.

El hecho de tener una sola pierna no arruina el estilo de Segundo. En todo caso, es una ventaja, porque ha refinado el arte de buscar la compasión femenina. Tuve suerte de encontrarlo a solas. También me sentí defraudado, en cierto sentido: algunas de sus enfermeras voluntarias son auténticas monadas que se desviven por atender al paciente.

Llegó el vino y bebimos e intercambiamos insultos un rato. Al fin, cuando habíamos bajado media jarra, dejó la copa.

—Bien, Corvino. Basta de trivialidades. Vamos al grano. Dime qué te trae al Celio. Además de mi encantadora conversación, naturalmente.

—Quería pedirte información. —Bebí mi vino—. Sobre tu viejo jefe, Druso.

—¿Sí? ¿Por algún motivo en especial?

—Sí.

Esperó. Como no me explayé, preguntó:

—¿Estás metido en algo, Marco?

Ahora yo no sonreía. Segundo era un amigo, y no me proponía sonsacarle información con pretextos falsos. Además, hacía dos meses que no lo visitaba, y me sentía culpable por aparecer ahora sólo porque necesitaba un favor.

—Sí —repetí.

—Vaya. ¿Quieres contarme de qué se trata?

—No. No puedo.

—¿Seguro?

—Seguro.

Calló largo rato, y se encogió de hombros.

—Vale. Mueve ese taburete hacia aquí, así podremos hablar. —Miré en torno y encontré el taburete al que se refería. Mientras él apoyaba su pierna mala, vi el sudor que le perlaba la frente, pero él no habría querido mi ayuda ni mi conmiseración, así que no le ofrecí ninguna de las dos. Una vez que se instaló, alzó la copa de vino, la vació y me la extendió para que la llenara.

—Bien —dijo en cuanto le hube servido—, ¿qué quieres saber?

—Todo. —Serví vino en mi copa—. Empecemos por el principio. ¿Qué clase de hombre es?

—¿En qué sentido?

—¿Cordial? ¿Insufrible?

—Es buen soldado. Uno de los mejores.

—No has respondido a mi pregunta, amigo.

Sonrió.

—Sí, lo sé. Pero no puedo decirte mucho más. Druso no es de los que te cuentan confidencias.

—¿No jaranea con los muchachos en el comedor después de la cena, entonces?

—¿El Lucio? —Segundo rió—. ¡Ni en broma!

—¿Así lo llamabais?

—Algunos prefieren Cara de Piedra. Creo que Lucio lo describe mejor.

—¿Por qué?

Titubeó.

—¿Alguna vez viste a Druso, Corvino?

—Que yo recuerde no. No de cerca, al menos.

—¿Conoces ese modo de torcer la boca que tiene Verruga? ¿Cómo si sonriera por una broma maligna que los demás no entenderían, y si la entendieran no les causaría gracia?

—Sí, sé a qué te refieres. —Habitualmente Verruga ponía esa expresión justo antes de que un adulador o un imbécil fuera triturado por una demoledora réplica imperial—. Como si su interlocutor no alcanzara la talla intelectual de un pollo retrasado.

Segundo asintió.

—Eso mismo. Druso también la tiene. Alza el labio superior por encima del canino. Cuando sucede, el resto de la cara no se mueve, ni siquiera los ojos. Sólo el labio. Como un lucio disponiéndose a desayunar una olomina. Es escalofriante, aunque sólo seas un observador.

—Estás diciendo que Druso es como su padre —dije—. Un cabrón de sangre fría con muchas cosas en la cabeza.

—Así es. —Volvió a asentir—. Eso lo describiría bastante bien. Pero es justo, y en eso también se parece a Verruga. Nunca oí que Druso hablara mal de nadie, fuera legionario, oficial o civil. Y sopesaba todos los datos antes de dar un veredicto.

—Y que Júpiter te ayude si sales mal pesado en la balanza.

—Sí. —Segundo no sonrió—. Puede ser cruel, cuando está de ánimo.

Me serví más vino de la jarra, llenando la copa de Segundo al mismo tiempo, aunque no había tocado la última tanda.

—¿Sabes cómo se llevaba con su hermanastro? —pregunté.

—¿Germánico? —Segundo me clavó los ojos: no era idiota, y yo había exagerado mi intento de preguntar con sutileza—. ¿De eso se trata?

Vacilé más de la cuenta.

—Quizá.

—¡Quizá un cuerno! —Segundo soltó una carcajada—. Vale, Marco, te seguiré el juego y me haré el tonto. No tengo nada mejor que hacer esta tarde. Cuando Germánico pasó en su viaje al oriente…

—¿Germánico fue a Panonia? —interrumpí sin poder contenerme, pero Segundo no lo notó. O fingió que no lo notaba.

—Claro. No por mucho tiempo. Diez días a lo sumo. ¿No lo sabías?

—No —dije lentamente—. No lo sabía.

—Fue sólo una visita de cortesía. Lo de costumbre. Intercambio de regalos, revista formal de las legiones. Entrega de despachos de Roma. Ambos se llevaban bien, al menos en público. Y no interpretes mal este comentario, pues aunque sólo vi el aspecto público no tengo motivos para pensar que el privado era diferente. Se abrazaron como… bien, como hermanos que no se han visto en mucho tiempo. Y creo que había una lágrima viril en los ojos azules de Germánico.

Atención. El tono era significativo.

—Conque él no te gustaba —dije.

Segundo se movió en la silla. Resolló y cerró los ojos con fuerza. Estaba gris como la muerte y por un momento pensé que se había desmayado, pero antes de que pudiera llamar a Fidias volvió a abrirlos.

—Oye, amigo —dije—. ¿Te sientes bien?

—Sí. —Aspiró profundamente—. Claro. Lo lamento, Marco. A veces me olvido de mimar este trozo de carne y recibo un suave recordatorio. —¡Por Júpiter! Si eso era un suave recordatorio, no quiero ni pensar qué era una punzada—. En respuesta a tu pregunta, no, no me gustaba Germánico. No me caía muy bien.

—¿Puedes decirme por qué?

Sonrió, o lo intentó.

—Era un actor, y no me agradan los actores. No quiero decir que fingiera, pues parecía sincero. Más aún, rebosaba sinceridad. Pero tenía temperamento de actor. Siempre se estaba luciendo. No era culpa suya, así era su carácter. Y le ganaba popularidad.

Sí, eso encajaba. Explicaba los actos de histrionismo en Germania y su visita al lugar de la masacre de Varo donde, según se contaba, el chico de ojos azules había llorado literalmente sobre los huesos de las legiones exterminadas antes de recoger lo que pudo encontrar para sepultar. Piadoso, además de sensible. Entendí a qué se refería Segundo; Germánico rebosaba tanta sinceridad que te ponía los nervios de punta. Nunca he simpatizado con los héroes piadosos. Odiaba al Eneas de Virgilio en la escuela, para empezar; e igual que Eneas, Germánico me habría caído mucho mejor si una vez en la vida hubiera descargado unos metafóricos puñetazos. En fin, quizá papá influía en mí más de lo que creía y me estaba volviendo cínico. Si este mundo aciago aún podía producir un héroe en ocasiones, ¿quién era yo para quejarme?

—¿Sabes que visitó Troya? —dijo Segundo.

—¿Qué? —Tras haber pensado en Eneas, esa pregunta me sobresaltó.

—Sí. Después de despedirse de nosotros. Escribió un poema para inscribirlo en la tumba de Héctor. Lo recitó en la ceremonia de dedicación. Un sujeto raro, para ser romano.

—Entonces resulta extraño que se llevara tan bien con Druso.

—Sí. Eran uña y carne. —Segundo hizo una pausa—. ¿Oíste hablar de la historia de los dos durante el motín?

Agrón también había mencionado el motín, aunque no había entrado en detalles. Había sucedido seis años atrás, cuando el viejo Augusto murió y Verruga subió al trono. Hubo dos revueltas en la misma época, en Panonia y en el Rin. Tiberio había enviado a Druso para encargarse de la primera, y Germánico, que era comandante general de Germania, había afrontado la segunda.

—No —dije—. No oí hablar.

Segundo sorbió el vino. Ahora tenía mejor color, pero una aceitosa pátina de sudor le cubría la frente. Aún trataba de no mirarle la pierna. De sólo pensar en esa masa amorfa de carne triturada a tan poca distancia, se me encogían los genitales.

—La historia revela mucho sobre ambos —dijo Segundo—, sobre sus diferencias en el modo de pensar. Druso desbarató a los amotinados con sus dos batallones de la guardia. Ninguna exhibición, sólo astucia y fuerza bruta. Hizo exhibir las cabezas de los cabecillas en el tribunal antes de que pasara un mes. Entre tanto, Germánico perdía el tiempo apelando a los buenos sentimientos de los legionarios del Rin. Podría haber pedido ayuda a dos legiones leales de río arriba, pero no quiso y al fin fue demasiado tarde. El resultado fue un baño de sangre aún mayor que si hubiera tomado medidas drásticas. —Segundo frunció los labios—. No, no me gustaba Germánico, Marco. Eso lo pinta de cuerpo entero. Un idealista que no podía resistirse a un gesto grandilocuente, aunque resultara poco práctico y el coste fuera excesivo.

—Creí que las legiones del Rin lo idolatraban.

Segundo se rascó la pierna distraídamente.

—Claro que sí. Pero él defendía a Tiberio, y eso sería honorable pero no era popular. Si no les hubiera dado tanta vergüenza que él enviara lejos a Agripina y los hijos para protegerlos, hasta podrían haberlo asesinado. —Sonrió—. Ese mocoso, Calígula, puede necesitar unos azotes, pero él y su madre contribuyeron a sofocar el motín más que Germánico.

—¿Cómo se llevaban las esposas? Agripina y Livila.

—Ahora hablamos de Panonia, ¿verdad? —dijo Segundo. Asentí—. Como fuego y hielo. Agripina era el hielo. No me gustaría acostarme con ninguna de esas dos, y ambas son despampanantes, así que ése no es el motivo. Hacer el amor con Agripina sería como follar una estatua de mármol. Y Livila se parece demasiado a su abuela.

—¿Su abuela? ¿Te refieres a la emperatriz?

—Sí. Ella y Druso forman una buena pareja, quizá demasiado buena. Esa mujer será atractiva en ciertos sentidos, pero es sumamente calculadora, y en la cabeza no tiene sólo pelusa. Además, sabe que Tiberio ha tenido sus favoritos, y no le gusta para nada.

Esto era algo en que no había pensado. Puse la oreja.

—¿De veras? Cuéntame.

Segundo bebió un trago de vino y dejó la copa.

—Sólo tienes que fijarte en los cónsules de los últimos años —dijo—. La mayoría eran amigos de Germánico y Agripina. Y Druso tuvo su silla curul hace cinco años, pero no la compartió con Verruga. Germánico sí, dos veces.

Me recliné. Sí, era cierto, y era importante: compartir un consulado con el emperador es el modo aceptado de mostrar el favor imperial. Si le sumaba el prestigioso mando oriental de Germánico y su disgusto de Agripina, no era de extrañar que Livila se hubiera orinado encima de celos. Además estaban los hijos. Como sospechosos, Druso y Livila empezaban a ser un material muy prometedor.

Alguien tosió a mis espaldas: Fidias, el esclavo de Segundo. Me volví.

—Disculpa, señor —dijo—, pero acaba de llegar la dama Furia Gemela.

Miré por encima de su hombro y sonreí. Furia Gemela era una morena menuda y curvilínea, con pendientes tintineantes y senos que habrían hecho saltar los ojos de un sacerdote octogenario. Traía algo que parecía un cuenco de sopa.

—Perdón, Cayo —dijo—. No sabía que estabas ocupado. —Bonita voz, además.

Aparté los ojos de ella para dirigirle un rápido guiño a Segundo.

—Está bien —dije—. Ya me iba.

—¿Seguro, Marco? —preguntó Segundo sin mayor convicción—. A Gemela no le molestará. ¿Verdad, Gemela?

—Claro que no.

Sí, pensé, y yo soy un britano pintado de azul. La mujer ya me dirigía miradas que hubieran echado a pique una trirreme. Sé muy bien cuando estoy de sobra. Me levanté.

—Gracias por la charla, amigo —dije—. Ha sido una gran ayuda.

—Me alegra. —Segundo sonrió—. Los hombres casados necesitan un poco de estímulo.

Le hice un gesto obsceno bajo la cubierta de mi manto. Él me respondió con una sonrisa y yo me volví hacia la morena.

—Procura que no babee en la túnica cuando le des esa sopa —le dije.

Su boca de capullo formó un óvalo de reprobación. Segundo rió entre dientes y movió la cabeza.

—Lárgate, cabrón —dijo.

Lo saludé con la mano, sonreí y me fui.

Cuando llegué a casa, Perila se estaba cambiando después de un baño. Una oportunidad demasiado buena para perderla.

—¡Marco, por favor! —Se escabulló, o lo intentó—. ¡Estamos en plena tarde!

—Lo has notado. —Le mordisqueé la oreja.

—Entrará alguien, algún esclavo.

—No, a menos que quieran ser vendidos como alimento para gatos. —La empujé hacia la cama. Logré llegar. Realmente quería matar a ese arquitecto—. ¡Ja! ¡Te tengo!

Pero no era así, porque en el último momento se zafó.

—¿Qué almorzaste, Corvino? —preguntó.

Un non sequitur siempre me desconcierta. Hice una pausa.

—¿Qué diablos tiene que ver eso con nada?

—Mera curiosidad. —Me besó. Un beso largo, mientras yo le quitaba una de las pocas prendas que tenía puestas cuando la abracé—. Después de todo, tenía que haber un buen motivo para esto. No me quejo, como comprenderás. Sólo es un interés teórico.

—Vale. Hígado de cerdo con tocino. Garbanzos fríos con hinojo. Y medio pollo con pastel de perejil. ¿Satisfecha?

—¿Vino?

—Sólo unas copas.

—Entonces quizá sea el tiempo.

—Mmmm.

En ese punto abandonó su interés teórico y colaboró; y cuando emergimos para respirar, las consideraciones dietéticas estaban olvidadas.

Nos quedamos tendidos un rato, mirando las molduras del techo.

—¿Marco? —preguntó Perila.

—¿Sí?

—Te zumba el cerebro. Puedo oírlo a través del cráneo. ¿En qué estás pensando?

—En que soy muy afortunado al poder usar mis sandalias a pares.

Ella se incorporó para mirarme.

—¿Qué?

—Lo lamento. —Bien, se lo merecía por preguntarme—. Mi mente divaga. Debe de ser el vino. —La hice acostar y miramos de nuevo las molduras. No se movían—. Oye, Perila.

—¿Sí?

—¿Alguna vez usaste esos pendientes que tintinean? ¿Los egipcios?

—Claro que no. Me sentiría como parte de una orquesta callejera.

Sonreí y volví la cabeza para besarle la mejilla.

—Sí, tienes razón. Esos pendientes que tintinean son espantosos. En malas manos. O en malas orejas.

Me miró de hito en hito.

—Marco, ¿te encuentras bien?

—Mejor que nunca. —Hice una mueca—. Sí, me encuentro bien, primor. ¿Por qué?

—Estás un poco raro esta tarde.

¿Qué puedes hacer cuando la mujer que está en tu cama dice semejante cosa? La besé, olvidé los acontecimientos de la mañana y me dispuse a demostrarle a ella y a mí mismo que me sentía muy bien.

Estupendamente.