XIII

A la mañana siguiente visité la jefatura de la Guardia. Me dijeron quién era el hombre que había hallado el cadáver de Régulo. No estaba de servicio, y anoté la dirección: un apartamento a poca distancia del acueducto Apio. Cuando lo encontré, había un chiquillo sentado en la escalinata, arrojando guisantes a un cuenco.

—Oye, hijo —dije—. ¿Sabes dónde puedo encontrar a Flavonio Lípilo?

El chiquillo dejó el cuenco.

—Acabas de encontrarlo, amigo. Y no soy tu hijo.

Tardé en reaccionar. No parecía tener edad suficiente para afeitarse, y menos para mantener el orden en uno de los distritos más duros de la ciudad.

—¿Tú eres Lípilo? ¿De la Guardia Aventina?

—Así es. —Noté que examinaba mi manto de patricio; no se ven a menudo al sur de la pista de carreras. Por la voz, era mayor de lo que aparentaba. Ningún torpe, además. Pronunciaba las vocales con precisión.

—Lo lamento, viejo —dije, ensayando una sonrisa—. No quise ofender.

—No me has ofendido. Me pasa con frecuencia. —Pero no sonreía—. ¿En qué puedo servirte?

—Me llamo Marco Corvino. Entiendo que ayer por la noche encontraste un cadáver al pie de la escalera Gemonia.

—Livinio Régulo. Trabaja en el Tesoro. —Hizo una mueca—. Trabajaba. ¿Era amigo tuyo?

—No. —Contra la pared había unas viejas sillas de mimbre, y cogí una para sentarme. Muchos habitantes de los apartamentos prefieren vivir al aire libre cuando pueden, y hay más muebles fuera del edificio que dentro. Si asomas la nariz en uno de esos apartamentos, comprendes por qué—. Sólo un conocido. Fuiste bastante rápido para identificarlo. Se encogió de hombros.

—Mi hermano es amanuense. Terminas por conocer algunas caras. Y algunos nombres.

Aunque pareciera que ese tipo acababa de dedicar sus carros de juguete a los dioses lares, era muy competente. Bendije mi suerte.

—¿Puedes decirme algo sobre cómo lo hicieron?

—¿Tienes motivos para preguntar?

Tuve el desagradable presentimiento de que si intentaba mentirle se abalanzaría sobre mí como un perro sobre un conejo. Y no sería buena idea.

—No puedo explicártelos con claridad, no —dije—. Salvo que no es amistad. Y no es mera curiosidad.

Sus ojos me evaluaron.

—De acuerdo —dijo al fin—. Régulo fue apuñalado una vez, por la espalda, en el tope de la escalera, entre las diez y la medianoche. Luego lo arrastraron hacia el Tíber con un garfio bajo la barbilla. El garfio quedó clavado en el cuerpo. Le faltaba la cartera, pero eso se hizo como encubrimiento, o quizá se la quitó más tarde otro facineroso. Él estaba solo, conocía al culpable y confiaba en él. Quizá hubiera ido allí para encontrarse con él. Y el asesinato fue premeditado. ¿Eso te sirve para empezar?

Solté un silbido.

—¿También eres adivino, amigo?

La cara seria se disipó, y se echó a reír.

—Es bastante sencillo. Encontramos sangre encima del escalón superior, y huellas hacia abajo. Antes de las diez llovía, el suelo estaba mojado debajo del cuerpo, y nosotros llegamos allí después de medianoche. Así calculamos la hora.

—Bien. ¿Qué hay del resto?

—Por lo que sé, Régulo no se habría dejado ver ni muerto en el Aventino. Y no lo digo por jugar con las palabras. —Sonreí. Ese tipo empezaba a gustarme—. Así que debía tener un motivo para estar allí. Máxime en un lugar apartado como la escalera. De allí la cita clandestina. ¿Entendido?

—Entendido.

—Además, era un aristócrata. Los aristócratas no salen solos de noche porque pueden permitirse el lujo de no hacerlo; los acompañan criados con antorchas, y a veces esclavos fortachones con garrotes. Los malandrines del Aventino buscan víctimas fáciles. Borrachos solitarios, por ejemplo. No se entrometen con gente así. Sin embargo, no había señales de lucha, ni encontramos testigos. Así que Régulo estaba solo.

Fruncí el ceño.

—Un momento, amigo. No puedes tenerlo todo. Aristócrata o no, si estaba solo, ¿qué impide que el que lo apuñaló fuera un malhechor de la zona?

—¿Cuántos malhechores conoces que lleven garfios encima por si acaso? ¿Y cuántos arrastrarían un cadáver por una escalera, perdiendo un valioso tiempo que podrían dedicar a embriagarse?

Sí. Sumamente competente.

—Entonces, ¿crees que el asesino llevó el garfio a propósito? ¿Con la intención de usarlo?

—Claro. Fue premeditado, como dije.

—¿Por qué?

Se encogió de hombros.

—Qué sé yo. Pregúntame de nuevo cuando tenga más información.

—Vale. ¿Y por qué dices que Régulo confiaba en el hombre que lo mató?

—¿A esa hora de la noche darías la espalda a alguien en quien no confiaras, Corvino? ¿A solas? ¿En ese vecindario?

—No, no lo haría. —Mierda. Lo tenía todo cocinado. Y sin duda tenía razón en todos los detalles. Esa cara de niño era engañosa. Ese tipo tenía futuro.

—¿Adónde va el caso a partir de aquí?

—Lo hemos presentado en la oficina del prefecto de la ciudad, naturalmente. Régulo era un hombre importante. Habrá una investigación.

Sin duda que la habría. Al menos la empezarían. Pero en poco tiempo la frenarían, y entonces yo pagaría un buen dinero por averiguar quién la había frenado.

—Escucha, Lípilo —dije—. Es posible que no haya tal investigación. No me preguntes por qué, pero créeme.

Me miró con cauta lentitud.

—¿Qué diablos significa eso?

Sacudí la cabeza.

—No puedo decírtelo. Si me equivoco, nadie sale perjudicado. Pero si estoy en lo cierto, quiero saberlo. Y quiero un nombre.

Ahora no sonreía.

—Corvino, he sido bastante paciente, aunque nada de lo que he dicho es secreto. Podrías haberlo averiguado a través de tu tío. —Mierda, para colmo de todo, este fulano llevaba una copia del registro social en la cabeza. Era aún más listo de lo que yo había creído—. Pero lo menos que puedes hacer a cambio es decirme por qué el sobrino de un cónsul está interesado en la muerte de un funcionario del Tesoro. Personalmente interesado. Y dices que no era amigo tuyo.

—¡Ni por asomo!

Dejó de fruncir el ceño, y sonrió como un muchacho de doce años.

—Sí, vale. Te creo. Pero, como dije, Régulo era un hombre importante. Esos cabrones no pasan al olvido así sin más. ¿Por qué habría un encubrimiento oficial? Pues de eso estamos hablando, ¿verdad?

—Sí, de eso estamos hablando. Pero por el momento no puedo decírtelo. Lo lamento, Lípilo. —Era cierto. Lo lamentaba.

—¿Quieres decir que es una cuestión política?

—Muy política, según creo.

—¿Sucia?

—La más sucia.

—Ajá. —Recogió el cuenco de guisantes y comenzó a pelarlos lenta y metódicamente. Casi podía oírle funcionar el cerebro—. De acuerdo, quizá confíe en ti. A medias. Por el momento, al menos. —¡Por Júpiter! ¡Vaya hombre precavido! Pero debo reconocer que yo también habría sido cauto, en su lugar—. ¿Qué quieres?

—Nada importante. Mantente alerta. Si cierran el caso, cuéntame quién fue el responsable de cerrarlo. Sólo eso. Y algo más.

—¿Sí?

—Ni se te ocurra seguir la investigación por tu cuenta. Alzó los ojos, y vi que me creía a pesar de todo. Asintió despacio. Quizá tragó saliva. En tal caso, era comprensible.

—Vale. Cuenta conmigo.

—Gracias. —Me levanté y puse la silla en su lugar—. ¿Sabes dónde encontrarme?

—Te encontraré.

—Bien. Un gusto conocerte. Un verdadero placer.

Sonrió de golpe: de nuevo el niño de cara fresca.

—Lo mismo digo. Suerte con tu trabajo detectivesco.

Mientras me volvía para irme, se me ocurrió otro pensamiento, y no era agradable.

—Dijiste que el garfio aún estaba clavado en el cuerpo. ¿Qué clase de garfio era?

—El habitual. El que usan los carniceros para colgar las reses. ¿Por qué?

Vaya.

—Por nada. Nos vemos, Lípilo.

—Sí, esperemos que sí.

Me fui con un cosquilleo en el vello de la nuca y una gran sensación de culpa. La clase de garfio que los carniceros usan para colgar las reses. ¡Por Júpiter y todos los dioses! Había enviado a Régulo al matadero.

Quizá debiera tener otra charla con mi amigo carnicero.

La tienda estaba abierta pero el que atendía era Escauro, el ayudante de Carilo. Esperé mi turno.

—¿Está tu padre, hijo? —pregunté.

—Se ha ido por el momento. —El chico no eludió mi mirada. Incluso sonrió—. Al norte.

—¿Sí? ¿A algún sitio en especial?

—Que yo sepa, no.

—¿Cuándo esperas que regrese?

Se encogió de hombros.

—Diez días, doce.

—¿Esto sucede a menudo?

—En ocasiones. Recorre las granjas comprando ganado. Revisando la calidad. Organizando el reparto. Esas cosas.

—Sí, entiendo. —Tenía sentido, pues Carilo tenía su propio matadero. Debía abastecer no sólo su tienda. Aun así, era demasiada casualidad—. ¿Cuándo se fue?

—Esta mañana. —Escauro miró a mis espaldas. Empezaba a formarse una cola. Reconocí a la mujer de las gallinejas; esta vez había comprado verduras de hoja—. ¿Qué puedo ofrecerte?

—Eh… ¿Tienes vientres de cerdo?

—Claro. ¿Cuántos?

—Dos. No, que sean tres. —Mientras iba a buscarlos, eché un vistazo a la carne colgada. Garfios de sobra: nadie notaría que faltaba uno. Y cuchillos bien afilados.

¡Por Júpiter inmortal! ¡Y yo le había creído!

Me llevé mis vientres de cerdo envueltos en paja y los pagué. Pensé en dárselos al primer perro que pasara pero cambié de parecer. Estaban frescos, y los vientres de cerdo asados con relleno de nueces y salchicha es algo que no se ve todos los días. Además, si Metón descubría que yo los había tirado, quizá envenenara el soufflé para vengarse. Así era él. Un auténtico profesional.

Vale. Si el asesino era Carilo, o bien era muy chapucero o bien se confiaba demasiado. Y no me parecía que Carilo fuera chapucero. El garfio había sido parte del mensaje. Me decía: «Fui yo, en efecto. Captúrame si puedes. Pero cuídate las espaldas porque tengo amigos». No sonaba muy auspicioso. También estaba el asunto de la carta. Si el asesino era Carilo, todo se modificaba. Quizá la escritura que me había mostrado fuera un documento genuino. La fecha era correcta, pero eso no significaba que la escritura fuera la carta que Pisón había redactado en su última noche. Carilo pudo haber obtenido ambas cosas de Pisón al mismo tiempo. En tal caso, estábamos de nuevo al principio, con una nota fantasma que quizá le habían entregado a alguien.

O quizá no, según el caso.