IX

Encontré la carnicería sin ningún problema, y estaba abierta. Capax tenía razón, era una de las tiendas más grandes de la calle, con un letrero pintado y dos o tres clientes que aguardaban. Me planté detrás de una anciana que cargaba un cesto con cebollas y berro y esperé mi turno.

El hombre que atendía era germano: un grandote pelirrojo de aspecto huraño, con una verruga en la nariz que era digna del emperador y me obligó a abstenerme de garbanzos por un mes. Empuñaba una cuchilla afilada, y me prometí que lo pensaría dos veces antes de internarme en un callejón oscuro en su compañía. Al menos esta vez nadie había decidido aún que Corvino necesitaba ventilación en el vientre. Era algo que debía agradecer. Ojalá que durase.

La mujer que tenía delante se marchó con su media libra de gallinejas. Me acerqué al mostrador y el hombre me saludó con un gruñido. La atención al cliente no era su fuerte.

—¿Te llamas Carilo? —pregunté.

Señaló el letrero con la cabeza.

—¿Sabes leer, amigo?

—¿Hay algún lugar donde podamos hablar? —Esa cosa dice «Carnicero». Los carniceros venden carne. ¿Qué necesitas?

¡Por Júpiter!

—¿Cómo están los bistecs esta mañana?

—¿Una libra?

—Que sean dos. —Alcé una moneda de oro—. Y diez minutos de tu valioso tiempo.

Una mirada calculadora; dirigida a mí, no a la moneda. Dejó la cuchilla y se enjugó las manos en un trapo ensangrentado.

—¡Escauro! —Un joven esmirriado con mal cutis que estaba fileteando una pierna de cordero en el fondo dio media vuelta—. Encárgate hasta que yo regrese, ¿quieres?

El joven esmirriado asintió. Obviamente, por la semejanza facial, el hijo y heredero. Carilo salió por un hueco del mostrador.

—Diez minutos, amigo —dijo—. ¿Bebes cerveza?

Diablos.

—Cuando es necesario. Sí, cómo no.

Gruñó y encabezó la marcha por la calle hasta una chabola de madera que se apoyaba contra la pared lateral de una tienda de carne de caballo. El interior estaba despojado y vacío salvo por un mostrador, un par de mesas de caballete y una vieja sentada en el rincón. Carilo bramó un par de palabras en germano y la mujer nos sirvió dos picheles espumosos de la barrica que tenía al lado.

—Bien. —Dejó un puñado de monedas en el mostrador y se sentó a una de las mesas—. ¿Qué quieres que para ti vale una pieza de oro, amigo?

Me senté frente a él.

—Eres un liberto de Calpurnio Pisón.

—Era. El hombre murió. ¿O no te enteraste?

—Necesito saber algo sobre cierta carta que escribió la noche de su muerte.

—No me digas.

¡Por Júpiter! El tipo no bromeaba al espetarme que los carniceros vendían carne. Ese tío tenía la boca más cerrada que el trasero de un mosquito.

—Según mi información, te la dio a ti.

—¿Y quién es tu informador?

No había motivos para no decírselo.

—Un tal Livinio Régulo. Uno de los abogados de Pisón.

—Ajá. —Me estudió con la mirada—. Sí, vale. Pisón me dio una carta esa noche. ¿Y con eso qué?

Bien, al menos había respondido a una pregunta. Al menos la carta B existía.

—¿Te molestaría decirme a quién iba dirigida y qué pasó con ella? —pregunté.

Bebió un largo trago de cerveza y dejó el pichel casi vacío.

—¿Por qué coño te interesa? —murmuró.

—Llámalo curiosidad.

De nuevo me midió con la mirada. De pronto se echó a reír.

—De acuerdo, viejo. Haré un trato contigo. Por cierto, ¿cómo te llamas?

—Corvino. Valerio Corvino.

—Bien, Corvino, he aquí el trato. Olvídate del dinero. No lo necesito. Dices que bebes cerveza. Demuéstralo. Termina ese pichel de un trago, sin recobrar el aliento, y te diré lo que quieres saber. Gratis. Si dejas lo suficiente como para humedecer la mesa, o derramas una sola gota por la barbilla, puedes irte a paseo. ¿Apostado?

Mierda. Yo no era bebedor de cerveza, y esos cacharros contenían por lo menos dos pintas.

—Apostado —respondí.

—Adelante, pues.

Cogí el pichel e inhalé profundamente. Ese brebaje olía como orina de caballo con levadura rancia, y la espuma me hacía muecas burlonas. El gusto era peor. En medio del trago supe que no llegaría. Luego mis ojos se cruzaron con los suyos sobre el borde del pichel y de pronto veinte generaciones de Valerios recios y sanguinarios se pusieron a gritar «Púdrete, amigo» dentro de mi cabeza. Así que lo terminé.

Con cuidado, sin dejar de mirarlo a los ojos, bajé el pichel y lo dejé en la mesa, boca abajo. Ni una gota.

Me palmeó el hombro. Eructé.

—No está mal, para ser romano —dijo—. Quizá sepas beber cerveza, después de todo. ¿Quieres otra?

Ni por asomo. No repetiría esa experiencia, ni siquiera a cambio de una declaración firmada frente al mismísimo Verruga.

—Hicimos una apuesta, amigo —dije—. ¿Recuerdas?

—Sí. —Se metió la mano en la túnica, sacó una carta y me la entregó—. ¿Esto es lo que quieres?

El sello estaba roto, así que la abrí. No sabía cómo era la letra de Pisón, pero tenía su firma al pie y no había motivos para que no fuera genuina. La carta era la escritura de un matadero cerca de la calle de los Curtidores, extendida a nombre de Cneo Calpurnio Carilo.

Estaba empantanado, pensé mientras regresaba al centro por la Suburra. La carta B había sido una pista falsa: una transferencia de propiedad del patrón al cliente pagada limpiamente con las ganancias de la carnicería del grandote germano. Sí, era una coincidencia que el trato se hubiera cerrado el día en que murió Pisón, pero las coincidencias existen. Carilo había tenido suerte de recibir la escritura antes de que Pisón ya no estuviera en condiciones de firmarla. Había una sola cosa que aún me fastidiaba. ¿Por qué Régulo había mentido al decir que el liberto había llevado la carta de suicidio? Quizá debía tener otra charla con ese cabrón elegante en alguna parte donde nadie acudiera corriendo si el mobiliario se desordenaba un poco.

Me encontraba a dos calles del altar de Libera. Hacía seis meses que no veía a Agrón, desde la boda, en que me había propinado un coscorrón en la oreja con una castaña, así que una rápida visita de cortesía no estaba fuera de lugar. Además, necesitaba un trago después de esa cerveza germana.

Agrón era el grandote ilirio que me había salvado el pellejo en el Junículo después de aplastarme la cara contra una vajilla de la Suburra. Había interrumpido su relación con ese granuja de Asprenas, pero aún tenía su herrería cerca del altar de Libera. Podría decirse que era cliente mío. Casi. Los patrones reales tienen clientes reales. Yo debo conformarme con tipos tercos y arrogantes como Escílax y Agrón.

Estaba, por suerte, pero cerró la tienda y fuimos a una vinería y compartimos una jarra de másico aceptable con un plato de buen queso y aceitunas: Agrón tiene debilidad por el queso. Hablamos de esto y lo otro un rato (no es ningún torpe, a pesar de su acento rústico, y sabe llevar una conversación) y luego dijo:

—¿En qué andas, Corvino?

Quizá fuera porque estaba deprimido después de ver a Carilo. Quizá porque sentía cierto respeto por ese hombre. Fuera lo que fuese, se lo conté. No todo, y no hablé de Livia, aunque él sabía sobre mi relación con la emperatriz en el pasado. Sólo le dije que estaba interesado en el caso Pisón, y en la muerte de Germánico.

—¿Alguna vez estuviste a su servicio? —pregunté. Agrón había estado en el ejército. Había sido uno de los pocos supervivientes de la Décimo Octava Legión cuando fue masacrada en el Teutoburgo.

—No. Él llegó después de mis tiempos.

—¿Conoces a alguien que haya estado?

Sonrió.

—Claro. Muchísimos. Si hablas dos minutos con un legionario del Rin, empieza a alardear de que estuvo al servicio de Germánico. Aunque no sea cierto.

—¿Tan bueno era ese hombre?

Agrón escupió un hueso de aceituna en la palma.

—Para las legiones del Rin, Germánico es un dios, Corvino. Para ellos sólo ha existido un General, con G mayúscula, entre la Galia y el Elba. Y es Germánico.

—¿No Verruga?

—No Verruga. Sí, Tiberio era bueno, mejor en ciertos sentidos, pero para la mayoría de los legionarios no es el General.

—¿Mejor en qué sentido? —Pinché un trozo de queso.

Agrón entornó los ojos.

—¿Tienes un motivo para preguntarlo?

—Nada en especial. —Y no lo tenía, pero ahora que había fallado el asunto de Carilo, buscaba un nuevo enfoque. Y si Verruga estaba implicado, necesitaba saber más sobre la relación entre el padre y el hijo adoptivo—. Mera curiosidad.

—Ya. —La mirada suspicaz volvió a transformarse en sonrisa burlona—. Te creo. Tu curiosidad te matará un día de éstos. Vale. Quizá «mejor» no sea la palabra adecuada. Germánico y Tiberio eran personajes diferentes, el corazón y la cabeza, y Germánico era el corazón. Y entre las tropas, el corazón siempre le gana a la cabeza.

Esto tenía cierto sentido, aunque yo no coincidía del todo con su opinión. Las campañas de Verruga en Germania habían sido lentas y firmes, mientras que las de Germánico eran más ostentosas y abarcaban más terreno, pero al final no nos llevaron a nada. Aun así, como él había dicho, no era del todo justo comparar a los dos como generales. Agrón no era estúpido, sólo pensaba como un soldado…

Algo me tironeaba del cerebro. Traté de encontrarlo, pero se había ido. No me preocupé. Ya aparecería en el momento oportuno.

Agrón decía algo. Volví a prestarle atención.

—Germánico tenía mucho prestigio entre las tropas por el modo en que manejó el motín después de la muerte de Augusto. Agripina también. Es toda una mujer, Corvino. Dura como el hierro, casada con el ejército, y con más agallas que una docena de centuriones. ¿La conoces?

—¿A Agripina? No, no la conozco personalmente.

—Una lástima. —No era la palabra que yo habría usado—. Si Germánico es el General, Agripina es su mano derecha. El hijo de los dos también será un soldado de primera. El joven Cayo. Calígula.

—¿De veras? —Bebí el vino. Sentía ese cosquilleo en la nuca que me estaba diciendo que aquí había algo importante, pero no lograba identificarlo.

—Sí. Es una lástima que el pobre muriese. —Agrón repartió el resto del másico entre ambas copas—. Habría llegado a emperador. Druso es aceptable, pero no es Germánico. Es como su padre, pura cabeza. —Empujó el plato—. Oye, Corvino, ¿quieres más queso antes de que lo termine?

—No, gracias. Termínalo. Yo… ¡Mierda!

—¿Estás bien, muchacho?

—No. —El pensamiento no tenía nada que ver con el asesinato de Germánico. Era mucho más grave—. Acabo de acordarme. Esta noche Perila y yo tenemos una cena de cumpleaños. En casa de mi madre. —¡Por Júpiter! Perila me mataría—. No tendría que estar aquí, amigo.

—¡Cálmate! Sólo han pasado dos horas desde el mediodía. Te sobra tiempo. De todos modos, yo invito.

Sacudí la cabeza.

—Helvio Prisco es chapado a la antigua. Cena temprano. Y le prometí a Perila que buscaría una reliquia etrusca para él en el Saepta. —Prisco es el marido de mi madre. Tiene una obsesión con las tumbas—. Lo lamento, Agrón. En otra ocasión, ¿vale?

—Si el matrimonio surte ese efecto, puedes guardártelo. —Agrón sonrió—. Sí, vale. Nos vemos.

Le arrojé al camarero una pieza de plata y me marché deprisa. No había bromeado. Menos de cuatro horas para llegar al Saepta, encontrar un cacharro etrusco de segunda mano para Prisco, luego trotar hasta el Palatino a tiempo para un baño y un cambio de indumentaria. Y más me valía hacerlo, pues de lo contrario Perila me mataría lentamente con sarcasmos. No obstante, me sentía de mejor ánimo después de ver al grandote ilirio.

Ahora sabía por qué Verruga había querido asesinar a su hijo.