Capax me llevaba una jarra y media de ventaja y era una pieza de oro más rico cuando regresé al Palatino. (No, no cogí una litera. Si esos tipos de la plaza Augusto habían visitado la tienda de comidas, quizá no llegaran ni al templo de Vesta). Perila ya estaba en casa, sentada junto a la piscina, arrebatadora con una capa azul. La besé.
—¿Tuviste un buen día, Corvino? —preguntó.
—Sí, supongo que sí. —Le di el pavo real bizco—. Un regalo.
—Vaya, qué encanto. Justo lo que siempre he querido.
Sonreí.
—Tendrías que ver lo que le traje a Batilo.
Dejó el pavo real en el borde de la piscina.
—Dime qué averiguaste.
—Enseguida. Hoy he cruzado Roma tres veces, y estoy molido. Eso merece un trago de celebración. —Batilo acudió al instante, con una jarra de falerno en una bandeja. Le di su faja para la hernia, discretamente envuelta.
—Gracias, señor. ¿Qué es?
—Ábrelo a solas, amigo, y disfrútalo. ¿A qué hora cenamos?
—Metón dice que tardará un poco, señor. Tuvo un inconveniente con la salsa.
—Ningún problema. Empezaremos con un aperitivo mientras aguardamos.
Batilo sirvió y se fue.
—Bien —dijo Perila—, ya tienes tu trago, Corvino. Ahora cuéntamelo.
—Verruga está metido en esto hasta el vello de sus forúnculos. —Dejé que el falerno resbalara gloriosamente sobre mis papilas—. Y quizá Livia, aunque diga lo contrario. Júpiter sabrá a qué está jugando.
—Explícate, por favor. —Perila bebió un sorbo.
Empecé por el principio, con la visita al Tesoro.
—¿Crees que el tal Régulo sabe más de lo que te dijo? —preguntó cuando yo hube concluido.
—Claro que sí. Pero pensaba que yo ya lo sabía. Quizá fuera importante, quizá no, pero juraría que llegué cuando se disponía a escabullirse. Curiosamente, creo que no tiene nada ver con el juicio. Floreció como una rosa cuando le dije de qué quería hablar.
—Quizá tenga mala conciencia. Dices que trabaja en el departamento de Impuestos.
—Sí. —Fruncí el ceño. Había algo que yo había pasado por alto—. De todos modos, lo más importante era la carta.
—¿La carta faltante del tío Cota?
—Quién coño lo sabe. Es el gran incordio de este caso. Demasiadas cartas.
—Me has desorientado, Corvino. Y por favor, cuida esa lengua.
—Lo lamento. —Bebí un trago de falerno y lo usé para encauzar mis pensamientos—. Vale, vamos a las cartas. Tenemos tres. O tres conjuntos. Primero, la correspondencia personal entre Pisón y Verruga, que ninguno de los dos permitió que el Senado viera. Llamémosle A. Después tenemos la carta B. Según Cota, Pisón la escribió la noche en que murió y se la dio a su liberto Carilo para que la entregara. ¿Vale?
—Vale —respondió Perila con una sonrisa.
—Pero un sujeto llamado Capax, que fue esclavo de Pisón, dice que hay una tercera carta. Llamémosla C. Una carta de suicidio dirigida al emperador y que Verruga leyó ante el Senado al día siguiente, pero que Cota no mencionó.
—Pero la respuesta es sencilla, Marco. Sí la mencionó. B y C son la misma. Pisón escribió su carta de suicidio al emperador y se la dio a Carilo para que la entregara a sus abogados.
—No. Yo entendí que eran la misma cuando me fui del Tesoro, porque eso fue lo que me dijo el granuja de Régulo, y no tenía motivos para no creerle. Pero Régulo mentía.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque Capax, que no tiene intereses creados en el asunto, dijo que C fue hallada en la habitación de Pisón a la mañana siguiente. Si B fuera idéntica a C, Pisón no se la podría haber dado a Carilo la noche anterior, y sabemos que le dio una carta. Así que contamos con C, pero aún falta B. Estamos de vuelta en lo que nos dijo Cota. La noche en que murió, Pisón le escribió una carta a alguien, la selló y se la dio al liberto para que la entregara. Y en ese punto desapareció. No sabemos a quién iba dirigida, ni qué decía, ni si llegó al destinatario.
—Entiendo. ¿No puedes preguntarle directamente al liberto?
—Claro que sí. Ésa es mi tarea de mañana. Al menos ahora sé quién es, y dónde encontrarlo. —Empiné otro buen trago de falerno—. Y hay algo más, Perila. El tal Carilo es un tipo raro. Ante todo, parece tan canallesco como un jugador corintio. Yo había pensado que era el secretario o asistente de Pisón. Pero se encargaba de desplumar gallinas.
—¿Y?
—Un exesclavo de cocina no se codea con la alta sociedad, primor. Suelen oler a menudillos y limpiarse los dientes con los cuchillos. Los patrones pueden tomar un porcentaje de las ganancias cuando empiezan a trabajar por su cuenta, pero no alientan una relación íntima. ¿Por qué Pisón eligió a un pinche para darle una carta importante? ¿O crees que después de un día difícil en el muelle tenía la costumbre de ir a hurtadillas a la calle Suburra, buscando unas salchichas y una charla amistosa?
—Pero tiene que haber una conexión entre ambos, Corvino. A fin de cuentas, el hombre llevó la carta. ¿O no?
—Claro que sí. —Hice una pausa—. Al menos creo que sí. Al menos… —Mierda. Ya no sabía qué pensar.
—¿No era…? —Perila titubeó—. ¿No era un favorito, verdad?
—¿Quieres decir si era el tortolito de Pisón? Sí, es una posibilidad. Pero no muy grande. No conozco a Carilo ni conocí a Pisón, pero Capax no es muy reservado y estoy seguro de que me lo habría dicho. —Mi copa estaba vacía. Me levanté y me serví de la jarra—. Perila, lo lamento, no puedo pensar. Estoy demasiado cansado. Dejémoslo por ahora, ¿sí?
—¿Por qué dijiste que creías que el emperador estaba implicado?
—También por Capax. —Me volví a sentar.
—¿Él te lo dijo?
—No directamente. Él era sólo un esclavo. Pero, por el modo en que lo contó, Verruga tenía que estar implicado.
—¿Por qué?
Suspiré.
—Bien, juguemos a las charadas. Somos Pisón y Plancina, ¿de acuerdo? Acabamos de asesinar al hijo y heredero del emperador y cometimos diez tipos de traición. La viuda de Germánico y la mitad de la plana mayor de Siria se mueren por llevarnos a un callejón oscuro para tener una charla tranquila y toda Roma quiere saber qué aspecto tendríamos si nos arrancaran las entrañas y nos colgaran para alimentar a los cuervos. Nos guste o no, tenemos que regresar para someternos a juicio. ¿Cómo lo hacemos?
—Sigilosamente, desde luego. Quizá en medio de la noche y en un carruaje cerrado.
—Exacto. Pero en los hechos no es así. Cruzamos el Tíber en una barcaza, esparciendo rosas como Antonio y Cleopatra, desembarcamos en pleno centro, anunciamos nuestra llegada a amigos y enemigos y montamos una procesión pública en medio de la ciudad cuando todos están presentes para saludarnos. Luego celebramos la mayor fiesta de la temporada y nos burlamos de la multitud desde el balcón. ¿Qué te dice eso sobre nosotros, primor?
Perila sonrió.
—Me dice que hemos perdido el juicio. O que la opinión pública nos importa un bledo.
—De acuerdo. —Me estiré en el diván—. Tomemos la segunda sugerencia. ¿Por qué nos importa un bledo? Recordemos que no hablamos de un puñado de patanes que arrojan repollos y nos dicen palabrotas. Parte de esa opinión pública pertenece a la aristocracia y ya está bastante irritada con nosotros.
Calló un largo rato. Luego dijo lentamente:
—No nos importa porque sabemos que somos inocentes y podemos probarlo. Porque sabemos que la razón nos asiste. Y porque sabemos que estamos protegidos.
Sonreí.
—Has dado en el clavo. ¿Y quién tiene poder suficiente para protegernos de todo lo que puedan hacernos la plebe, el Senado y el club de admiradores de Agripina?
—La familia imperial. Tiberio y Livia.
—Tiberio y Livia. —Bebí mi vino—. Felicitaciones. Has ganado las nueces.
—Pero Livia juró que no tenía nada que ver con la muerte de Germánico. Y Tiberio habrá salvado a Plancina, pero no hizo nada para proteger a Pisón. Más aún, lo libró a su suerte en el Senado.
—Correcto. Pero todo esto es antes del juicio. En el momento Pisón y Plancina no sabían cómo se harían las cosas. ¿Ves a qué me refería anoche, al hablar de un trato entre ellos?
Perila negó con la cabeza.
—No, Corvino, lo siento, pero no puedo creer que Tiberio hiciera asesinar a su hijo. Y si tú estás convencido de que Livia decía la verdad…
—Espera. Eso no es todo. A mi modo de ver, tenemos dos situaciones hipotéticas. Primera, Pisón y Plancina eran culpables de todo pero pensaban que tenían un trato con la familia imperial que les permitiría salir del paso, porque Verruga y su madre, o Verruga solo, les habían ordenado cometer el asesinato.
—Pero ¿por qué Tiberio…?
Alcé la mano.
—Segunda posibilidad. Pisón y Plancina eran inocentes como bebés recién nacidos, y sabían que la familia imperial lo sabía y podía probarlo. O al menos garantizarles que no los liquidarían por algo que no hicieron. Pero se confiaron demasiado. Eran víctimas desde el principio. Tiberio los engatusó y luego los dejó en la estacada. Roma quería un chivo expiatorio y el emperador encontró uno, quizá para encubrir su propia culpa, sin duda para encubrir la culpa de alguien.
—¿Tienes alguna prueba de todo esto, Marco? ¿Una mínima prueba?
Saqué la carta de Pisón del cinturón de mi túnica (la copia que me había dado Régulo) y se la di.
—Lee esto —le dije—. Claro que pueden ser patrañas de cabo a rabo, pero es convincente. No creo que Pisón fuera culpable. Creo que le tendieron una trampa.
Perila leyó la carta. Al concluir, fruncía el ceño.
—Tienes razón —dijo—. En cuanto a la carta, al menos. Parece sincera.
—Hay otra cosa. Según Capax, Pisón se cortó la garganta con una espada de caballería.
—Eso es rarísimo.
—Y difícil.
—Quizá era lo único que tenía a mano.
—Sí, claro. —Me froté los ojos. La fatiga regresaba, y aunque estaba acostumbrado a caminar tenía las piernas rígidas—. Perila, estaba en su casa. Aunque su barbero durmiera sobre las navajas, tendría un cuchillo guardado en alguna parte. Y aunque no fuera así, el mejor modo de matarte con una espada es dirigir la punta hacia el pecho y caer sobre ella.
—¿Quieres decir que Pisón fue asesinado? Pero, Corvino, ya habíamos resuelto eso.
—Claro que fue asesinado. La pregunta es por qué de ese modo. ¿Por qué no con una navaja o un cuchillo, para que fuera creíble? Y si el asesino usó una espada, ¿por qué no una herida en el pecho?
—Sospecho que ya tienes la respuesta.
—Eso creo. Digamos que eres Tiberio o su agente, y quieres deshacerte de un estorbo político aparentando un suicidio. ¿Cómo lo harías?
—Como dijiste. Con un cuchillo o una navaja, o una espada entre las costillas.
—Correcto. Ahora escucha atentamente, porque esto es engorroso. Digamos que eres otra persona, y quieres hacer las cosas al revés. Tomas un auténtico suicidio y lo transformas en un falso asesinato. O bien cometes el asesinato y lo disfrazas de suicidio, pero procuras que la muerte sea sospechosa.
Vi cómo hacía las deducciones. Luego me miró con ojos azorados.
—¿Crees que eso fue lo que pasó?
—Arriesgaría un dineral, primor. En tal caso, ¿quién lo hizo, y por qué?
—El porqué es obvio. Para arrojar sospechas sobre un tercero. —El tercero sería Verruga, con o sin Livia. Sí. ¿Y qué hay del quién?
—Agripina. O un amigo de Germánico.
—¿Enturbiando las aguas para vengarse porque Verruga soslayó la acusación de asesinato? —Asentí—. Correcto. Es posible.
Ella volvió a fruncir el ceño.
—Existe otra posibilidad, Marco. Que fuera un suicidio auténtico, pero que Pisón mismo quisiera disfrazarlo de asesinato para desquitarse del emperador.
Suspiré.
—O quizá todo el asunto sea un embrollo insoluble. Quizá me estoy pasando de listo, y la espada era lo único que Pisón tenía en el armario. Giramos en círculos, primor. Olvidémoslo por hoy. ¿Cómo pasaste la tarde?
Hablamos de la madre de Perila, o al menos ella habló, mientas yo bebía otra copa de falerno y cavilaba hasta la cena. Batilo debía de haber abierto el regalo, pues estaba radiante cuando vino a anunciar que la crisis de la salsa estaba superada. Mañana sería otro día. Sólo esperaba encontrar abierta la carnicería de Carilo, y que el hombre no estuviera en el fondo del Tíber calzado con un par de sandalias de cemento. Si yo hubiera sido Verruga, o quien fuera responsable de todo esto, ésa habría sido una de mis prioridades.