Llegamos a la cena justo a tiempo; cuando regresé a casa, besé a Perila y me puse una túnica y un manto limpios, y los esclavos de la litera tuvieron que galopar para llegar puntualmente. Cuando nos detuvimos, juro que les humeaban los pies.
Tuve una sorpresa desagradable cuando entramos en el comedor. El hombre tendido en el principal diván para invitados era mi padre.
—Eh… Hola, papá —saludé.
—Buenas noches, Marco. —Valerio Mesalino me dirigió una sonrisa blanda—. Perila.
No había otros invitados. Agradecí eso al menos. Hoy me llevo bien con papá, salvo algún encontronazo ocasional, pero todavía no soporto a su nueva esposa. Ni por asomo.
—Cosconia tiene jaqueca, hijo. —Papá debió interpretar mi expresión. Siempre fue perspicaz—. Envía sus disculpas. Y sur recuerdos.
Sí, claro. Una de esas jaquecas diplomáticas. Aun así, se lo agradecía porque facilitaba las cosas.
—Siéntate, Marco. Junto a mí, por favor. —Mi madre lucía fantástica como de costumbre, con un manto de finísima seda de Cos. Y no aparentaba más de treinta y cinco, aunque tiene unos quince años más. Prisco, por su parte, se veía viejo y demacrado, como Titono en un mal día. La cabeza sobresalía de la arrugada túnica de aristócrata como una castaña que ha permanecido demasiado tiempo en salmuera. Pero debo aclarar que eran felices: el viejo, como mi madre me había dicho una vez, tenía honduras ocultas. Sin duda las tenía, para lidiar con mi madre.
—¡Ve-veamos! ¡Perila! Tú te sientas junto a mí, querida. —Prisco palmeó el diván. (No volveré a mencionar sus fastidiosos balidos de cabra. Prisco es buen tipo, si te gustan las momias resecas que pasan su tiempo libre escarbando en cementerios). Perila no había movido los hermosos párpados, y tuve la clara impresión de que me habían tendido una trampa.
—Hablaré contigo después, primor —le susurré por la comisura de la boca. Ella sonrió recatadamente al ocupar su sitio. Nos lavamos las manos y los esclavos sirvieron los entremeses.
—¿Qué andas haciendo, Marco? —preguntó mi padre. Directamente, sin rodeos. Supe lo que se avecinaba. Era el motivo por el cual hacía todo lo posible por eludirlo.
—Esto y aquello —dije con voz neutra. Estaba seguro de que Cota no me había delatado, siempre que supiera que yo estaba implicado en el caso Germánico, pero era mejor andarse con cautela—. Lo de costumbre.
—Ya veo. —Se sirvió queso con encurtido de pescado—. A propósito, aún no he visto tu nombre en las listas de selección para los puestos oficiales destinados a los jóvenes. No lo postergues demasiado, hijo.
Perila me lanzó una mirada de advertencia, pero yo me mantenía tranquilo sin su ayuda, y me limité a asentir. Era todo lo que él esperaba. Papá nunca desistía. Si yo terminaba por ser el único Valerio Mesala que no había llegado a ocupar al menos una silla de juez antes de colgar el manto para siempre, nunca me lo perdonaría. Pero así era él, y hacía rato que yo había dejado de prestar atención a sus aguijonazos. Aun así, no perdía ocasión de asestarlos.
—Si se lo pides a tu padre amablemente, Marco —intervino serenamente mi madre—, quizá te recomiende para uno de los puestos menores de esa comisión de grano. Siempre que ese arribista escurridizo de Sejano no los haya ocupado ya con sus parientes.
¡Ay! Sonreí, mientras papá se sonrojaba y cerraba el pico. Últimamente mi excompañero de compras de la tienda de antigüedades estaba metiendo el dedo en todos los pasteles. Junio Bleso, colega de papá en la comisión, era su tío, y al margen de lo que Sejano opinara de mi padre, lo había dejado desposar a una de sus primas distantes. Era una feliz coincidencia (en la medida en que cualquier cosa que hiciera papá fuera coincidencia), pero el proyectil había dado en el blanco y lo pensaría dos veces antes volver a entrometerse en mis cosas esa velada. Salvado. Sonreí a mi madre y ella me ofreció el fantasma de un guiño.
—Ah, antes de que me olvide. —Le entregué el incensario a Pisco—. Feliz cumpleaños. —No pensaba mencionar mi pequeño encontronazo con Sejano, y mucho menos transmitir sus saludos. Ni siquiera a Perila. De ningún modo. No necesitaba ese fastidio, y no tenía la menor intención de aceptar su oferta de despedida. Quizá tenga cojones, pero prefiero mantenerlos intactos, y tarde o temprano tendríamos nuestras diferencias.
Prisco tomo el ganso de bronce y lo examinó como si estuviera hecho de telarañas.
—Es vejano —dijo—. De la época de Servio Tulio, diría. Hermoso, Marco. ¿Dónde lo encontraste?
—En la tienda de Flebas, en el Saepta. Me alegra que te guste. —Me alegraba de veras. Prisco era un vejete simpático, aunque estuviera chiflado.
—Las diferencias entre los bronces vejanos y ceranos son leves pero notables —dijo—. Notad que…
Por Júpiter. Gruñí para mis adentros mientras peroraba sobre los etruscos antes de pasar a los griegos y los fenicios. Los celtas también figuraron en el desfile, pero para entonces yo ya me había rendido. Tendría que haberle llevado un nuevo broche para la túnica y nos habría ahorrado la conferencia. En esa media hora aprendí más sobre metalurgia antigua de lo que habría querido; o habría aprendido, si hubiera escuchado. Si servía de consuelo, los demás también tenían los ojos vidriosos, salvo mi madre. Estaba pendiente de cada palabra del viejo.
Seiscientos años después los esclavos despejaron los entremeses. Sorbí el vino y me pregunté cómo, cuando terminara esa cháchara, podría lograr que papá hablara de las campañas de Germánico en Germania desde el punto de vista político. Sin demostrar mi interés, naturalmente. Si daba a entender que tenía segundas intenciones, mi padre se cerraría más que una almeja estreñida. Una lástima, porque Valerio Mesalino conocía los mohosos pasadizos de la política tan bien como un oso sabe rascarse.
Al final fue Prisco quien resolvió el problema. Ya íbamos por el plato principal (perdiz con salsa de pasas, remolachas con puerros en vino, y cerdo con anís y cebollinos), cuando mi madre apoyó la mano en la suya.
—Tito, querido, creo que nuestros invitados están un poco cansados de oír hablar de la conjugación de los verbos irregulares en oscano. —¡Por Júpiter! Me había perdido ese salto. Pero, como he dicho, hacía rato que había dejado de escuchar.
Hubo un suspiro de alivio en la mesa. Prisco parpadeó como un búho sorprendido. Aparte de todo lo demás, el pobre vejete es ciego como un murciélago a cualquier cosa que esté a más distancia de su nariz que la inscripción de una tumba.
—¿De veras, querida? —preguntó.
—De veras —dijo mi madre con firmeza—. ¿Crees que podríamos cambiar de tema?
—Ah. —Otro parpadeo—. Cielos, muy bien. Si estás segura. —Frunció el ceño y noté que buscaba a tientas: para Prisco, nada de lo que hubiera ocurrido en los últimos cuatrocientos años tenía la menor relevancia para la vida humana—. Ah… He oído que el simpático y joven príncipe Germánico ha muerto.
Me puse rígido. Mi padre estaba cortando una remolacha. Alzó la vista. Claro que era noticia vieja, pero a él le interesaba más que los verbos oscanos. Más aún, aquí estaba en su salsa. Le vi el alivio en la cara.
—Buen trabajo, además —dijo.
—¡Por favor! —exclamó mi madre—. ¿Cómo puedes decir eso?
—Hablo políticamente, Vipsania. —Papá puso su pomposa voz de abogado; ese dardo de mi madre por Sejano todavía debía dolerle—. Germánico era un estorbo. Quizá tuviera sus cualidades, y en un puesto subalterno era relativamente competente, pero si hubiera llegado al poder supremo habría sido desastroso para Roma.
Caramba.
—¿De veras? ¿Por qué lo dices, querido? Siempre pensé que Germánico era un muchacho encantador.
Mi padre dejó el cuchillo.
—Oh, no por ruindad de carácter. Todo lo contrario. Era una persona honorable, íntegra, encantadora y merecidamente popular. Pero era superficial. Me recuerda a nuestro Marco.
—Vaya, gracias, papá.
No sonrió.
—No era un insulto, hijo, sólo una observación. Germánico no sopesaba las cosas, y en consecuencia abarcó más de lo que debía en varias ocasiones. La guerra de Germania, por ejemplo. Espectacular, sin duda, pero nada brillante. Y costosa en hombres, dinero, prestigio y territorio.
Prisco sonreía como una pasa feliz. El viejo pensaría que había acertado en la elección de una conversación animada, y desde mi punto de vista así era. Yo mismo no lo podría haber hecho mejor; era oro puro. Mantuve la cabeza gacha y comí el cerdo, pero tenía las orejas bien abiertas.
—Entonces, ¿por qué el emperador lo había escogido como sucesor? —intervino mi madre. Una cosa que la pareja compartía, cuando estaban casados, era la inteligencia. La diferencia era que la gama de intereses de mi madre no empezaba y terminaba con la política.
—Pero no lo escogió. —Mi padre suspiró como si explicara dos más dos por quinta vez a un idiota—. Augusto lo obligó a adoptarlo cuando nombró a Tiberio su propio heredero. —Sí, eso tenía sentido, una vez que descifrabas el engorro gramatical. El viejo emperador tenía debilidad por Germánico, y su esposa Agripina era nieta del emperador. En cierto sentido, conservaría la sucesión dentro de los Julios. Germánico, siendo el mayor de los dos hijos varones, tenía precedencia sobre Druso, hijo de Tiberio.
—Y como Germánico era tan popular, Tiberio no podía relegarlo sin una buena razón. Máxime cuando Druso comparte las tendencias antisociales de su padre. Entiendo. —Mi madre dejó su ala de perdiz y se enjuagó los dedos en el aguamanil—. Cuan infortunado para el pobre. Aun así, me gustaba Germánico. Tenía sus dotes.
Papá gruñó y cogió otra remolacha.
—Las dotes no son todo —dijo—. Estamos mucho mejor con Druso.
—Si tú lo dices. —Se limpió los labios con una servilleta—. Pero ojalá ese hombre no fuera tan obtuso. Me temo que el nombre de Druso no actúa precisamente como un conjuro.
Prisco bajó la cuchara súbitamente, salpicando la manga de Perila con salsa de pasas.
—¡Disiento, querida! —exclamó—. ¡Disiento profundamente!
Todos lo miraron. Oír a Prisco expresar una opinión política es tan raro como ver a Verruga tocando una pandereta en la calle Puliana sentado en un elefante.
—¿De veras, Tito? —dijo mi madre.
—Desde luego. —Prisco sonrió—. Curiosamente, un conjuro es justo lo que el nombre sugiere. En mi opinión, al menos. Se suele aceptar, como sabrás, que el nombre deriva del caudillo galo Drauso, a quien presuntamente el Livio Druso original mató en batalla, aunque a mí esa explicación me resulta demasiado fácil, cuando no una simple tautología. Me parece mucho más probable que esté vinculado con el griego drus, roble, y por extensión con el cognado celta derwydd. Como recordaréis, por su forma latinizada druida, tiene claras connotaciones místicas. Pero quizá debería explicar mejor los detalles lingüísticos antes de entrar en los aspectos históricos…
¡Diablos! Sabía que era demasiado bueno para durar. De nuevo nos internábamos en los meandros del esoterismo. Acepto que era la fiesta del viejo, pero lo habría estrangulado alegremente, y estoy seguro de que no era el único, aunque Perila procuraba no reírse. Me rendí y bebí otra copa de vino.
Aun así, no estaba tan mal. Papá me había dado lo que necesitaba para empezar. Quizá más.
Pensándolo bien, el comentario sobre Druso también era interesante.